En árabe significa “borde o costa” y, en realidad, bien podría servir como sinónimo de muerte, de infierno o de vergonzoso olvido. Es la franja que, de costa a costa, como la desgracia o la condena al cadalso, lleva de una punta a otra del continente africano, pero cuyo punto de partida y destino siempre es la nada. Señoras, eso es el Sahel. En un cinturón de más de cinco mil cuatrocientos kilómetros de largo y hasta mil de ancho, están incluidos (en mayor o menor medida) Senegal, Mauritania, Mali, Burkina Faso, Argelia, Níger, Nigeria, Chad, Sudán, Eritrea y Etiopía.
Sus 3.053.200 km2 (10 veces la superficie de España) son el caldo de cultivo de lo que el Real Instituto Elcano no duda en calificar en uno de sus informes como la “tormenta perfecta”. Inestabilidad política, frecuentes golpes de estado, un terrorismo islámico que siembra y exporta terror o secuestra a niñas -entre otras muchas cosas, a cual más deleznable-, es el panorama de una región que se adentra en el abismo en caída libre. Según la longitud y la latitud, Daesh, Boko Haram y Al-Quaeda en el Magreb Islámico se reparten el infame privilegio de asesinar, a pesar del esfuerzo de las fuerzas militares allí presentes.
España (principal contribuyente de las misiones militares de la UE en África), Reino Unido, Alemania, Italia y Estados Unidos han desplazado tropas a varios de los países sahelianos para combatir a unas dogmáticas carniceras que no tienen otro objetivo que el de aterrorizar, pero que han encontrado el caldo de cultivo óptimo para lograr apoyos.
Así, bueno será recordar que esta zona es la más pobre de África y, por ende, del mundo. Los datos oficiales aseguran que el país más “rico” de ese espacio es Mauritania, nación que ocupa el puesto 160 del ranking mundial del Índice de Desarrollo Humano de Naciones Unidas.
Pero, desgraciadamente, esto no es todo. El cambio climático, que se une a las guerras y a la crisis política, económica y social, está haciendo estragos. Datos: entre 1963 y 2013, el lago Chad, fuente de trabajo y de alimentos, perdió un 90% de su superficie (de 25.000 a 2500 km2). Más datos: desde la década de los 50, la constante desertización del Sahel ha ido en detrimento de la vegetación y ha provocado la pérdida de uno de cada seis árboles.
Obviamente, todas estas trágicas circunstancias llevan décadas provocando una hambruna de mortales consecuencias que afecta a 12 millones de personas (una vez y media la población de Andalucía) y que queda totalmente eclipsada por los problemas de seguridad de esa franja.
La ONU (nada sospechosa de antisistema) lo advirtió en mayo de este año: cinco millones de personas están condenadas a morir de hambre en el Sahel. Todo ello sin contar los 1,6 millones de niñas que se encuentran en riesgo de sufrir desnutrición aguda grave.
Entiendo que habrán sabido captar el eufemismo. Sin embargo, poco o nada de todo esto se refleja en los medios de comunicación, porque poco o nada logra que tomemos conciencia de nada. Nos han edulcorado el dolor de tal forma que, si bien la muerte de diez personas en Madrid por las mismas razones levantaría, con razón, una ola de indignación y de protestas, el hecho de que millones de seres humanos se transformen en polvo del desierto por no poder alimentarse no nos afecta lo más mínimo.
Ni siquiera las violentas imágenes de los informativos, a la hora de comer -con menores comidas de moscas y barrigas hinchadas- consiguen nuestra mínima atención. Asumimos esa realidad como “endémica” de la zona. Punto. Y en esas estamos. La aceptación del horror ha logrado transformarse en una suave brisa, que apenas si nos roza, a nosotras que creíamos que el antisemitismo se pudría por siempre en el basurero de la Historia.
Sin embargo, masacres como la de Pittsburgh y otra serie de atentados contra judías -Francia, por ejemplo, los cuenta por docenas- nos deberían hacer pensar que, en definitiva, nosotras somos las que vivimos en un estercolero en el que hedor nos huele a caro perfume francés. Asco. Obviamente, el hecho de que el presidente Trump declare, con los cuerpos aún calientes, que lo primero es el derecho a llevar armas, ni siquiera nos preocupa.
Tampoco consigue inmutarnos que, con la misión de parar la supuesta “invasión” de las muertas de hambre en Centroamérica, el presidente de los EE.UU. lleve a la frontera mejicana tres veces más tropas que las desplegadas en Afganistán. Nosotras, a lo nuestro. Las anteojeras bien, gracias. A veces, el fotograma impactante de una niña moribunda a punto de ser devorada por un buitre nos conmueve durante algunos minutos; poco más. Después, un televisivo programa con las famosas de moda, o los anuncios de ropa de temporada nos borra ipso facto la incómoda imagen.
Ya lo decía Albert Camus en La peste. En su famosa novela relataba que el vapor nauseabundo de los hornos crematorios molestaba tanto a las vecinas, que hubo que cambiar las canalizaciones de humo. “Sólo los días de mucho viento -escribía el inmortal Camus- un vago olor les recordaba que estaban instalados en un nuevo orden y que las llamas de la peste devoraban su ración todas las noches”.
De brutal actualidad. Que el recién elegido presidente de Brasil, el neofascista Bolsonaro, afirme (entre otras muchas cosas), con total impunidad, que los gays se “curan” a hostias o que en el mayor país de América latina va a prevalecer una política económica basada en las privatizaciones y en la Doctrina del Shock, es algo que no nos afecta. El hecho de que desprecie patológicamente a las mujeres, las insulte y, obviamente, maldiga la lucha feminista que pretende la igualdad, es una “circunstancia” que preferimos catalogar de excentricidad inocua. Y a otra cosa. Lamentable. Quizás tanta “comprensión” con este personaje proceda, finalmente, del hecho de que hemos logrado tragarnos que en Europa tenemos una extrema derecha “moderada”. Que se reúna, a mayor gloria del dictador, a un número importante de descerebradas en la aldea natal de Mussolini, con vergonzosas camisetas estampadas con “Auschwitzland”, es algo que no nos atañe en lo más mínimo. Escupen sobre la memoria de millones de asesinadas en los campos de concentración nazis. Mientras, nosotras obsequiamos a estas negacionistas con una supuesta tolerancia que, en realidad, enmascara nuestra total cobardía ante un atentado contra la humanidad.
Demoledor. Usted, como siempre, sabrá lo que más le conviene, pero de seguir en la tónica de banalizar el horror no se extrañe de que, cuando le toque sufrir la barbarie, las demás lo vean como la fatalidad que suele acompañar a quienes no son personas formales. Usted lo verá como una inmunda injusticia, pero evidentemente será tarde… como ya lo es para las del Sahel.
En realidad, por muchas líneas que queramos entremezclar, tan sólo se trata de tener la valentía de querer mirar la realidad de frente. Orwell ya lo advirtió: “ver lo que está delante de nuestros ojos requiere un esfuerzo constante”. Otra cosa es que, a pesar de saber lo que sabemos, sigamos miserablemente empeñadas en querer seguir prefiriendo la venda que todo lo oculta. Al final, de tanto banalizar el horror acabaremos aplaudiéndolo. Al tiempo. Nada más que añadir, Señoría.