Tanto los soldados como los presidiarios recibían en Ceuta en el siglo XVIII unas raciones que estaban estipuladas en los distintos reglamentos y leyes sobre la alimentación militar. Suponemos que esta misma dieta sería la que también consumiría la población civil. Eran de tres tipos: ración ordinaria, de Cuaresma y la destinada a los enfermos del hospital. (ver cuadro 1)
Los cereales constituían el 60 por ciento del conjunto de las raciones, las grasas entre el 15 y el 20 por ciento, la carne el 10 y las legumbres del 5 al 8 por ciento. En cuanto a la capacidad calórica, las tres modalidades de raciones sobrepasaban lo que se puede considerar como necesaria para personas sometidas a un fuerte desgaste de energía (soldados y presidiarios), que son 2.500. La valoración calórica media de los tres tipos de raciones es superior a las 3.500 calorías.
Pero la composición de estas raciones no estaba completamente equilibrada de acuerdo con los valores normales (50% de hidratos de carbono, 35% de grasas y entre 10 y 12 de proteínas). Las proteínas eran insuficientes, pero no así los glúcidos y las grasas que aparecen descompensados, en el sentido de que los primeros predominan mientras que las segunda eran insuficientes.
Se echan de menos ingredientes como la verdura y las hortalizas, además de huevos y lácteos. No es que no se consumieran estos productos en Ceuta, sino que simplemente no constaba en los estadillos establecidos por las autoridades penitenciarias y militares. De cualquier forma el consumo de productos frescos era escaso y dependiente, en su mayor parte, de los comerciantes marroquíes o del sur peninsular, lo que daba lugar a continuas epidemias de escorbuto, que, aunque se describan con mayor profusión en los libros de defunciones del siglo XIX, también era moneda corriente en el siglo XVIII. La dieta alimenticia de los ceutíes dependía, en buena parte, de los cereales, de donde procedían más de la mitad de las proteínas, pero también de la carne de vaca, tanto salada como fresca. El tocino aseguraba el aporte de grasas y las harinas, ya fueran de trigo o de otro cereal, aportaban los necesarios hidratos de carbono.
Las raciones “teóricas” se adecuaban a una saludable alimentación, pero la realidad es que en pocas ocasiones coincidían las raciones suministradas con las presupuestadas. Una serie de operaciones basadas en los datos de que disponemos, nos permite acercarnos a esa realidad y la conclusión no puede ser más evidente. En el cómputo final se observa que se suministraba 16 gramos menos, por persona, de harina, 11,99 menos de garbanzo, 166 de tocino; más de 630 cuartillos de vino eran escamoteados a los soldados y presidiarios. De todo ello puede extrapolarse que cada habitante disponía de alrededor de dos mil calorías diarias, en vez de las 3.904 que hemos anunciado que estaban presupuestada de media entre los tres tipos de raciones.
Es curioso observar cómo el trigo y el garbanzo, alimentos más comunes y de menor dificultad a la hora de conseguirlos, eran los que mantenían una mayor cercanía entre lo presupuestado y lo suministrado realmente. También se observa que los géneros que menos faltaban en las dietas de los ceutíes eran los que proporcionaban hidratos de carbono, en especial las féculas. Esto implicaba el deseo de “engordar” a los consumidores, aunque el desequilibrio de la dieta hiciera que su defensa frente a las enfermedades quedara diezmada por falta de vitaminas y grasas suficientes. (ver cuadro 2)
En efecto, las proteínas presentaban una proporción adecuada a lo necesario para la vitalidad de los ceutíes, las grasas apenas llegaban al 10% de lo conveniente, pero en lo que respecta a los hidratos de carbono, superaban con crece lo que una persona requería. La pasta, el pan, patatas, eran alimentos más baratos y con ellos se hacía la composición básica alimenticia de los habitantes del Ceuta en el siglo XVIII, lo que provocaba, como en muchas ciudades europeas en el antiguo régimen demográfico, graves problemas de salud.
A pesar de todo no encontramos graves deficiencias alimenticias en la ciudad, salvo en los momentos en los que Ceuta estaba constreñida por el cerco de los enemigos, ya fuera los propios magrebíes, ya los ingleses o franceses en el común denominador de los enfrentamientos internacionales propios de la Europa del dieciocho. La alimentación tenía un duro competidor en la explicación de la alta mortalidad en otros factores más frecuentes, como la guerra o el contagio desde el exterior. No obstante el déficit alimentario se observa en crisis como la de 1681, año en el que Correa da Franca afirma que el trigo que se repartía en la ciudad estaba “tan corrupto, que convertido en pan crudo tenía las maseras como si fueran bañadas en Agua de Azafrán”. En 1695 doscientos soldados portugueses, perteneciente a los tercios que acudieron a la plaza para su defensa, fueron víctimas de intoxicación alimentaria como consecuencia de que el “bizcocho” que se le dio para comer estaba en mal estado, contaminado incluso con yeso al estar almacenado en la Iglesia de África dónde se estaban haciendo algunas reparaciones. La mala alimentación también contribuyó a la crisis de 1720, cuando la ciudad recibió tal contingente de soldados para levantar el cerco de Muley Ismail, que el abastecimiento era escaso y los alimentos de mala calidad, siendo necesario, en más de una ocasión, arrojarlos al mar para evitar un consumo imprudente y desesperado.
Terminamos con este artículo la serie dedicada a la alimentación de los ceutíes en el siglo XVIII. El objetivo no era otro que entretener al lector, pero se pueden también sacar conclusiones. Quizás la mas interesantes es que en Ceuta, a pesar de las condiciones en las que se supone que vivía su población, esta no pasaba más privaciones que las que pudieran sufrir cualquier otra ciudad española o europea en el siglo XVIII.