Vacío. De vez en cuando, aparte de las rachas de viento que recorren las calles de un polígono del Tarajal prácticamente desierto, suenan scooters o coches. Cerca de unos toros mecánicos abandonados y prácticamente oxidados, y de palés amontonados que hace no tanto eran imprescindibles, se escuchan voces. En una nave situada casi al final de los polígonos aparece la vida: allí, inmigrantes marroquíes y transfronterizos atrapados pasan sus días hasta nuevo aviso. Son la comunidad que habitó el pabellón de la Libertad y que desde el pasado viernes fue trasladada a este recóndito lugar.
Entre ellos, Jadiya. La mirada de esta tetuaní de 49 años refleja el sufrimiento de estar alejada de su marido y sus hijos.
Jadiya Ben Hadouch, transfronteriza atrapada: "Si no me voy en una semana, me voy a morir aquí, lejos de mi marido y mis hijos”
“Aquí se está bien. La comida bien, todo bien. Pero yo me quiero marchar a Marruecos. Las pastillas que tomo me las traen de Francia, y aquí no las venden. Estoy enferma del corazón y no puedo tomar las pastillas que me dan aquí. El tratamiento que tomo es muy caro. Y no trabajo. Vine a Ceuta a comprar unas pastillas del estómago y cerró la frontera. Cambié los 20 euros que tenía para comprar las cosas para mí. Ahora no tengo nada. Ayer [por el domingo] me dio otra taquicardia y no me llevaron al hospital ni nada. Ahora me levanto despacito para lavarme la cara, para comer, para tomar café… Estoy enferma y tengo cuatro hijos en Marruecos. Quiero irme, quiero irme”.
Le duele el corazón. Tiene taquicardias y necesita de unas pastillas a las que no puede acceder en estos meses. Se le agota el tiempo y anda a todos lados con una bolsa con dos botes vacíos que deberían contener los medicamentos que mejoren su salud. “No tengo medicinas. Hace cuatro meses que no tengo pastillas. Compro esto y la pastilla de la cabeza, y no tengo dinero para comprar estas pastillas, ni Espidifen ni nada. Si yo trabajase, no estaría aquí”.
Pasa el tiempo con dos amigas suyas: Saida y Aisha, que están cogidas del brazo mientras escuchan a Jadiya. La desesperación que sienten ellas tres se tradujo en la imagen que se pudo ver en la playa del Tarajal hace pocos días: varios hombres corriendo y cruzando de España a Marruecos a nado. Bordeando el espigón. Hombres que podrían haber sido los hijos de cualquiera de ellas. “No sé nada de esos niños. Yo estaba en la cama, no sé nada de la gente que se marcha a la playa, ni a trabajar. Yo quiero ir a Marruecos”.
A punto del llanto, repite insistentemente que se quiere ir y que si no se va esta semana morirá aquí sin poder ver por última vez a su marido y sus hijos. Lamenta haber cruzado a Ceuta “de visita” aquel 12 de marzo.
Equipada con su visera y con energía a pesar de sus 57 años, Saida está en la misma encrucijada: ruega que le dejen volver a Marruecos. Ella viajaba en aquel autobús que se tuvo que dar media vuelta en la frontera.
“Yo no me puedo quedar aquí. Yo tengo mis nietos todos los días están llorando. Quiero a la abuela. Pero no tengo posibilidad para salir a Marruecos. La última vez fue el autocar, y nos cogieron a nosotros, nos marchamos a la frontera, cogieron los pasaportes en la frontera y volvieron después y dijeron: ‘Marruecos no os quiere a vosotros”, relata.
Mohamed, inmigrante marroquí: "Me gusta Marruecos, pero queremos un futuro. Por eso queremos ir a la Península”
Esta mujer, trabajadora transfronteriza en nuestra ciudad ahora sin trabajo, vive en ese dilema que sorprende a tantos en su situación: no saben ni a quién ni qué creer. “No cobro ni trabajo, ¿qué voy a hacer? Ni dinero ni nada. Quiero una respuesta la verdad. A cada uno le dicen ‘la semana que viene. En 15 días. En dos días’. Pero la verdad es que no saben cuándo vamos a salir a Marruecos”.
A los pocos minutos, Saida se marcha camino a lo que en su día era el lugar de las aglomeraciones de porteadoras hasta arriba de bultos para cobrar por el pase.
Alrededor de estas mujeres también están las personas que ven esta situación justo en el lado opuesto: son los inmigrantes marroquíes que lo último que quieren es volver al reino. Su mirada está puesta en la Península, y por eso muchos de ellos ni duermen en la nave. Prefieren hacerlo en el puerto en busca de su oportunidad. No están contentos con la mudanza.
Mohamed, que no quiere desvelar su apellido por temor a que le identifiquen, explica cómo es el día a día en la nave: “La vida aquí no es buena, no me gusta. Prefería la Libertad porque podíamos salir bien, estaba todo cerca. Aquí estamos alejados de todo”, relata en dariya.
Si ninguno de los jóvenes que se agrupa a las puertas de la nave quiere volver es por lo mismo por lo que se fueron: no ven que puedan crecer en su tierra. “Me gusta Marruecos, pero queremos un futuro. Toda la juventud que está aquí perdida, sin futuro, y deseamos que nos den una oportunidad”. O bien consideran que no podrían encontrar un trabajo que les permita ayudar a sus familias. Achraf, otro de los reticentes a volver a Marruecos, es de los que quiere ir a la Península por dinero: “Quiero poder trabajar y ayudar a mis padres, me da igual dónde: Barcelona, Madrid…”.
El tiempo pasa lento tan lejos de todo. Para algunos, la mayor parte del día para pensar en la persona amada. Dentro de la nave se esconde una historia particular. Davide Filippi Omar asegura que es el “único italiano” que hay en este sitio. “Soy considerado como el único italiano. Seguramente seamos unos cuantos en la misma situación”. Este hombre, natural del centro de Italia, reduce a tres acciones la vida en la nave: “Estás aquí, vives y basta”.
Y es que este italiano de constitución fuerte (asegura que su oficio natural siempre fue el de carnicero) va a esperar lo que haga falta hasta que reabran la frontera. Podría volver a Livorno, de donde es, pero entre ceja y ceja solo tiene un destino: Meknes. Allí está su mujer, con la que está casado desde hace un par de años. “Yo quiero volver con mi mujer. Yo quiero estar con mi mujer. Punto. Estoy casado y quiero estar con ella”, insiste este camionero visiblemente emocionado. Una vez acaba, fuma un cigarro y se vuelve adentro de la nave.
Llega una camioneta de Obimasa que trae la ropa limpia y lavada y, además, alguien ha traído un balón de fútbol. No hay muchos más pasatiempos por este lugar, y el de dar unos toques se antoja como el mejor. Algunas mujeres miran en la sombra cómo juegan los jóvenes.
Mientras, la ropa se tiende en las barandillas de una escalera cercana. De vez en cuando, se turnan las patrullas de la Policía Local; llegan voluntarios de Cruz Roja o se escucha cómo siguen las obras de adaptación de la nave contigua. Son las pocas señales de vida que aún desprende un lugar que será difícil que vuelva a ser lo que fue.
Jadiya y Saida iban en aquel autobús que tuvo que darse media vuelta en la madrugada del 25 de mayo. “El reino quiere a los otros. Marruecos no os quiere, llevadlos a la Libertad”, aseguran que dijeron los policías tras devolverles los pasaportes que habían revisado las autoridades marroquíes. Todas han dejado a sus familias al otro lado: el marido de Jadiya apenas tiene visión y está al cargo de cuatro hijos; Saida espera el momento de ver a unos nietos que, asegura, no paran de preguntar “dónde está la abuela”, mientras Aisha asiente y aguarda vvir el reecuentro. Las tres tienen pasaporte “verde” y por eso mismo les cuesta más asimilar que no hayan entrado dentro de alguna de las repatriaciones que llevan más de una semana paradas, y de las que, de momento, no hay noticia.
A medida que se vaciaba ‘La Libertad’, iban quedando ellos: los inmigrantes marroquíes que se niegan a volver porque creen que su futuro está al otro lado del Estrecho. Mohamed y Achraf dividen su tiempo entre la nave y el puerto, y así pasan su día a día. Estos jóvenes se juntan con hasta una decena en los alrededores de una nave que es un paso atrás tanto en las condiciones como en las oportunidades para hacer algo: no hay prácticamente nada alrededor. Por eso, muchos como ellos no duermen aquí. Prefieren las escolleras.
Este italiano cuenta que, cuando llegó a Ceuta, se encontró cerrada la frontera. Era el último obstáculo: salir de territorio europeo para llegar a suelo marroquí donde podría por fin ver a su mujer, una vecina de la localidad de Meknes. Pero, como a tantos otros, la suspensión del tránsito entre ambos países le pilló por sorpresa. Confía que la frontera abra “lo antes posible”, aunque se desconoce cuándo podría llegar ese momento. Sin pelos en la lengua, considera que el lugar al que les han trasladado no se puede llamar nave. “Es un cobertizo”, critica. Aunque vivir en este nuevo albergue no le impedirá alcanzar el objetivo por el que vino: “Cuando uno toma un camino, va en esa dirección”, zanja.
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