Acabamos de conocer la sanción millonaria a las navieras. Y el común de los mortales sonríe. Sonríe porque quien más quien menos ha sufrido eso de las terribles travesías que duran lo indecible, eso de los horarios que se cambian por sorpresa, eso de las pérdidas de enlaces porque de repente ha surgido una avería y la compañía nos avisa de la cancelación. Estamos sometidos al imperio de las grandes empresas que hacen lo que quieren con los usuarios. Lo hacen porque siempre se han sentido apoyados por los grandes poderes y nosotros nos convertíamos en pequeñas víctimas de esos titanes. Así nos ha ido a lo largo de los años. ¿Se acuerdan cuando nos tenían días enteros sin salir por los temporales?, ¿cuándo se permitían el lujo de aislarnos y, por qué no decirlo, jodernos las Navidades? Porque, acuérdense, siempre aparecía la pesadilla en Nochebuena o en Fin de Año. Y por aquel entonces nadie presionaba para que esto cambiara.
Pero miren por dónde que las cosas van cambiando y las quejas de los consumidores van haciendo mella entre las instituciones. Esta historia no sabemos bien cómo terminará. Si al final existirán los recursos judiciales para que las navieras reciban la bendición y al final no paguen. Si al final el anuncio de Competencia se quedará en eso: en una portada que un día leímos en el Kiosco pero que nunca se aplicó. Si al final quedará en un escarmiento verbal. Sea así o no el hecho es que el ciudadano ha ganado la batalla, porque ha plantado cara al sistema; porque ha gritado y se le ha hecho caso; porque ha enseñado los dientes; porque, sencillamente, ha pedido que el servicio sea digno; porque no es un náufrago en el Estrecho.
¿Derechos? Los tenemos. A esto y a más, porque el sometimiento no es bueno, porque la imposición no es libre mercado, porque en esta autopista del Estrecho quedan muchos obstáculos que superar.