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¿Cuánta inmigración podemos permitirnos?

Toda la argumentación sobre las bondades de esta inmigración masiva está cimentada sobre una premisa engañosa que tiene apariencia de verdad, pero no es más que un sofisma para encubrir una mentira aplastante que no se sostiene, que no resiste una mirada crítica. Lo más insultante resulta, quizá, el intento de encuadrar estas invasiones en un espacio de normalidad, de naturalidad. El silencio del sistema y los secuaces que lo mantienen y sostienen: casta política parasitaria, partidos políticos, sindicatos, iglesia y sus acólitos, obispos y Cáritas, ONG, leyes-mordaza, la prensa vendida y entregada a este sistema infame, ya sea de papel, radio o televisión –hay una especie de omertá de los medios de comunicación–, y los apóstoles enfebrecidos del propio sistema, todos ellos, han levantado un muro de silencio para esconder la perversidad de esta inmigración masiva e invasiva, africana y asiática, que se nos ha venido encima desde hace veinte años acá. El mayor logro del sistema es que nos hayamos acostumbrado a que nuestras fronteras sean violadas constantemente por una marabunta de africanos y asiáticos y que no pestañeemos siquiera. Ése ha sido, en verdad, el éxito de los secuaces que apoyan este sistema corrupto, infame y traidor. Nada se dice de la peligrosidad de esta invasión, tan sólo bondades. En Europa no se había vivido una situación tan peligrosa desde los Sitios de Viena, de 1529 y 1683, por las tropas otomanas.
Lo realmente extraño es que los españoles siguen aceptando, callados como cabrones, esta invasión. Siguen creyendo a los que les vienen engañando desde hace veinte años sobre la necesidad y la bondad de estas invasiones africanas y asiáticas. Bajan la testuz, como el buey, para que les unzan el yugo. Los españoles, en su mayoría, se comportan como lacayos, como siervos de la gleba, están a lo que la casta política y demás secuaces del sistema quieran hacerles. Han perdido su dignidad y su virilidad como pueblo y como nación. Se sienten perdedores y se han entregado en cuerpo y alma al sistema y a estas invasiones tercermundistas sin rechistar. Los ciudadanos españoles (y acaso los europeos) se han convertido en rebaños humanos carentes de espíritu crítico. El pueblo español se comporta como una masa ingente de borregos. No se atreve a ir contracorriente por el qué dirán. Prefiere que se hunda su país de más de medio milenio de historia moderna, antes de elevar su voz para denunciar este corrupto sistema y a los secuaces que lo mantienen y sostienen. Esta sociedad se ha convertido, en efecto, en una sociedad dócil al sistema.
Pero la pregunta que encabeza estas líneas exige una respuesta de inmediato. ¿Cuánta inmigración podemos permitirnos? ¿Dónde colocar el límite? ¿Cuánto Estado de bienestar estamos dispuestos a entregar a estos invasores? No se olvide que ese Estado de bienestar ha sido construido peseta a peseta para que, ahora, esos inmigrantes ilegales lo tomen al asalto. El derecho a la salud y a la vivienda y a la educación son únicamente de los españoles y no de cualquiera que haya entrado violando las fronteras de nuestro país. Nuestro Estado de bienestar a cambio de qué. ¿Qué están dispuestos a ofrecernos esas turbas que asaltan impunemente nuestro país? ¿Quién debe responder estas preguntas? Supongo que los llamados a ello serán los corruptos que mantienen y sostienen el sistema. Pero, no, esos están callados porque este podrido y corrupto sistema les beneficia. Los políticos, mientras tanto, miran para otro lado y siguen hablando del timo del multiculturalismo y de países multiculturales. Hay que estar loco o ser un mentiroso empedernido para confiar en esta infame casta parasitaria española.
Todo este proceso de subversión ideológica y de alienación del ciudadano se ha producido en cuatro etapas, dadas a conocer, en los ochenta, por el desertor ruso de la KGB Yuri Bezmenov, conocido en Occidente como Tomas David Schuman: desmoralización, desestabilización, crisis y normalización. Ahora nos encontramos en la última etapa. Después de que el sistema haya desmoralizado, desestabilizado y haya sumido al ciudadano en una crisis de identidad, la última etapa –normalización– le ha hecho ver que lo que está sucediendo en nuestro país: corrupción, mentiras, traición, inmigración masiva, suelta de asesinos y violadores y terroristas, consumismo feroz, etcétera, es normal. He ahí por qué el ciudadano es incapaz de reaccionar ante las tropelías que se suceden delante de sus ojos. Todo forma parte de un plan bien estudiado y mejor llevado a la práctica por los secuaces que apoyan este sistema corrupto.
Así, llegados a este punto, aparecen individuos, entre otros, como el diputado comunista por IU, Ricardo Ríos. Sus declaraciones son un cúmulo de despropósitos y de odio a su propio país y de entreguismo a las masas invasoras africanas. Dice el tipo que la frontera de Melilla debe “humanizarse”, que “la solución no es poner más problemas encima de la valla” y que frenar las entradas es “cruel”. El colmo de la estupidez de este tipo es cuando dice que el Gobierno debería “humanizar” la frontera y que los subsaharianos que viven en Marruecos deberían también beneficiarse de “las ventajas de la permeabilidad que tiene la frontera para los ciudadanos marroquíes y melillenses”. Difícilmente se puede razonar así “en seco”. Este individuo no debe estar en sus cabales, debe de tener problemas para ver la realidad o, acaso, su ideología comunista le haya nublado el raciocinio. Ya lo dice el proverbio chino: “No hables con el necio, te rebajará a su condición, y allí te ganará, pues tiene más experiencia”. ¡Qué verdad! Todo se explica, sabiendo que esa canalla ideología comunista esta hermanada, desde un principio, con la masonería y con el sionismo.
Pero lo cierto, y verdad, es que cómo será España y Europa en los próximos veinte años, dependerá de nuestra conducta, de nuestras opiniones y de nuestras acciones en el presente. Téngalo en cuenta, amable lector.

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