Opinión

El inviable derecho a no ser concebido

Quienes somos personas normales no tenemos más remedio que asombrarnos, quedar perplejos y estupefactos de la cantidad de necios y desnortados que hay por metro cuadrado, que se empeñan en poner el mundo al revés. Un tal Rafhael Samuel, de 27 años, hindú residente en Mumbay (India), para llamar la atención del mundo, no se le ocurre otra solemne tontería que anunciar que “ha denunciado a sus padres, con abogado incluido, por haberlo procreado sin su consentimiento. Según dice: “Los nacimientos son comparables a la esclavitud y al secuestro, porque los padres traen a la vida a sus hijos sólo por alegría y placer. Y luego los hijos tienen que sufrir las tribulaciones de la vida al tener que estudiar y trabajar”; añadiendo que va a crear con otros una asociación “antinatalista” para “concienciar al mundo de que el nacimiento de los hijos es una locura contraproducente que supone una carga para ellos y el planeta, que acelera el proceso de degradación social y ambiental. Los padres son hipócritas y chantajistas, y no les debemos nada”. Hay un sinfín de sólidos argumentos y poderosas razones que oponer de contrario a semejante estupidez, tanto de orden jurídico, religioso, social, científico, filosófico, etc, pero necesitaría todo el periódico para exponerlos. De entrada, considero que esa forma tan egoísta de pensar de estos jóvenes refleja una falta de educación que quizá no hayan sabido inculcarles sus padres en los principios y valores morales de la familia. Pero también la culpa es imputable a la vida tan materialista que hoy la sociedad protagoniza, que tampoco sabe educarles, ya que hoy apenas se educa desde la familia, ni en la escuela, ni en la universidad sobre valores esenciales de la familia, la vida, la ética y la moral, que enseñan a hacer el bien y evitar el mal. En las antiguas civilizaciones griega y romana, cuna de la democracia occidental, la mejor escuela se tenía en el “paterfamiliae” romano y en consejo de ancianos griego, que ocupaba la cúspide jerárquica de la sociedad. En la familia nuclear extensa (padres, abuelos y nietos), reinaban el cariño, el respeto y el buen consejo entre las tres generaciones. Por el contrario, hoy a los abuelos, que tan necesarios son para los nietos y éstos para aquéllos, con frecuencia se les tiene por un estorbo que hay que obviar como se pueda, internándolos en alguna residencia, alejados del calor y cariño familiar. Quizá no sea ajeno a ello que en demasiadas ocasiones los medios nos informen de trágicas noticias, como que haya hijos que sean capaces de matar a sus padres, o que también haya padres a los que no les repugne su conciencia de matar a sus hijos, porque la vida hoy apenas vale nada, se vive deshumanizadamente y lo mismo se maltrata que se mata a las mujeres, que se les viola, al igual que a los niños, o que se abandona a los abuelos que siempre fueron fuente inagotable de respeto, sabiduría y escuela de buena educación. Desde el punto de vista jurídico, el artículo 5 de la Declaración Universal de Derechos Humanos, proclama: “El valor supremo de la vida del concebido debe ser el principio rector de quienes tienen la responsabilidad de velar por su desarrollo integral. El artículo 15 de nuestra Constitución: “Todos tienen derecho a la vida”. El artículo 29 del Código Civil: “El nacimiento determina la personalidad; pero el concebido se tiene por nacido para todos los efectos que le sean favorables, siempre que nazca con las condiciones que indica el artículo 30: “La personalidad se adquiere en el momento del nacimiento con vida, una vez producido el entero desprendimiento del seno materno”. Para nada estos textos recogen que los padres deban pedir permiso a los hijos para que éstos nazcan, porque ese derecho no existe. Eso es un antiderecho. Pero, aun en el absurdo supuesto de que existiera, sería imposible que los padres pudieran pedir permiso al “nasciturus”, porque el concebido ni es persona hasta que nace, ni tiene raciocinio ni capacidad para dar su consentimiento. Aunque aquí, por razón del territorio y la nacionalidad, habría que estar a la normativa hindú, que no será muy dispar de la española. Resultando completamente inviable e imposible que pueda prosperar el derecho a “no nacer”, invocado por este fenómeno hindú. Muy por el contrario, es a los padres a los que les asiste el derecho de tutela y de protección para decidir por el concebido no nacido, asistiendo a éste la expectativa de derecho de herencia o cualquiera otro derecho que pueda favorecerle, si llegase a nacer. Y también es paradójico, contradictorio y refutable que los hijos imputen a los padres la culpa de haberles traído al mundo sólo para su “alegría y placer”, cuando luego son esos mismos hijos “antinatalistas” quienes pretenden no nacer para librarse de tener que trabajar y estudiar, siendo esto último lo que en realidad repudian, porque no estudiando ni trabajando, podrían luego ellos dedicarse a ejercer la misma “alegría y placer” que falsamente imputan a los padres. En el aspecto religioso, la vida humana es un regalo que Dios confía a los padres. Desde los más remotos orígenes, existe el mandato divino de “creced y multiplicaos”, que confiere una altísima dignidad y una promesa de eternidad. La vida humana es sagrada porque tiene su origen divino. Los padres transmiten la vida, siendo ese el principal fin de su unión. Y, como confirma la genética actual, en el momento en que el óvulo es fecundado por el espermatozoide es cuando empieza la aventura de la vida de un nuevo ser humano que ya tiene su propia identidad biológica única e irrepetible que irá desarrollando sus potencialidades. Fíjense cómo se comportan los animales sólo por propio instinto de reproducción, que a veces hasta son más tiernos y protectores con sus hijos que quienes nos llamamos racionales. Entre ellos, rara vez el macho viola o agrede sexualmente a la hembra, absteniéndose de copular hasta estar ella receptiva. La nueva vida humana creada posee una dignidad intrínseca a su naturaleza y un inestimable valor independiente de cualquier consideración subjetiva. El acogimiento de los padres de un nuevo ser, incluso en las circunstancias más difíciles, es capaz de sacrificarse ilimitadamente no sólo para su “alegría o placer”. La madre, acoge normalmente en su seno al ser concebido, incluso ante un embarazo inesperado y quizás no deseado, pese a los inconvenientes y el sacrificado que ello pueda suponerle, porque toma al ser concebido como parte de ella misma y sangre de su propia sangre, y porque con su maternidad está cumpliendo con su altísima vocación para la cual la mujer fue creada: amar y crear. De hecho, la experiencia demuestra que muchísimos embarazos no deseados, dejando nacer al hijo, se transforman en gozosas maternidades. Para la mujer, ser madre es una oportunidad sublime, porque le permite desarrollar un aspecto esencial de sí misma: la maternidad. Tener un hijo responde a una llamada inscrita en el propio ser femenino: la aspiración de su alma de poder traer a la vida, junto a su pareja, un nuevo ser, que su estructura psíquica le inclina a acoger esa vida, y su misma constitución física y su organismo están dispuestos naturalmente para la concepción, gestación y parto del niño como fruto de su unión. Vive así la experiencia de la maternidad que llena de alegría y de sentido las vidas de millones de mujeres, porque la maternidad convierte a la madre en la verdadera esencia de la feminidad. Traer un hijo al mundo por amor, es para la pareja motivo de felicidad e íntima satisfacción, con la que ambos alcanzan la plenitud de su función más importante: procrear. Con ello la pareja, normalmente, culminará la realización de su máxima ilusión, volcándose ambos en poner la mayor entrega, cuidados, protección y mimos en su crianza y desarrollo para que a su hijo no le falte nada y pueda criarse fuerte y sano, contento y feliz hasta poder él mismo ser útil y esencial a la sociedad, sin importarles a los padres los grandes esfuerzos y sacrificios que para ello tengan que hacer; mientras prosperando la tesis “antinatalistas” y nadie naciera, la especie humana se extinguiría y no habría vida humana. Nací en 1942. Viví en mi infancia los años llamados “del hambre”. Me crié en el seno de una familia humilde, con bastantes carencias y precariedades. Pero, aun así, tuve la suerte de estar siempre bien cuidado y alimentado gracias a los esfuerzos y sacrificios que tuvieron que hacer mis padres para poder sacarnos adelante a los cuatro hermanos. Hasta los 18 años no pude iniciar el bachiller y después desarrollar mi trayectoria académica universitaria, que tuve que costearme alternando los estudios con el trabajo. Y para mí –como creo que para los demás – formarme culturalmente, poder trabajar y crear una familia, lejos de ser una tribulación o un trauma, me proporcionaron la más íntima satisfacción y la mayor felicidad. Nos enseñó el gran filósofo Ortega y Gasset: “Yo soy yo y mis circunstancias”, porque decía que en las circunstancias de toda persona necesariamente han de estar presentes su “proyecto” y su “misión histórica”. La vida –nos dice - “no se nos da hecha, sino que necesitamos hacérnosla cada cual la suya”. Es decir, cada persona lleva implícito el ineludible deber de estudiar, trabajar y sacrificarse para labrarse su porvenir. ¿Cómo alguien puede pretender no nacer para no tener que estudiar y trabajar?. Tener unos padres que nos dieron la vida y nos criara es una bendición y mucho más serio que lo que tan irresponsablemente pretenden esos “antinatalistas”. Sin esfuerzos, no se puede alcanzar ninguna meta. Creo que el hindú Rafhael Samuel ha hecho el “indio” denunciando a sus padres. Eso sí que es una locura, una barbaridad y una aberración. Pues, en desagravio de quienes somos padres, me permito reproducir un modesto poema que en vida de mis padres, hace unos 20 años, les dediqué al final de una conferencia dada a los mayores en el Hogar del Pensionista de mi pueblo, Mirandilla, a petición del entonces alcalde: “Mis padres un día me trajeron a la vida/de ellos fui su primera criatura nacida/fruto de su unión por Dios bendecida/y de una ilusión con su amor concebida/Sangre de su sangre en mis venas llevo/unidos a mi nombre sus apellidos tengo/soy rama que de su mismo tronco vengo/que de ellos brotó en árbol extremeño/Por mí se sacrificaron muchas veces/y sé que sufrieron un dolor muy fuerte/al ver a su primer hijo de pocos meses/que me debatía entre la vida y la muerte/Cuántos desvelos y malas noches les di/cuántas veces mi madre rezaría por mí/cuánto sueño pasarían para poderme dormir/ y qué buenos cuidados de ellos recibí/ Cuánto calor y cariño me dio mi madre/ y con cuánta pasión ella todavía me atiende/ con ese amor tan verdadero y grande/ que sólo una madre por un hijo siente. Mi padre nos dio los mejores ejemplos a imitar/su único vicio fue honradamente trabajar/para a sus cuatro hijitos podernos criar/ guiándonos al bien y alejándonos del mal/ Sólo cuando se llega también a ser padre/se sabe bien lo que a los hijos se quieren/ la enorme ilusión que ellos se pone/y el deseo de que bien situados se queden/Por eso no habrá otra ingratitud mayor/que la del hijo que tenga tan mal corazón/que de sus padres no se sienta fiel deudor/al menos para devolverle su cariño y amor/Y en la vida no habrá mayor satisfacción/que la de unos padres que ven con satisfacción/cómo los cuatro hijos nacidos de su unión/sienten hacia ellos/toda su gratitud y amor/ ¡Padres, alzad vuestra mirada al cielo/que habiendo sido para nosotros tan buenos/la gloria os espera en el paraíso eterno/el día lejano que Dios quiera recogeros!

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