Aunque ya hemos tratado en otras ocasiones la oportunidad de la conmemoración de la conquista de Ceuta por los portugueses en 1415, queremos volver sobre este asunto dada la repercusión que está teniendo en el ámbito político y social de nuestra ciudad. Curiosamente, siendo como es un acto que podríamos calificar de cultural, han sido pocas las voces dentro del mundo de la investigación histórica las que se han posicionado sobre esta polémica celebración. Suponemos que pocos son los que se quieren enfangar en un tema controvertido del que se puede salir con trasquilones. Nosotros, siguiendo nuestra costumbre de no huir de nuestro compromiso del fomento de la crítica activa y vigilante de lo que ocurre en nuestra ciudad, queremos compartir con nuestros lectores algunas reflexiones en torno a la conveniencia de conmemorar esta fecha histórica. Para ello vamos a seguir los pasos de ciertos pensadores, de gran relieve y altura intelectual, que antes que nosotros se han enfrentado a la delicada cuestión de hacer juicios morales sobre los hechos del pasado.
Nuestra primera referencia es el eminente filósofo e historiador R.G. Collingwood (1891-1943), cuyas reflexiones sobre la historiografía se plasmaron en su conocida obra “La idea de la historia”. La importancia de esta obra es destacada, ya que ha sentado cátedra sobre ciertos problemas historiográficos como la relación entre moralidad e historia. Su opinión respecto a este tema fue clara. Desde su punto de vista, “hacer juicios morales sobre el pasado es sucumbir a la falacia de imaginar que en algún lugar, detrás de un velo, el pasado sigue ocurriendo y cuando lo imaginamos así sentimos una especie de ira, de actividad frustrada, como si la matanza de Corcira (o en el caso de Ceuta, la toma de la ciudad por los lusitanos) estuviese efectuándose en el cuarto de al lado y debiéramos cruzar la puerta y detenerla. Para rescatarnos a nosotros mismos de este estado mental sólo necesitamos comprender claramente que estas cosas ya han ocurrido; que han pasado; que no hay nada que hacer respecto a ellas; tenemos que dejar que los muertos entierren a sus muertos y elogien sus virtudes y lamenten su pérdida”. Dicho esto, Collingwood sentencia que “el presente es el pasado transformado. Al conocer el presente estamos conociendo aquello en que el pasado se transformó. El pasado se ha vuelto presente, y por lo tanto si preguntamos dónde se encuentra el pasado en la realidad viva y concentra, la respuesta es ésta: en el presente”. A partir de esta idea, este célebre pensador de la escuela de Oxford, afirma que “el propósito de la historia es captar el presente, y por eso cualquier hecho del pasado que no haya dejado huellas visibles sobre el presente no es, no necesita ser y no puede ser, un problema verdadero para el pensamiento histórico”.
En tiempos más recientes, otros investigadores han tomado el relevo de Collingwood a la hora de analizar los “juicios morales” y la responsabilidad de las generaciones actuales respecto a los hechos acontecidos en el pasado. Uno de los trabajos más interesantes es del Moira Gatens y Geneviève Lloyd (1999), “Collective imaginings” (citado por Doreen Massey, en “Un sentido del Lugar”, editorial Icaria, 2012). En este libro, ambas filósofas australianas abordan la responsabilidad colectiva de los australianos blancos actuales sobre el daño sufrido por los aborígenes de aquel país. Su conclusión es muy interesante: “al comprender cómo nuestro pasado pervive en nuestro presente, también comprendemos las demandas de responsabilidad por el pasado que llevamos con nosotros, el pasado en el que se han transformado nuestras identidades. Somos responsables del pasado no por lo que, como individuos hemos hechos, sino por lo que somos”. Vemos pues que estas investigadoras llegan a una conclusión similar a la de Collingwood, “el pasado sigue en nuestro presente” y en él tenemos que centrarnos. ¿Debemos concluir de este pronunciamiento que ejercer el análisis histórico es una locura?. No es a esto a lo que queremos llegar. Mas bien el propósito no es otro que trascender al concepto tradicional y extendido de la historia que la define, según Collingwood, como el conocimiento de un objeto (el pasado) que cuando se logra sirve como medio para el conocimiento de otro objeto (el presente). Para Collingwood, el pasado y el presente no son dos objetos: “el pasado es un elemento del presente, y al estudiar el pasado estamos en realidad llegando a conocer el presente, pero no llegando a conocer alguna otra cosa que nos llevará a conocer o manipular el presente”. Un presente que es el futuro del pasado y el pasado del futuro, por ello, “es a la vez futuro y pasado en una síntesis que es real” y, por tanto, posible objeto de estudio. En síntesis, a lo que queremos llegar es la idea magistralmente expuesta por Lewis Mumford de que “el pasado no nos deja nunca y el futuro está a las puertas”.
Llegado a este punto de nuestra exposición conviene que nos detengamos para plantearnos la siguiente pregunta: ¿Hasta qué punto la conquista portuguesa de Ceuta en 1415 forma parte de nuestro presente, de lo que somos y a lo que aspiramos a ser en el futuro?. Ningún ceutí puede negar, y nosotros no hemos escuchado ni leído a nadie que lo niege, que este hecho histórico ha tenido una gran relevancia. La huella de Portugal está presente de forma tangible en importante bienes culturales inmuebles como el foso de las Murallas Reales o en algunos símbolos de la ciudad como la bandera y el escudo de Ceuta. Pero también inició una relación compleja con las poblaciones y reinos limítrofes que siempre ha percibido a nuestra ciudad como un elemento extraño y hostil dentro de un contexto cultural y religioso marcadamente distinto. Este sentimiento, por mucho que se empeñen los ideólogos de la fundación Crisol de Culturas, tiene difícil encaje con la imagen bucólica que figura en algunos documentos emitidos por la mencionada fundación que pretenden describir este momento histórico con el inicio de una etapa de concordia y encuentro entre culturas. Esto simplemente es una falacia histórica que no aguanta el más superficial análisis de lo que ha sido la historia de Ceuta en estos seiscientos años que han pasado desde la entrada de los portugueses por las puertas de la ciudad.
En cuanto a los que somos hoy en día y en lo que ha contribuido a este “ser” la conquista portuguesa de Ceuta es una cuestión que requiere una reflexión profunda, todavía por hacer con rigor y seriedad. La lectura que a nosotros se nos ocurre de manera más inmediata es que inició una etapa de aislamiento respecto a nuestro entorno cercano, debido al continuo hostigamiento del vecino reino alawita. El levantamiento de este cerco no se ha hecho del todo, y cuando se ha hecho de puertas para dentro se ha acometido de una manera irreflexiva y caótica, olvidando tres variables fundamentales en la conformación de una ciudad: lugar, trabajo y gente. El error más flagrante ha sido permitir el asentamiento desde principios del siglo pasado de un volumen desproporcionado de población para el tamaño de la ciudad, afectando gravemente al “lugar”. Pero también ha alterado en no menor grado a la “gente”, es decir, a la identidad de los ceutíes. Se ha ignorado que el sentimiento identitario tarda mucho en tomar cuerpo. Requiere, como los buenos vinos, muchos años de reposo y unas condiciones estables en el ambiente sociocultural, sin que esto implique una uniformidad en la composición étnica y religiosa del cuerpo social. Hace falta tiempo para conocerse y consensuar unas normas básicas que hagan posible una convivencia armoniosa, el desarrollo de la personalidad completa y una comunidad equilibrada. En última instancia, satisfacer el anhelo humano de alcanzar la plena felicidad individual y colectiva, ambas interdependientes.
El mensaje que queremos transmitir es el siguiente: dejemos, tal y como nos sugiere Collingwood, “que los muertos entierren a sus muertos y elogien sus virtudes y lamenten su pérdida”, y centrémonos en el presente y en el futuro al que estamos destinados a contribuir desde la continua conciencia de nuestra responsabilidad en la definición de la Ceuta del mañana. Para ello, -y siguiendo los diagramas ideados por nuestro maestro Patrick Geddes-, tomemos como eje de nuestro pensamiento el espacio temporal (pasado, presente, futuro) y como eje de nuestra acción cívica el espacio geográfico (lugar, trabajo y gente). Preocupémonos de la conservación del “lugar”, de nuestro limitado y frágil territorio, de su sentido como hogar común de las antiguas y de las nuevas generaciones de ceutíes, de la experiencia sensorial y la imaginación que despierta los paisajes de nuestra ciudad. Y desde este plano del pensamiento diseñemos la ciudad del futuro.
En el ámbito del “trabajo”, ocupémonos en analizar las condiciones naturales de Ceuta para el desarrollo de ciertas ocupaciones que permitan mitigar el elevado desempleo en nuestra ciudad, a la vez que cultivamos nuestro medioambiente. Desarrollemos habilidades laborales y profesionales entre nuestros jóvenes que marquen su conducta y una filosofía de vida encaminada a un fin específico que conecte el “lugar” con sus pobladores, la razón con el sentimiento y la política con las realizaciones prácticas. Finalmente, y no por ello menos importante, dediquemos tiempo y esfuerzo a conocernos mejor como pueblo, a la “gente”, a empaparnos de las sensaciones que nos transmite la naturaleza y a la promoción de los aspectos más elevados y transcendentales de la naturaleza humana (justicia, arte, amor, verdad y apoyo mutuo), arrinconando aquellos sentimientos que nos arrastran al tribalismo, el odio irracional, la brutalidad, la autoafirmación patológica y la autoadoración. Este es el lugar que le corresponde al estudio, la religión y el misticismo, y tiene como escenario la escuela, la universidad, el claustro, la iglesia, la mezquita, el templo hindú, la sinagoga o el espacio íntimo que todos tenemos para adentrarnos en esta esfera elevada de la condición humana. Alcanzado este punto del pensamiento estaremos en disposición de adentrarnos en el reino de Erató, la musa de la poesía y el amor, cuya realización depende en la práctica de la etho-política, o dicho en términos más cotidianos, de la habilidad que mostremos en la creación de reglas para regular el comportamiento del hombre en sociedad.
La labor que nos queda por delante es ingente y el punto de partida no es demasiado halagüeño. Algo falla en el cómo “somos” en la actualidad. En caso contrario no estaríamos enjuiciando unos hechos históricos que ocurrieron hace seis siglos y mucho menos aflorarían unos sentimientos de resentimiento y malestar entre un sector de la población que siente unos vínculos emotivos con la población que fue expulsada de Ceuta por los portugueses que tomaron la ciudad en 1415. Como tampoco encaja que el otro sector mayoritario de la sociedad ceutí se muestre complaciente con un episodio histórico que tiene poco de ejemplar, incluso en el contexto de la época. Ambos aspectos son los que nos preocupan de este hecho histórico, pues son la consecuencia más apreciable en el presente de un episodio del pasado del que distan más de seiscientos años. Nosotros lo vemos como un síntoma de un profundo problema identitario en el seno de la sociedad ceutí que deberíamos afrontar con sinceridad y serenidad. Hasta que no consigamos diagnosticar y poner un tratamiento adecuado a este mal identitario que padecemos, nos parece arriesgado exponer al cuerpo social ceutí a las tensiones de la conmemoración de un acontecimiento histórico relevante de nuestro pasado, pero que todavía no hemos sido capaces de acomodar en nuestro convulso presente.