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¿Distingue usted una boñiga de un cagajón?

No, amable lector, la pregunta no tiene trampa. Eso sí, no es una pregunta muy común. Al menos por estos pagos. Pero me temo que pocos estarían en condiciones de contestarla con éxito. Para ello, claro, se tendría que tener un conocimiento meridiano de lo que es una boñiga y de lo que es un cagajón. Y, por otra parte, ¿estaría usted en condiciones de distinguir entre un rendajo y un jilguero? Acaso esta otra pregunta sea un tanto más fácil de responder, sobre todo, si es usted veterinario, cazador o, simplemente, amante del mundo de los pájaros. Pero no, no demasiados serían capaces de distinguir el uno del otro. Yo confieso que soy incapaz de distinguirlos. Pues bien, Daniel con sus once años es capaz de ambas cosas. Bien es cierto que Daniel nació y vive en un medio rural. Así cualquiera, dirá usted amable lector. Pero, asómbrese, Germán, un amigo de Daniel, no sólo era capaz de distinguir físicamente ambos pájaros, sino que era capaz de acertar quién es quién cuando cantan en el bardal. Pero, bueno, lo de Germán no tiene nombre con respecto del conocimiento que tiene de las aves. Incluso el bueno de Germán sabía que las perdices al volar hacen “Prrrr” y no “Brrrr”, como se empeñaba en sostener Daniel. Hasta tal punto el mundo de los pájaros no tenía secretos para Germán, tan sólo un año mayor que Daniel, que le explicó a éste que los rendajos tienen unas condiciones canoras tan particulares que pueden imitar los gorjeos y silbidos de toda clase de pájaros. Y los imitan tan bien, decía Germán, para atraerlos y devorarlos luego. Este Germán era increíble en cuanto a pájaros se refería. Pero, es más, las calvas que lucía Germán en su cabeza, decía él que se las había producido al estar en contacto con un pájaro. Por eso Daniel y Roque, sus amigos entrañables, le llamaban el Tiñoso.
Pero Daniel tiene un problema, y no pequeño. Su padre quiere enviarlo a la ciudad para que progrese. Bueno, en realidad, lo que el padre de Daniel quiere es que Daniel estudie el bachillerato y después vaya a la Universidad. ¡Uf!, ahí es nada para nuestro pequeño Daniel. Él se hace estas cuentas: si el bachillerato dura siete años y la Universidad otros tantos, por lo menos, ¡qué caray!, catorce años son muchos años para aprender sea lo que sea. ¡Catorce años!, ahí es nada. Daniel tiene ahora once y catorce más son ¡demasiados! Él dice que sabe leer de corrido, escribe para hacerse entender y sabe aplicar las cuatro reglas, que pocas cosas más pueden caber en un cerebro normalmente desarrollado, por eso, ¡catorce años! es para volverse loco. Daniel dice, asimismo, que tanto perder el tiempo en el bachillerato y en la Universidad para, al final, no saber distinguir entre una boñiga y un cagajón, o no ser capaz de distinguir un rendajo de un jilguero. La vida es así de rara –suele decir Daniel–, absurda y caprichosa. El caso es trabajar y afanarse en las cosas inútiles o poco prácticas. Todo eso lo piensa Daniel desde el fondo de sus once años. Pero, en realidad, visto así, a Daniel no le falta, en cierto modo, razón. Más aún, Daniel se suele fijar en Ramón, el hijo del boticario, que  estudia leyes en la ciudad y que cuando viene al pueblo, todo empingorotado como un pavo real, mira a todos por encima del hombro, incluso se permite el lujo de corregir las palabras que don José, el cura, que es un gran santo, pronuncia desde el púlpito. Eso sí que no le gusta a Daniel. A este respecto, Miguel, que es quien me escribe la historia de Daniel y de sus amigos, me dice que antes de esa edad, la de Daniel, los ojos no sirven para constatar las cosas palmarias y cuya simplicidad, más tarde, nos abruma. Nada más cierto.
La noche antes de su marcha a la ciudad, me hace saber Miguel que Daniel no pudo pegar ojo. Es más, le dijo que había estado pensando toda la noche en los acontecimientos de su corta vida, y en los vecinos del pueblo: don José, el cura, Andrés, “el hombre que de perfil no se ve”, Quino, el Manco, Cuco, el factor, Pascualón, el del molino, don Ramón, el alcalde, Antonio, el Buche, Las Lepóridas, don Antonino, el Marqués, Mica, la hija del Indiano, las hermanas Guindillas, Sara, la hermana de Roque, Paco, el herrero, la pequeña pecosa “Mariuca-uca”, Moisés, el Peón, el maestro, Rita, la Tonta, madre de Germán, y, sobre todo, en sus dos grandes amigos en Germán y en Roque.  Desgraciadamente, Germán, el Tiñoso, se abrió la cabeza en una caída que sufrió en El Chorro cuando intentaba apedrear a un “tonto de agua”, como se les llama en el pueblo a las culebras de agua. Era tanto el amor que Germán sentía por los pájaros que Daniel le metió, subrepticiamente, en el féretro un tordo que había cazado. Cosas de Daniel, me escribe Miguel, que los conocía muy bien a todos los del pueblo, sobre todo, a Daniel, el Mochuelo, a Germán, el Tiñoso y a Roque, el Moñigo.  Desde esa noche en vela, Daniel empezó a perder la fe en la perennidad de la infancia –me lo recuerda, otra vez, Miguel–, es decir, estaba empezando a crecer, empezaba a abrirse al mundo de los adultos, aunque él no se diera cuenta.

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