Antonia Céspedes se asomó al espejo y no pudo reconocerse; le preguntó a su hijo quién era esa extraña mujer que se reflejaba y que ella desconocía.
Así comenzó a preguntarse por todo: por su madre que había muerto hacía años, por su hijo que no venía a verla aunque vivía con ella, por si era de día o de noche. Todo se había desordenado, ninguna pieza de su memoria encajaba con otra. Fue olvidándose hasta de ella misma pues era incapaz de encontrarse en las fotos de toda una vida en la que ella era la protagonista.
Mi amigo me hablaba de su madre sin poder evitar las lágrimas, sin poder expresar la impotencia por no poder acompañar a su madre en esa noche oscura en la que se borran los caminos y nos perdemos sin saber que nos perdimos.
Cuando llegué a Ceuta, y de esto hace 21 años, tuve un compañero extraordinario. Había sido miembro del tribunal de oposiciones en el que gané la plaza de profesor de Filosofía.
No lo recordaba, pero enseguida me hizo memoria de esos días, me abrió sus brazos y fuimos compañeros y amigos durante varios años.
Nestor era un hombre sabio, querido por todos: prudente, comedido, callado en ocasiones, sabedor de cómo resolver cualquier conflicto con el diálogo, la razón y esa calma que le salía del alma.
Charlábamos de todo: política, economía, educación y, aunque discrepamos, siempre llegaba a convencerme por su manera de enfocar los temas. Pasé horas, días, meses, años deseando encontrármelo para hablar, para estar seguro y tranquilo de poder expresar todo lo que sentía, para contarle mis dudas, mis miedos y escuchar esa voz reconfortante, ese faro para navegantes que recorre el mar rielando sobre las aguas.
Nestor me hizo parte de su familia en una generosidad indescriptible: conocí a Marisa, su mujer, a sus hijas.
Comía en su casa de cuando en cuando mientras desde la terraza la vista era azul entre el cielo y el mar que se juntaban en el horizonte.
Marisa también era docente, trabajadora incansable, valiente, decidida pero con un halo de ternura que la envolvía su aparente firmeza.
La jubilacion de Nestor fue de las más concurridas que recuerdo. Los aplausos y los abrazos se apoderaron del restaurante como si fuera una ola de agradecimientos.
Yo seguí unos años más en el Siete Colinas hasta que decidí empezar de nuevo en el Camoens.
Veía a Nestor y a Marisa pero el trabajo, la falta de tiempo hizo que nuestros encuentros fueran cada vez más distanciados.
Una tarde me comunicaron que Nestor tenía Alzheimer en una fase incipiente y que Marisa tampoco andaba muy bien de salud.
Me costaba volver a verlos, no podía imaginarme a mi amigo, a mi compañero que no me recordara, que no supiera todo lo que habíanos vivido. Pero hay algo extraño que nunca desaparece, es la profundidad de las emociones, los besos, las miradas que se adentran misteriosamente en el lo más recóndito de nuestro cerebro.
Veo a Marisa más fuerte que nunca, más luchadora que nunca, resolutiva, sin añadir ni un ápice de deseperanza.
Los encuentro paseando, tomando café en cualquier plaza y rodeados de amigos.
Marisa es una brisa imparable. Las circunstancias, los avatares, las derrotas no existen en ella. No hay lugar para ello porque cualquier lucha que se puerde es la que se abandona.
Marisa y Nestor se sujetan como las enredaderas que crecen en los árboles.
Escribir sobre ellos era una deuda que el nudo en la garganta no me permitía pagar.