Generan, con frecuencia, excitante curiosidad cuales son los orígenes de las motivaciones que correlacionan la institucionalización de advocaciones y patronazgos con multitud de profesiones, instituciones y cofradías. Son conferidos a los más variados ángeles, arcángeles, vírgenes, santos, beatos y un sinfín de figuras de la iconografía católica. Frente a hermenéuticas razonablemente asequibles coexisten casos difícilmente explicables y en bastantes ocasiones casi antitéticos. Sin ir más lejos a San Pancracio, degollado a los 14 años, se le vincula extrañamente con la salud y la suerte.
No es este el caso, evidentemente, de San Isidro cuyo currículum justifica sobradamente su patronía sobre las actividades agrarias. El simple y a la vez extraordinario hecho de mitigar el duro trabajo agrícola, pero respetando el popular adagio “a Dios rogando y con el mazo dando”, compartiendo el rezo y la oración con el trabajo, lo resolvía incorporando al proceso productivo dos ángeles conductores de los bueyes que se ocupaban de labrar. No cabe duda que era un adelantado con la aportación mecánico-celestial a la aplicación telemática de la sustitución del hombre por la tecnología en las labores agrarias. Aunque solo fuera por eso, ya estaría más que sobrado de méritos tan diligente, humilde y sencillo hombre del agro.
La vida de este varón madrileño, alumbrado en el seno de una modesta y cristiana familia mozárabe, alrededor del año 1082 ‒ en fechas cercanas a la conquista del antiguo Magerit por el rey Alfonso VI‒ está preñada de vigencias imbricadas con la actividad y la gestión agraria. Así en las primicias de su caminar por la existencia, tuvo notable éxito como pocero mostrando una especial maña para detectar caudales ocultos que, bajo su influencia, manaban agua vivificante. Pero no solo respondía tan generoso efluvio a suministrar el valioso líquido incoloro, inodoro e insípido, sino que, en la mayoría de las ocasiones, incorporaba propiedades terapéuticas y curativas que acrecentaban el valor del hallazgo.
Tenía Isidro de Merlo Quintana, al uso, una técnica de sembrado de tal sencillez y efectividad que para sí quisieran los mejores agricultores. Embebido en una ecológica ética franciscana, iniciaba la siembra con un puñado al cielo para Dios, otro para los gorriones y otro para las hormigas, continuando su labor, que más tarde era espléndidamente recompensada.
Con su pausada y convincente actitud conseguía, en sus tratos con el molinero, un paradigma supremo del buen concierto en la relación del productor con el industrial. No solo evitaba que el avispado moledor de trigo lo engañase, sino que aumentaba prodigiosamente el rendimiento y la calidad de la harina en la molienda.
Tampoco era evidentemente Isidro un necio en cuestiones de mujeres, pues a buen seguro tuvo que capear a más de una advenediza rural a fuer de ser un gañán con tan encumbradas dotes. Matrimonió, consecuentemente, con María Torribia, a decir de sus biógrafos: ”Joven, pero muy juiciosa, virtuosa y honesta, de carácter afable, agraciada de rostro y envidiable salud”. Si añadimos que: “Gobernaba la casa, hacía la comida, cosía, lavaba, le llevaba el avío y le ayudaba en alguna labor ligera”, no cabe duda que el santo hilaba fino también en estos temas.
Con tan acertada elección el sencillo Isidro proseguía sus labores agrícolas con la ayuda de sus colaboradores espíritus celestes. Si el amo de Torrelaguna le esquilmaba él se las apañaba para extraer de la escasa parva una espléndida cosecha. Hacía brotar, con solo un golpe de azada sobre las duras peñas, el agua que mitigaba la sequía de las tierras de Iván de Vargas para el que trabajaba. En otra, en principio, lúgubre ocasión se las ingenió para elevar con la oración, limpiamente, el nivel hidráulico de un pozo de 27 metros de profundidad al que se había precipitado su hijo Illán y poder extraer sano y salvo el cuerpo de su amado vástago. Requerido, en otra ocasión, por su amo para comunicarle que su hija María había fallecido ‒de la que, al parecer, era padrino el valorado Isidro‒ solo bastó con su presencia y la tranquilizadora frase de que solo estaba dormida, para que con una simple oración la chiquilla se levantase y empezara a charlar con su padrino.
Refundó la Cofradía del Santísimo Sacramento de la parroquia de San Andrés. Ofreció a los mendigos calidad y cantidad alimentaria multiplicada, incluso de su propia olla que seguía llena aun después de compartirla. En ocasiones, vaciaba un saco de trigo, en un día nevado del duro invierno, para los hambrientos pájaros sin sustento que, sin embargo, al arribar al molino aparecía colmado de cereal.
Como a todos los humanos le llegó la hora de la muerte y aunque hay algunas discrepancias sobre la fecha, parece ser que la más probable giraría en torno al 1130. Suena extraño que, tan habituado a resolver situaciones delicadas, no buscase algún remedio a la afección infecciosa dental que le afectó y que, según conclusiones de investigaciones por la Escuela de Medicina Legal y Forense de la Universidad Complutense de Madrid, le produjo el fallecimiento. Sin embargo, a pesar de la muerte, pervivió por la incorruptibilidad de su cuerpo.
"Su eficacia como hacedor de milagros continuó después de su muerte con sucesivas salidas y exposición pública de sus restos, en diferentes ocasiones, para invocar la lluvia o curar enfermedades"
Fue enterrado en el cementerio de la parroquia de San Andrés y pasado el tiempo, en 1504, precisamente en la citada iglesia se encontró un arca mortuoria que acompañaba al momificado Isidro y un códice en latín medieval, atribuido a Juan Gil de Zamora, escrito posiblemente hacia 1275. En él se describe la vida del preclaro hombre del campo que ya era venerado desde su fallecimiento. Se hace referencia a cinco milagros y bastaron contabilizar solo esos cinco, para que el papa Paulo V lo beatificara el 14 de junio de 1619. El 12 de marzo de 1622 fue canonizado por Gregorio XV, pero por su fallecimiento, la bula de canonización Rationi Congruit, emitida por el papa Benedicto XIII, se retrasó en su publicación hasta el 4 de junio de 1624. Es evidente que le sobraban méritos para acceder a la santidad ya que, parece ser, no descansaba en sus prodigiosas intervenciones milagrosas y se le atribuyen 477 prodigios más.
Aunque algunas argumentaciones sostienen que Isidro gozó de una larga vida la realidad es, según las investigaciones que hemos reseñado anteriormente, que el cuerpo momificado correspondería a un varón entre los 35 y los 45 años.
Su eficacia como hacedor de milagros continuó después de su muerte con sucesivas salidas y exposición pública de sus restos, en diferentes ocasiones, para invocar la lluvia o curar enfermedades. Aparte de la devoción popular también varios reyes y reinas manifestaron su influencia o remedios para sus dolencias. Alfonso VIII, en su regreso tras la victoria en las Navas de Tolosa, ante la visión del cuerpo de Isidro lo identificó con el pastor que le indicó un secreto camino para vencer a las tropas almohades. Según varias versiones, compartió habitación e incluso el lecho de algunos monarcas como remedio a sus enfermedades. La devoción de los fieles alcanzó niveles insospechados generando una pasión fetichista para poseer algún trozo o reliquia del portentoso cuerpo del insigne y milagroso agricultor. La esposa de Enrique II de Trastamara, doña Juana Manuel de Villena, requirió poseer un brazo del santo, aunque cuando se arrepintió ya se lo habían seccionado y hubo que recolocarlo. Una dama de Isabel La Católica −imagino que simulando un fervoroso beso a los pies del inerte cuerpo del santo− le propino un fuerte mordisco para llevarse el dedo gordo de uno de ellos que también fue devuelto. En otra ocasión un sirviente de confianza de Carlos II, arrebató uno de los dientes del santo que trasladó al monarca y según se dice lo conservó hasta su fallecimiento cosido debajo de su almohada.
Una duquesa consiguió, de alguna forma, un dedo del santo y lo trituró para hacer una pomada o ungüento que estaba convencida sanaría a su hijo de una enfermedad. Ya en el siglo XVIII, un sacerdote le cortó en mechón de pelo para llevárselo como reliquia. Más recientemente, a principios del siglo pasado, San Isidro está presente en un pequeño pueblo cercano a Buenos Aires, de nombre San Isidro, al que se le concedió el envío de un pequeño trozo, arrancado con bisturí de la tibia, como reliquia. Milagrosamente, porque un obispo lo escondió emparedado, el difunto San Isidro se salvó en los inicios y en el resto de la Guerra Civil, recuperándose al finalizar ésta en 1939.
Su vida ha sido reflejada por variados autores y artistas como Lope de Vega que le dedicó en 1599 un poema de 10.000 versos, titulado Isidro, como homenaje al Santo y Mesonero Romanos que entronca a Isidro con el castizo Madrid en un artículo. El óleo de Leonardo Chabacier en el primer tercio del siglo XVII, así como el magnífico boceto La Pradera de San Isidro de Francisco de Goya, o el Milagro del pozo, de Alonso Cano, son preclaros homenajes al destacado Isidro.
Tanto en su sencilla, natural y útil existencia, como en las azacaneadas vicisitudes por la que ha pasado su incorrupto cuerpo, finalmente reposa en un arca junto a su esposa –que también accedió a la santidad− María de la Cabeza, desde el siglo XVIII, en el altar mayor de la Real Colegiata de San Isidro de Madrid. Y cada año, el 15 de mayo, la ciudad celebra su festividad como Santo Patrón de la misma.
Quienes estamos relacionados con el mundo agrícola a los que nos protege como Patrón −según proclamó el pontífice Juan XXIII, el 16 de septiembre de 1960, en su bula Agri Culturam − reconocemos que acumula sobrados argumentos para que nos sintamos orgullosos de él. Que nos ayude.
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