Ceuta vive su Semana Santa marcada por el cada vez más elevado número de personas que busca aprovechar estos días de fiesta fuera de la ciudad. Una situación que se hace visible, sobre todo, a partir del Jueves Santo. Es como si de un tiempo a esta parte hubiera un importante sector de la población que sitúa el final de la Semana Santa el miércoles, algo que se aprecia en las calles y que antes era impensable.
La Ciudad lleva tiempo mareándonos con esa búsqueda de soluciones que nunca llegan, con esa búsqueda de medidas que servirían para atraer visitas o para evitar que los que buscan fuera lo que tienen ya en Ceuta no decidieran emprender ese viaje. No lo han conseguido. La traba del billete del barco es una losa permanente sobre las familias, pero también la ausencia de actividades paralelas que puedan ofrecer otro tipo de atractivos además de las procesiones propias de esta fecha. No hay nada, no existe alternativa. Los residentes marchan y los que pudieran venir no lo hacen porque no es momento para sufrir un atraco como el que, a diario, se comete en un Estrecho convertido en la autopista más indecentemente cara. No hay derecho, pero es algo que seguimos sufriendo.
La Ceuta de antes se va perdiendo hasta el punto de convertirla en una ciudad fantasma, con la capacidad de atracción mermada, en la que nos vemos incapaces de erigirnos en punto de referencia turística de cara al exterior. Y parece como si estuviéramos obligados a sufrir esta situación, como si fuera imposible frenarlo, como si nada ni nadie tuviera la capacidad de convertir nuestras tradiciones en una referencia de cara al exterior, como si nosotros no tuviéramos el potencial necesario para atraernos un turismo que puede quedar encantado con lo que puede ver en Ceuta, como si esta ciudad no fuera ni tan siquiera capaz de mantener a sus propios caballas aquí ofreciéndoles de todo para poder entretener a sus hijos o hacer algo más que dar la vuelta al Hacho, tomarse un té y pasear por La Marina.