Los contratos públicos han sido el instrumento por excelencia para inocular el virus de la corrupción masiva en las administraciones públicas y la política en general.
Los grandes contratos han servido para financiar a los partidos hasta la obscenidad, y para generar infinidad de fortunas indecentes de avispados cuatreros que han arruinado moralmente el sistema democrático. Pero existe otra modalidad de corrupción, no tan llamativa, pero igual de extendida y dañina, que podríamos denominar "pillaje", y que tiene su caldo de cultivo más fructífero en los contratos menores. Nuestra Ciudad no sólo no es una excepción, sino que probablemente estemos a la cabeza de una hipotética clasificación.
La gestión de los contratos menores (18.000 euros para servicios y suministros y 50.000 euros para obras) no se encuentra muy encorsetada por la legislación aplicable. El rigor en este tipo de procedimientos no descansa en imperativos legales, sino en la eficacia de la maquinaria administrativa. El fundamento de tan arriesgada opción es dotar a la administración de suficiente agilidad para servir mejor al ciudadano. De este modo, la elección del mejor contratante, y el mejor precio, quedan en manos de los controles internos. Se estima que con ello es suficiente. La realidad dista mucho de tan nobles propósitos. Lo que ha sucedido es que con el paso de tiempo, se ha ido tejiendo, entre perversas complicidades, una portentosa red clientelar, sostenida por la corrupción, de manera que los contratos menores se suscriben siempre con las mismas empresas, sin justificación alguna, y a precios desorbitados muy por encima de los que paga cualquier particular en el mercado por idénticos artículos, obras o servicios. Cuando las cuentas no salían, se acudía al plan "b", que no es otro que "fraccionar el contrato" de manera fraudulenta hasta ajustarlo a las cantidades permitidas. Tanto políticos como funcionarios (aunque evidentemente, no todos) se han ido acomodando a una situación que les proporciona pequeños regalos o dádivas (consumos gratuitos en los mismos establecimientos o atenciones para mantener "contentos" a los responsables de la contratación), que aunque no sean cuantitativamente escandalosas, no dejan de ser interesantes para una economía doméstica; y que no conlleva riesgo alguno, pues no en vano, se trata de "hacer lo mismo de siempre". Esta práctica, aparentemente tan inocua, produce tres efectos a cual más demoledor. Uno. Quiebra el principio de igualdad de oportunidades. La contratación del Ayuntamiento queda blindada por un reducido número de empresarios que cierra el paso a nuevos emprendedores. Dos. Supone una aceptación institucional de la corrupción como comportamiento social. Todo el mundo es consciente de este fenómeno, pero el Gobierno lo ampara y protege, cuando no alienta y utiliza. Tres. Por último, supone un drenaje muy considerable de fondos públicos (cálculos más que fiable lo sitúan entre el 40 y 50 por ciento de las partidas afectada) que, en lugar de atender las necesidades (muchas de los ciudadanos), terminan en bolsillo agradecidos (excesivamente agradecidos).
El abuso hasta la exageración de estas prácticas corruptas (contratos de la Feria de Día como exponente suficientemente ilustrativo), en un tiempo marcado por la austeridad y la pobreza, llevó a un intento de acabar con esta repugnante situación. Fue una iniciativa de los funcionarios del servicio de intervención (mudos testigos privilegiados de la sarracina que se estaba produciendo), secundados políticamente por Caballas y, en principio, por el propio Gobierno. Fruto de ello se introdujo en las bases de ejecución de los presupuestos, un precepto que obliga a sacar a subasta pública todos los contratos de importe superior a los quinientos euros. Así se hace desde principios de año. El resultado es extraordinario. Los procedimientos son limpios, públicos y transparentes. Y el ahorro económico brutal.
Como consecuencia inmediata, todos los empresarios, políticos y funcionarios afectados, se han revuelto con virulencia exigiendo la vuelta al estatus quo que tanto bien, y durante tantos años, les ha reportados. Unos se han envuelto en la bandera de Ceuta (alegando que ganarán las subastas las empresas foráneas, a pesar del desmentido explícito de este argumento por los propios hechos) para revestir de dignidad no lo que no es sino la defensa a ultranza de un suculento negocio propio; y otros en el principio de "agilidad administrativa", que no es sino la excusa de vagos o corruptos para no hacer las cosas bien.
El Gobierno de la Ciudad, como siempre que se encuentra en una encrucijada entre principios e intereses, se decanta por los intereses (lo suyos), en esta caso, electorales. Ya los contratos no saldrán a pública subasta. Aunque como medida estética (esto lo cuida mucho Juan Vivas), han ideado un sistema alternativo que pretende promover la igualdad de oportunidades de los empresarios de Ceuta, gestionando los procedimientos desde las catacumbas y por los mismos de siempre. Definitivamente, parece que la honradez es un atributo imposible en esta Ciudad.