Opinión

La cultura del litoral

Hay una expresión muy popular que dice: “la cabra siempre tira al campo”. No podemos evitar tomar el camino que nos marca el corazón. Los avatares del día a día nos obligan, en muchas ocasiones, a coger un sendero que no es el nuestro, pero al que nos vemos obligados a recorrer forzados por las circunstancias. Reconozco que estoy pasando por una etapa de reencuentro con la arqueología que me satisface en grado máximo, pero al mismo tiempo tengo que reconocer que en los huecos que encuentro dedico algunos ratos a seguir leyendo las obras del psicólogo Carl Gustav Jung. Fue hace muchos años, estudiando las obras de Lewis Mumford, cuando descubrí a este insigne médico suizo. Leí casi de una sentada su obra autobiográfica “Recuerdos, sueños, pensamientos” que forma parte de la extensa colección bibliográfica de la Biblioteca Pública de Ceuta. A pesar de los años transcurridos no he olvidado algunos pasajes de este magnífico libro. Me conmovió en especial la descripción que hizo Jung de su famosa torre de Bollingen. La construyó el mismo siguiendo las imágenes que le aparecían en sus sueños. No quiso dotarla de luz, teléfono ni de agua corriente. Le bastaba el agua que obtenía del río que discurría junto a la torre. Allí pasaba todo el tiempo que podía, alejado de la ajetreada metrópolis y en un ambiente atemporal que recordaba a la vida medieval.

C. G. Jung comentaba que necesitamos alejarnos de la cotidianeidad para tomar distancia del tiempo y del espacio. Tal y como explica en la obra que ahora estoy leyendo de él, titulada “símbolos de transformación”, la contemplación de un monumento del pasado permite ensanchar y profundizar nuestro estrecho marco temporal. Nos hace pensar que antes de nosotros vivieron, en el mismo lugar que ahora ocupamos, otras personas con similares inquietudes vitales, pero con otra estructura de percepción y pensamiento. Esta lectura ha venido a coincidir con el estudio de los materiales recuperados en mis últimas intervenciones arqueológicas. Sobre el suelo del Museo del Mar tengo extendido los fragmentos cerámicos y otros restos que un día lejano utilizaron antepasados nuestros de los que desconocemos sus nombres. Según los voy clasificando me hablan las tradiciones y costumbres de sus poseedores, así como me ilustran respecto a sus creencias religiosas, sus símbolos y expresiones artísticas.

El estudio de los materiales de la excavación arqueológica en la calle Fructuoso Miaja nos está permitiendo adentrarnos en los sentimientos más profundos de nuestros antecesores. Es en los rituales funerarios donde queda impreso nuestro testamento sentimental y religioso. Desde que tomamos conciencia de la finitud de la vida, la idea de la muerte se convierte en nuestra fiel compañera. Por este motivo en la Antigüedad y la Edad Media las tumbas eran el fiel reflejo de las vidas que fueron y se extinguieron. Por desgracia, en un tiempo cosificado como el nuestro vivimos en nichos más o menos confortables y terminamos en uno estrecho y estéril desde el punto de vista simbólico, o convertidos en un puñado de cenizas. Muy distinto es lo que muestran los enterramientos islámicos del siglo XI o principios del XII. Después de un tiempo de cierto rigorismo religioso, como el periodo califal, su disolución permitió la emergencia de una identidad autóctona que hunde sus raíces en la protohistoria de la región biogeográfica del Estrecho de Gibraltar. Volvieron a aparecer las conchas de curruco que acompañaron a algunos santuarios fenicios o, tiempo después, a ciertos enterramientos romanos de la antigua ciudad romana de Baelo Claudia. Quisieron dejar tan claro que eran gentes del mar que sus cuerpos, o al menos sus cabezas, reposaron de su muerte hasta la eternidad sobre arena fina de playa.

Siento una especial querencia por estos antepasados nuestros de los que pocos sabemos. Supieron absorber el espíritu de Ceuta y hacerlo suyo. Ellos eran musulmanes, y respetaron los preceptos básicos del islam en cuanto a la forma de enterramiento, pero quisieron dejar constancia de una identidad muy marcada y enraizada en este punto de encuentro entre dos mares y dos continentes. Admiro esta capacidad de integrarse y dejarse abrazar por el genius loci. Es lo que llevo intentado hacer desde hace muchos años. Por eso, al estudiar sus tumbas algo en mi interior se revuelve y me anima a seguir estudiando esta cultura del litoral. Aunque nos separan de ellos mil años, yo los siento muy cercanos.

Sé que es muy difícil que algo auténtico y genuino pueda brotar de una “Tierra Baldía” (T.S. Elliot) como la actual. Los espacios urbanos están siendo vulgarizados por unas élites políticas y económicas ignorantes y codiciosas. Algo similar ocurre en el mundo del trabajo. Los oficios tradicionales están desaparecieron para dar paso a trabajos en los que abunda la burocracia y la mercantilización de todo lo susceptible de generar algún ingreso. Todo ello tiene un correlato en el plano social, donde el ser humano medio se ha embrutecido y desnaturalizado. Con tantas máquinas a nuestro alrededor muchos han dejado de cultivar su inteligencia y creatividad. Hemos llegado a un punto en el que pensar y tener un criterio distinto al dominante se ha convertido en un acto de intolerable rebeldía.

En definitiva, las condiciones actuales para que pueda resurgir una identidad autóctona y valiosa no son nada favorables. Si tuviéramos líderes a la altura de los presentes retos ambientales, económicos y sociales, se dedicaría el tiempo y los recursos suficientes para estudiar la manera en que el ser humano logró establecer en el pasado una relación de respeto y aprovechamiento equilibrado de los recursos que nos brinda la tierra. Un tiempo en el que los seres humanos percibían el entorno con todos los sentidos y con un sentimiento de verdadero amor y respeto por la naturaleza. Todo tenía un valor simbólico y no tan instrumental como ahora le otorgamos a lo que nos rodea. Las conchas no eran simples conchas, sino símbolos de la continua renovación de la vida; el mar no era un espacio para el baño o la diversión, sino la principal fuente de alimento para los pobladores de zonas costeras como Ceuta.

Cierto es que el ser humano requiere satisfacer sus necesidades básicas, como las de alimento y abrigo, pero no son menos importantes aquellas que dan sentido y significado a la vida, como las necesidades de orden, continuidad, valor, objetivos y designio. Como grupo humano también necesitamos restaurar los puentes que nos enlazan con el pasado y dejan los pilares bien asentados para trazar el camino del futuro. Éste es el papel, desde mi punto de vista, del historiador, en general; y del arqueólogo, en particular. Descubrir, -estudiando los restos arqueológicos-, el rastro de un trazo casi perdido por el tiempo de una continuidad cultural en la región del Estrecho de Gibraltar es un hallazgo que me colma de satisfacción. Me hace guardar la esperanza en la revitalización de una cultura del litoral que permanece oculta, pero que puede rebrotar si las condiciones son las adecuadas.

Debemos volver a contemplar el mar como seguramente lo hicieron nuestros antepasados del siglo XI, es decir, con una mezcla de agradecimiento, respeto y amor. Vivieron del mar y quisieron que el mar les acompañara de manera simbólica al otro mundo. Como he comentado con anterioridad, me siento muy próximo e identificado con esta cultura del litoral. Creo que merece la pena dedicar tiempo y esfuerzo en estudiarla y darla a conocer para que nos ayude en la tarea que tenemos pendiente de construir una identidad compartida por todos los ceutíes.

Apenas hemos extraído una ínfima parte del valor simbólico de este maravilloso lugar que es Ceuta. Tenemos la suerte de contar con una fuente inagotable para acumular experiencias significativas susceptibles de transformarlas en poderosos símbolos que doten de significado a nuestras efímeras vidas.

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