En reiteradas ocasiones he expresado mi opinión sobre la infinita posibilidad de explorar el alma humana que nos proporciona este microcosmos que es Ceuta.
La superposición en tan reducido espacio de todas las pasiones humanas, la confluencia acumulativa y conflictiva de todos los fenómenos sociales (lo clásicos, los presentes y hasta los futuros), las particulares coordenadas del valor del tiempo y la exótica ubicación espacial; diseñan un escenario sin parangón que nos permite observar con inusitada nitidez la conducta humana en su más amplia extensión e insondable profundidad. Ceuta hubiera sido un laboratorio inigualable para todos los filósofos que en la historia han sido.
Es muy probable que Ceuta sea muy parecida a cualquier otro lugar, y que la única diferencia estribe en que aquí todo es accesible al conocimiento de manera general e inmediata. Otras opiniones abundan en que la trashumancia de la población (atraída por exclusivo interés económico y desprovista de cualidades más nobles) actúa como un factor de selección negativa, que sesga "la muestra" hasta desfigurarla e invalidar las conclusiones.
Lo cierto es que la maldad, en su sentido más estricto, es la categoría moral hegemónicamente dominante en nuestro particular espacio de convivencia. Abrumadoramente densa. Los rasgos de bondad son tan tenues y esporádicos, que apenas cruzan como un suspiro. Vivimos en una selva de odio, egoísmo, mentira, traición, ingratitud, deslealtad, envidia e hipocresía; tan asfixiante que incita a un repliegue afectivo en el entorno más íntimo, y desmotiva en la construcción de cualquier empresa colectiva. El análisis minucioso del modo en que gestionamos la vida pública produce pavor. Es muy difícil asumir desde la indiferencia tal cúmulo de perversión moral.
Esta observación, empírica, nos sitúa de lleno en el dilema no resuelto sobre la condición humana y su dimensión social. ¿Es el ser humano bueno por naturaleza y la sociedad lo envilece, creando una serie de necesidades artificiales?, o por el contrario, ¿Es el ser humano malo por naturaleza y la sociedad logra mitigar y reconducir su conducta orientándola hacia un fin bueno formado por principios racionales? La respuesta desde la certeza absoluta deviene en un imposible. Pero se diría que en Ceuta nos afanamos con denuedo en aportar argumentos para validar la segunda proposición. Lo que sí parece una evidencia en deslizamiento hacia el axioma, es que el valor de la "sociedad" en el caso de Ceuta es insignificante. No somos capaces siquiera de esbozar algo parecido al bien común. No tenemos en común ni el punto de partida. La palmaria inexistencia de valores compartidos, sustituida por vulgares tópicos, tan vacuos como irrelevantes, propicia una enfermiza disgregación que anula toda posibilidad de modulación de conductas individuales.
La duda es inevitable. ¿Estamos ante una situación reversible? ¿Existe una masa crítica de bondad suficiente para acometer la revolución pendiente? El optimismo se antoja quimérico. Porque, más allá de una estimación, basada en un ejercicio de mera racionalidad teórica, la experiencia nos muestra que caminamos en dirección contraria. Lenta pero inexorablemente. Cualquier intento de regeneración social, fundamentada en la prevalencia de los valores éticos aceptados universalmente, se salda con un torbellino de maldad tan intenso y persistente, que termina por aniquilar las buenas intenciones. Por momentos parece que vivimos en una ciudad condenada irremisiblemente a la autodestrucción.