Inquisición, agua y jabón

Hace unos días, leyendo un artículo de mi buen amigo y excelente investigador José Luis Delgado López sobre las actuaciones de la ·santa· Inquisición en Guadix y Baza, me quedé pasmado de estupor ante esta lejana y extraña noticia: una persona había sido condenada en Baza por lavarse.
Sí, por lavarse. Exactamente eso es lo que dice el artículo de José Luis Delgado, publicado el 17 de octubre del presente año en el periódico Granada Hoy. En el artículo no se precisaba en qué había consistido la condena, pero aun aceptando que la pena no hubiese sido la hoguera, en seguida me hice la terrible y, para mí, lógica pregunta: ¿Qué habrían hecho conmigo, si ahora hubiese Inquisición, y se enteran que en verano hay días que me ducho hasta tres y cuatro veces? Después, meditando en el tema, me acordé que la Iglesia, desde sus comienzos, siempre ha sentido un indefinible odio –santo odio, deben llamarlo ellos- hacia el agua y el jabón. El filósofo Bertrand Russell, que ha estudiado con detención el tema, en su libro ‘Por qué no soy cristiano’ cuenta la historia de un santo anacoreta que vivía en el desierto y se pasaba el día haciendo sacrificios y rezando. Se alimentaba gracias a una avecica del cielo que todas las mañanas le llevaba una hogaza de pan recién horneado y calmaba su sed en las aguas de una fuente que manaba en las inmediaciones de la cabaña o cueva en donde moraba el santo anacoreta. Él sólo utilizaba el agua para beber, pero un día, agobiado por el calor de las arenas caldeadas por el sol del desierto, se atrevió a lavarse y refrescar un poco sus abrasadas carnes. Inmediatamente la fuente cesó de manar agua y el avecica del cielo, que todos los días le llevaba la hogaza, ese día olvidó visitarlo. El santo varón comprendió al instante que había pecado, utilizando el agua para algo que no había sido creada. Sólo después de grandes sacrificios y prometerle a Dios en todas sus oraciones que jamás utilizaría el agua para otra cosa que no fuese beber, volvió a manar la fuente y el avecica del cielo reanudó sus visitas. Este cuento corrió a lo largo de la Edad Media por todos los países de la cristianad y fue pródigamente repetido desde el púlpito por curas y frailes. Incluso se hicieron copias del mismo con ligeras variantes. Esa es precisamente la razón de que tal cuento haya llegado hasta nosotros. La leyenda, como muy bien explica a continuación Bertrand Russell, no puede ser más expresiva de la posición de la Iglesia respecto al agua.
En otro libro más extenso e importante, su monumental ‘Historia de la Filosofía’, Bertrand Russell vuelve a tocar el tema de la Iglesia Católica y su odio al agua y al jabón. En la página 424 dice lo siguiente:
La limpieza (está hablando de curas, frailes y monjas) les daba horror. Los piojos fueron llamados “perlas de Dios” y eran signo de santidad. Los santos y las santas se jactaban de no haber usado nunca el agua para lavarse los pies, excepto cuando tenían que cruzar el río.
Enredado a tan esmerado aseo surgió una expresión que, rodando a través de los siglos, de generación en generación, ha llegado hasta nosotros: “olor de santidad”. Se decía del olor que despedía el cuerpo de los santos a la hora de su muerte. “Vivió y murió en olor de santidad”, era un tópico muy repetido en la biografía de cualquier santo. No es necesario hacer grandes esfuerzos de imaginación para adivinar en qué consistía tal olor. Como ocurría que, cuanto más santos eran más perfume exhalaban, muy pronto cundió por todo el orbe cristiano la expresión. Parece evidente que, lo mismo que ahora, cuando oímos decir “olor a nardos” u “olor a jazmines”, todo el mundo comprende al instante en qué consiste dicho perfume, entonces el olor de santidad también tenía su estímulo de comprensión de olor santamente enemistado con el agua y el jabón.
Fue precisamente ese ancestral odio al agua el que hizo que, poco después de la conquista de Granada, la reina Isabel la Católica, sin duda aconsejada por Torquemada, Cisneros y otras eminencias parecidas, diera orden de cerrar y destruir todos los baños públicos del reino de Granada, incluidos todos los pueblos. Eran una incitación a la molicie y el pecado. Esto explica que en el artículo de mi amigo José Luis Delgado no aparezca en ningún momento el verbo bañarse, sino el más cotidiano y asequible de lavarse. ¿Dónde se hubiera podido bañar aquel condenado de la Inquisición si no quedaba un solo baño en todo el antiguo reino de Granada? A nuestro sufrido mártir de la limpieza sólo le quedaba el atenuado consuelo de lavarse en una humilde palangana e incluso eso le estaba prohibido. Condenado por lavarse. Así consta en los archivos que los escribanos del Rey y de la Inquisición nos han dejado para advertencia y escarmiento de las generaciones futuras.
Necesariamente tengo que terminar estas líneas con un decidido y sincero elogio al agua y al jabón, mis queridos y gratísimos amigos de siempre, y, por más que les pese a inquisidores, papas y reyes, también aprovecho para expresar toda mi admiración y reconocimiento a este lejano y olvidado bastetano, eximio mártir de la limpieza, del que ni siquiera sé su nombre ni la pena que un inquisidor infame le impuso por el “enorme delito” de lavarse.

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