EA través de la Revista local GRADA, que se publica en Valdelacalzada (Badajoz), he sabido hace unos días de un homenaje, “in memoriam”, tributado en dicha localidad, al que durante 40 años fue su cura párroco de la iglesia La Sagrada Familia, Don Crescencio Fernández Utrero, nacido en Fuente del Maestre, en 1926; ordenado sacerdote el 11-06-1950 y fallecido el año 2000; habiendo también sido antes cura párroco de la iglesia de Santa María Magdalena de Mirandilla, mi querido pueblo.
Fue el 20 de enero de 2025, cuando la comunidad parroquial de Valdelacalzada, agradecida a dicho sacerdote, por haber sabido integrar, cohesionar y ayudar a sus vecinos en la fundación y desarrollo de esa nueva localidad, que fue construida allá por la década de los años 1950 para acoger a cientos de personas llegadas desde los más diversos orígenes y procedencias. Y el empeño y buenos deseos de Don Crescencio, era ayudar y atender a fundar los entonces llamados “Nuevos pueblos del Guadiana”, promoviendo y fomentando, una gran obra social y abriendo las puertas, con impulso y autoridad, apoyándose solamente en el reconocimiento y autoridad que entonces confería vestir una simple sotana, cuando el que la llevaba lo hacía con corazón, cabeza y firme determinación, en aquellos difíciles momentos en que numerosos trabajadores, gente pobre y necesitada procedente de diversos pueblos, acudieron en busca de ayuda y trabajo, que él a muchos les gestionó. Y es por ello, que aquella gente humilde y sencilla de entonces y sus hijos. o más bien quienes hoy son sus nietos, pues le han tenido muy en agradecimiento al sacerdote sus buenas obras a la hora de conmemorar el 25 Aniversario de su fallecimiento el año 2000.
"Conocí a don Crescencio siendo un niño de entre ocho y nueve años"
Conocí a don Crescencio siendo un niño de entre ocho y nueve años. Durante el ejercicio de su sagrado Ministerio sacerdotal en Mirandilla, allá por los años 1951-1958. Su familia estaba entonces formada por el padre, que al pobre le había sido amputada una pierna y se veía de sufrir con su discapacidad y secuelas, aunque siempre andaba entretenido en el amplio huerto que la Casa del Cura tenía, cultivando algunas verduras y hortalizas para el propio consumo. Su madre era una santa mujer, trabajadora y cariñosa. Habían tenido ambos cónyuges en común matrimonio cuatro hijos y una hija: Crescencio, Maximino, Inocencio, Luis e Isabel. Y creo que toda la familia se encontraba muy a gusto en Mirandilla, a la que la gente de mi pueblo acogió con exquisita amabilidad, porque Mirandilla siempre fue vivero fértil de gente buena y de vocaciones religiosas, como lo acredita que en la actualidad cuente con un Obispo en Madrid, D. Vicente Martín Muñoz, más dos vicarios en Extremadura: D. Francisco José Andrade y D. Jorge Sánchez Muriel, adscritos ambos a la Archidiócesis Mérida-Badajoz.
El sacerdote D. Crescencio, iba los sábados a las Escuelas Públicas a explicar el evangelio, que entonces dichos Centros de Primera Enseñanza estaban a cargo de los Profesores de Primera Enseñanza, D. Félix y D. César, ambos muy cualificados enseñantes, aunque con las limitaciones que la Enseñanza entonces tenía en los pueblos. Uno de esos sábados, cuando el sacerdote terminó de hacer su exposición del evangelio en la Escuela, nos sometió a los niños reunidos a una serie de preguntas para conocer la capacidad para asimilar su charla.
Y la primera pregunta que formuló fue: ¿Quién vino a predicar el evangelio a España?. Hubo varias pausas dubitativas de algunos niños, sin llegar a dar respuesta acertadas. Entonces, en mi caso concreto, que era de los niños más pequeños, creí conocer la respuesta, pero dado que entre los reunidos de ambas aulas había otros niños bastante mayores que yo, que no contestaban, esperé a responder hasta cerciorarme que al tercer intento tampoco nadie la dio; pero, ante la insistencia del cura en reformular la pregunta, ya, me apresuré a contestar, que “había sido el apóstol Santiago quien había venido a predicar el evangelio a España”, aunque pronuncié el nombre de éste con error de acentuación, y dije “Santiago apostolo”, sin acentuación y con la “o” final que sobraba. Todos los niños se rieron mucho de mí, pero, don Crescencio, les indicó que no se rieran, porque había sido el único que había contestado acertadamente.
El sacerdote me dijo entonces que fuera el siguiente lunes a verlo la Casa del Cura. Y allí nos informó a su hermano Luis y a mí, que seríamos los monaguillos que le ayudaran en la eucaristía, pero que informara antes a mis padres para que ellos me autorizaran. Él nos abonaría a los dos acólitos treinta pesetas al mes a cada uno (una peseta cada día). En mi caso, me puse muy contento, porque mis padres me daban los domingos una “perra gorda” (moneda de 20 céntimos de peseta), so pretexto de que tan pequeño no podía adquirir hábitos de gastoso. Una vez en casa del cura, nos dio una copia de las llaves de la iglesia, que debíamos por turno alternativo adelantarnos a abrirla a la hora de misa de alba, que eras a las 06,00 de la mañana, dándonos estrictas instrucciones para mantenerla abierta mientras los fieles concurrían a misa y después cerrarla sin que quedara nadie dentro. Aquello de tanto tener que madrugar, ya me dejaba a mí más preocupado, porque sabía que en la torre de la iglesia se refugiaban unas aves nocturnas llamadas “corujas”, que en la oscuridad siseaban igual que las personas cuando oían subir a alguien por la retorcida escalera de caracol, infundiéndonos temor a los niños de corta edad.
Recuerdo como anécdota que todas las mañanas a la misma hora pasaba por la puerta y alrededores de la iglesia un pescadero con un borriquillo con aguaderas, que iba pregonando la venta de pescado a la misma hora que se oficiaba la misa. El buen hombre, tenía la voz muy basta y algo deformada, y en cuanto empezaba a pregonar: “Y qué ‘jardinas y güenos besusgoss llevo hoy”. Al monaguillo Luis, el buen hombre le hacía mucha gracias oírlo de pregonar así, de manera que me miraba cuando ya estábamos en altar ayudando a misa y comenzaba a reírse; algunos fieles se contagiaban y se reían también. Y cuando finalizaba la misa, D. Crescencio nos lo recriminaba mucho en la Sacristía, porque decía, con sobrada razón, que eso era una ordinariez y una falta de respeto, porque durante el culto y siempre que se estuviese en el templo era obligado mantenerse en absoluto silencio, ante la presencia Dios en el Sagrario. Pero, como todas las mañanas se reproducía el mismo pregón del vendedor de pescado, pues ya comenzaron a contagiarse de las risas casi todos los fieles; de forma que, al final, también terminó por contagiarse en tan buen humor hasta el propio sacerdote.
Y, dejando ya aparte tales rasgos de humor, debo añadir que Don Crescencio conmigo no se pudo portar mejor y fue una excelente persona, a la que recordaré y estaré agradecido mientras viva. Me quería mucho como monaguillo, y también yo a él con el con el mayor respeto al sacerdote. De su propia iniciativa y voluntad, me enseñó música sacra y latín. Le entusiasmaba tocar y oír el órgano o piano, concretamente, música gregoriana, Creó en la iglesia un grupo muy nutrido de jóvenes de Acción Católica y otro de Catequistas, con el correspondiente coro de mujeres que cantaban durante la misa. Físicamente, era una persona fuerte y robusta, alta, con unos 25 años, apuesto, jovial y más derecho que una vela; siempre llevaba la sotana puesta y le gustaba mucho que los niños fuéramos a besarle la mano. Quería mucho a los niños. Recuerdo que, en una procesión en Mirandilla, el guardia municipal encargado de mantener el orden en las filas, corregía a algunos niños que hablaban en alto y se cambiaban de una acera a otra, y él terció diciéndole que no les riñera porque los niños eran los más inocentes y preferidos por Dios, cuando dijo: “Dejad que los niños se acerquen a mí, porque de ellos será el reino de los cielos”.
"Me consta que hizo bastante por la suntuosa iglesia de Mirandilla, mi pueblo, que está muy bien conservada y es uno de los mejores templos de toda la comarca de Mérida"
También era un magnífico orador, que cuando entonces predicaba desde el púlpito, parecía que se crecía mucho más y a los fieles se nos ponía el bello de punta, vibrando de emoción. Le gustaba mucho combatir las injusticias sociales y era tenaz defensor de las justas causas. Me consta que hizo bastante por la suntuosa iglesia de Mirandilla, mi pueblo, que está muy bien conservada y es uno de los mejores templos de toda la comarca de Mérida. Durante su misión, él se encargó de rehabilitar sus imágenes, de gestionar las correspondientes colectas para que se le echara nuevos suelos, que el anterior lo tenía ya muy deteriorado y de mejorar mucho todo su mobiliario e imágenes. Es preciosa y monumental, con un grandioso arco ojival, de estilo gótico, que antecede al altar y le da todavía mayor realce y vistosidad. Con su brillante oratoria, todo lo conseguía desde el púlpito.
Un día organizó con la mayoría de niños, niñas y jóvenes una excursión a pie, andando por el camino de El Carrascalejo hasta dicha localidad. Y andando sobre el camino, en breves minutos, compuso la siguiente canción que cantamos al llegar al pueblo: “Los niños de Mirandilla, illa, han venido de muy lejos, ejo, a rezarle a la Virgen del Camino, ino, que está en Carrascalejo, ejo”. Allí ofició una misa en altar en la que fui yo quien le ayudara como monaguillo. Quién me iba a decir entonces a mí que casi veinte años después ese sería el pueblo donde felizmente contrajera matrimonio.
Con todo, reconozco que don Crescencio, como persona y sacerdote, pues tuvo luces y sombras, virtudes, aciertos, defectos y errores como la mayoría de los humanos tenemos, y que todos en alguna medida también somos pecadores. En ese sentido, él era algo polémico cometiendo desmanes, cuya conducta y actos que quedaban enmarcados fuera del contexto de la rígida educación religiosa le imponía su sagrado Ministerio sacerdotal, y que, en algunos momentos, le acarreó algunos serios problemas por su liberalidad, aunque, en su caso, no siempre fuera él quien promoviera los desmanes.
Por eso, cuando ya fui algo mayor y tuve plena madurez y conocimiento de la realidad de la vida, siempre fui partidario de que los sacerdotes no practicaran el celibato y pudieran contraer matrimonio formando una familia cristiana que pudiera ser algo así como modelo ideal de vida espiritual y conyugal ordenada dentro del matrimonio, con plenos conocimientos prácticos para poder aconsejar desde dentro de las enseñanzas y virtudes del mismo sagrado sacramento que los Ministros de la iglesia confieren a las parejas que cristianamente contraen matrimonio. El celibato clerical, pese a estar recogido ahora en el canon 277 del Código de Derecho Canónico, creo que originariamente trae causa de una antiquísima costumbre que se vino adoptando desde tiempos inmemoriales, pero que hoy ya, parece quedar obsoleta y desfasada a la realidad de los tiempos.
Como quiera que con 16 años emigré de Mirandilla a Ceuta en 1958, y Don Crescencio también se marchó destinado como párroco a Valdelacalzada, pues ya perdimos el contacto. Sólo una vez que vine de vacaciones me encontré casualmente con él en Mérida por la calle de Santa Eulalia. Se alegró mucho, al igual que yo, y los dos nos fundimos en fuerte y respetuoso abrazo; estuvimos recordando los viejos tiempos de su estancia en Mirandilla. En otra ocasión, me enteré que había adquirido cierta dolencia y lo llamé a su parroquia en la iglesia de La Sagrada Familia de dicha localidad, y el hombre se emocionó tanto que incluso rompió a llorar, y me dejó bastante preocupado al intuir que no se encontraba bien; hasta que años después me enteré que había fallecido. Que Dios lo tenga en la gloria y el cielo lo acoja en la forma que en la justicia clerical merezca, y descanse eternamente en la paz del Señor.