Opinión

La historia de un pueblo que soñaba con ser libre

La actual República Democrática del Congo, en adelante, RDC, emplazada en el Centro de África y con un pequeño litoral bañado por el Océano Atlántico, es un país que ha soportado en carne propia las severidades de la historia, la geopolítica y las mutaciones económicas y políticas del sistema internacional, tras más de medio siglo de férrea y genocida contención belga.

En su comparativamente corta vida de existencia, sufrió la severidad de la colonización europea, siendo escenario de confrontación de la dos superpotencias visibles de la Guerra Fría (1947-1991), o séase, Estados Unidos y la Unión Soviética. Y ya, en la última década ha sido y es terreno propicio de violencia a nivel regional y global, haciéndose visible en la hechura de un conflicto que desde 1998 ha catapultado la vida de 5.4 millones de personas.

Una mirada retrospectiva en su tránsito de los años postconflicto, arroja algunos datos relevantes que son precisos reseñar antes de abordar su cruda realidad. Un estado que a duras penas vislumbra cambios sociales, donde el saqueo y las desigualdades se han consolidado hasta enrocarlo en inestabilidades incesantes. A día de hoy, las fuerzas hostiles perduran como resultado de la inmutabilidad de grupos armados ilegales en las provincias de Kivu Norte, Kivu Sur e Ituri, colindantes con Ruanda y Uganda. Tales movimientos han sido constituidos a partir del apoyo financiero y militar obtenido por redes de los territorios indicados, con la finalidad de conservar el dominio de los espacios geográficos calificados de estratégicos en términos económicos y políticos.

Para llevar a cabo este propósito, han instrumentalizado la intimidación con el fin de impedir el avance de otros círculos, resistir las operaciones del ejército de la RDC y establecer regímenes equidistantes a los del Gobierno de Kinshasa.

Luego, en el desarrollo de las estrategias tendentes a cumplir estos objetivos, surgen enfrentamientos entre grupos armados ilegales, grupos irregulares y fuerzas armadas de la nación y acciones de presión desplegadas por todos los actores, como raptos, masacres, crímenes selectivos, transgresiones masivas, mutilaciones, quemas de poblados e incorporación de menores, tanto en lugares que se hallan dominados por los bandos irregulares, como en aquellos otros que proyectan la opresión con artimañas militares.

Las actividades de coerción aludidas se desenvuelven por tropas rebeldes y regulares, con las aspiraciones de imposibilitar la configuración de redes de apoyo de grupos contendientes y diseminar el pánico, hasta amedrentar a los habitantes de la región Oriental y así conseguir el máximo control de una zona geográfica determinada. Si bien, se constata que los sucesos de desvalijamiento y violación de mujeres, hombres y niños, forman parte de algunos de los actos autorizados por los mandos militares de las milicias y el ejército, como método de compensación a sus tropas.

Al mismo tiempo, estas tácticas promueven fenómenos de desplazamientos masivos de poblaciones, que escapan del hervor vehemente desplegado tanto por los grupos irregulares, como por el ejército.

Situación que compromete a cientos de miles de individuos a contextos inhumanos de aglomeración en campos de refugiados, porque de lo contrario serían asesinados, con familias desarraigadas que lo han perdido todo, pero que tienen algo en común: la precariedad reproducida en el hambre, la pobreza, la extenuación y la tendencia a padecimientos difíciles de convalecer y medicinar, hacen el caldo de cultivo apropiado, para que la vida de miles de congoleños pendan de un hilo.

Pero, no sólo los componentes internos son los que fraguan esta maraña, porque a esa tipificación le siguen los intereses propios de bandas que enfrentan al poder político, para ser el hegemónico y consolidar la autoridad, como sucede con la etnia ganadera hema y la agricultora lendu.

Con lo cual, la ayuda humanitaria enfocada a suministrar alimentos y medicinas a los desplazados, es obstruida por grupos armados que empeoran el entorno a límites insospechados: el conflicto desenmascara el impacto en la deformación del sistema político, económico y de las relaciones internacionales.

Recuérdese al respecto, que el cargo de presidente de la RDC, ha prevalecido desde la primera Constitución reconocida como la ‘Ley Fundamental de 1960’. No obstante, los influjos de esta posición han permutado en los años, con un papel compartido condicionado en el poder ejecutivo, con un primer ministro y una dictadura pura y dura. En la Constitución vigente, el mandatario figura como la Institución más alta en una República semipresidencialista.

En este momento, su presidente Félix Antoine Tshilombo Tshisekedi (1963-57 años), es el dirigente de la formación política de la oposición más antigua del Congo, o lo que es lo mismo, la ‘Unión para la Democracia y el Progreso Social’.

Con estos antecedentes preliminares, la RDC, antes denominada ‘Estado Libre del Congo’, ‘Congo Belga’, ‘Congo Léopoldville’, ‘Congo Kinshasa’ y ‘Zaire’, en el 60º Aniversario de su Independencia, tiene como punto de partida el año 1885. Período clave con el que se desencadenó el cisma territorial africano y el protagonismo de la Conferencia de Berlín (15-XI-1884/26-II-1885), convocada por Francia y Reino Unido y coordinada por el canciller de Alemania Otto von Bismarck (1815-1898). En ella, las potencias europeas otorgaron a Leopoldo II (1835-1909), rey de Bélgica, los derechos de explotación en la reclamada cuenca del Congo y, a la postre, se perpetraron episodios execrables de genocidio.

Ni que decir tiene, que en dicha Conferencia se promulgó la libre singladura marítima y fluvial por los ríos Congo y Níger; al mismo tiempo, se instauró la libertad de comercio en el Centro de África constituido por la depresión del Congo y, simultáneamente, se suscribió la prohibición de la esclavitud y el derecho a solicitar una porción de la ribera africana, únicamente, si esta demarcación era ocupada y con premura se notificaba a otras naciones.

En el año 1885, la RDC pasó a ser propiedad exclusiva de la Corona Belga, quien la dirigió a su antojo y libre albedrío, con la designación de ‘Estado Independiente del Congo’; denominación que permaneció en vigor hasta el año 1908 y que se tradujo en colonia.

Precisamente, en el mandato de Leopoldo II se realizaron prácticas recurrentes de depredación contra los lugareños del Congo, la amplia mayoría derivados del sometimiento esclavo, con terribles suplicios tras establecerse un régimen de espanto, en el que quien no respetara las consignas adoptadas, se supeditaría a la amputación de miembros como escarmiento y otros desenlaces asociados como la transmisión de afecciones, o el pago de su atrevimiento con la muerte más cruel.

A pesar de no constar un recuento consolidado que con escrupulosidad precise cuántos congoleños sucumbieron a merced de los belgas, historiadores y analistas presumen que en el intervalo de 1885 a 1908, respectivamente, entre 10 y 15 millones de personas perecieron, debido a las infortunadísimas penalidades laborales infligidas por los colonos. Tras el dilatación de la Segunda Guerra Mundial (I-IX-1939/2-IX-1945), las perturbaciones en la conexión de influencias políticas incitaron a la descolonización del continente africano.

De esta manera, la superficie de la RDC pareció corresponder a un espejismo de soberanía, que velozmente se difuminó en una pesadilla por la obstinación de los intereses imperiales, fortalecidos con los de Estados Unidos.

Y es que, desde que adquirió su Independencia de Bélgica, esta tierra ha contemplado con pavor grandes guerras y el derramamiento de sangre de sus líderes asesinados, como el abuso y despojo de sus arcas públicas por el presidente Mobutu Sese Seko (1930-1997), descrito como el arquetipo de dictador africano.

Queda claro, que, por aquel entonces, a manos de una nación irracional, se inhabilitó uno de los regímenes más brutales de la colonización africana.

La envergadura y juventud de Bélgica no concernía con los afanes de Leopoldo II, quién con la pretensión de desplegar la competitividad de su reinado y fusionado con sus ensueños de explorador, en las dos últimas décadas del siglo XIX usurpó el extenso territorio del Congo.

El monarca encomendó la misión a Henry Morton Stanley (1841-1904), quien en el río que le da nombre al área, consiguió que los parajes contiguos refrendaran su adhesión al rey. Para ello, no titubeó en sus astucias, ni vaciló en intervenir con el poderoso comerciante de esclavos suajili originario de Zanzíbar, Tippu Tip (1832-1905), que sitiaba las aldeas centroafricanas. Ahora, el Estado Independiente del Congo, iba a tener la peculiaridad de convertirse en una empresa auspiciada para el enriquecimiento preferente del soberano.

A las rigurosas circunstancias de trabajo y castigos severos que afrontaban la clase obrera del Congo, empleados en la minería e industrias de marfil, madera y, sobre todo, el caucho, hay que añadirle los excesos incurridos por los representantes coloniales que desataron escándalos de dimensiones internacionales, con motivo de las acusaciones realizadas por misioneros occidentales, como homicidios, amputaciones o violaciones, en algunas de las fórmulas aplicadas con furia desmedida, en los que el Gobierno de Bélgica decidió hacerse con los departamentos, que hasta no hace mucho eran dispuestos por el rey. Desde este instante y hasta la Independencia de 1960, se bautizó como el ‘Congo Belga’.

Aunque, se amortiguó el grado de explotación de la población local, lejanamente quedó de atajarse y mucho menos, cuando se localizaron enormes yacimientos de cobalto, cobre y otros minerales preciados, que eran aprovechados por empresas patrimoniales de otros estados occidentales.

En 1909, Leopoldo II se vio forzoso a ceder la gestión de la zona africana. La adquisición territorial se preservó y representó entre algunas cuestiones, que los congoleses combatieran al ejército germano en la Primera Guerra Mundial o Gran Guerra (28-VII-1914/11-XI-1918), y que Ruanda y Burundi pasasen a ser feudos de Bélgica. Sin duda, la discriminación racial, la explotación y la falta de autonomía, concretaron el acontecer de esas poblaciones.

Consumada la Independencia, el furor violento a la RDC no concluyó, si acaso, creció.

El antiguo imperio entorpeció activamente las probabilidades de progreso, privándole de sus tentativas en las distintas compañías que obtenían recursos naturales. Sin inmiscuirse, los contratos de la industria nuclear que estribaban del uranio congolés, así como los proyectos para el tratamiento de un reactor de investigación, les fueron desposeídos.

Posiblemente, según consideran diversos investigadores, el peor de los crímenes cometidos por la dirección belga en la antigua colonia, se confabulase en su colaboración para ejecutar al líder anticolonialista y nacionalista Patrice Émery Lumumba (1925-1961), el primero en ocupar el cargo de primer ministro congoleño; derrocado, humillado y torturado por separatistas de la región de Katanga y mercenarios, guiado por la Agencia Central estadounidense de Inteligencia, CIA.

Era palpable, la maquinación de Bélgica en el ascenso del general Mobutu, quien regiría con daños y perjuicios la RDC en las subsiguientes tres décadas, y que a día de hoy persiste estando presente.

La incógnita que subyace de lo que hubiera supuesto la administración nacionalista de Lubumba, en medio del apogeo de la descolonización y del adjetivado “espíritu del Tercer Mundo”, es una de las secuelas más desafortunadas de la Guerra Fría. Lo que sobrevino a raíz de este acontecimiento, de todos es sabido: la RDC entró en una espiral infinita de fraudes, descomposición, terrorismo, segregación y fluctuación.

En 1965, Mobutu, seguidor de la cleptomanía, más que de la prosperidad congoleña, alcanzó la autoridad introduciendo lo que denominó la ‘Zaïrianisation’, una ideología de estado con carácter oficial del régimen, que entrevió la africanización de la jefatura y las parcelas públicas y privadas con la apropiación de empresas.

Posteriormente, durante otros 30 años, lo que se reconoció como República del Zaire, quedó sumergida en una dictadura, con la deuda pública en la misma línea que el patrimonio personal de Mobutu.

En esta tesitura, dos personajes mundialmente acreditados acercaron sus posturas viajando a la RDC con el mobutismo haciendo de las suyas. Me refiero a Ernesto Guevara (1928-1967), conocido como Ché Guevara, con el empeño de arrimar el hombro a los lumumbistas y recuperar el afán del Estado; años más tarde, Laurent-Désiré Kabila (1939-2001) asumiría las riendas del desconcierto, pero, por poco tiempo, porque fallecería en el desarrollo de la Segunda Guerra del Congo.

Seguidamente, Nelson Rolihlahla Mandela (1918-2013) se trasladó al Zaire para plantear un alto al fuego y apuntalar la convocatoria de nuevas elecciones. Lo cierto es, que en ninguna de las dos ocasiones se prodigó lo esperado y, ni mucho menos, la más mínima coyuntura para la paz.

Finalmente, en 1997, Kabila tomaría el país en una fase de desequilibrio pleno. Desde ahí y hasta 2001, se contrapuso a la hostilidad de los territorios cercanos que lo habían apoyado.


Este choque de placas originó la Primera Guerra del Congo (24-X-1996/16-V-1997), con el objetivo de derrocar al dictador nacionalista Mobutu. Las fuerzas opositoras las manejó el guerrillero Kabila con el refuerzo de Ruanda y Uganda. Alcanzada Kinsasa, mayormente escrita como Kinshasa, Kabila se declaró presidente y el país se llamó República Democrática del Congo.

Casi sin interrupción, con tan solo quince meses de pausa, irrumpiría la Segunda Guerra del Congo (2-VIII-1998/18-VII-2003), también catalogada como la ‘Guerra Mundial Africana’, ‘Gran Guerra de África’ o la ‘Guerra del Coltán’, que tuvo lugar en gran parte del territorio de la RDC, antiguo Zaire, con anterioridad a la Primera Guerra del Congo, contrayendo la responsabilidad de un Gobierno en plena transición en los términos del Acuerdo Global e Inclusivo de Pretoria, firmado el 16 de diciembre de 2002 para la pacificación de la RDC.

Las fuerzas contendientes procedían de nueve naciones, sin soslayarse, las veinte facciones armadas en el interior del Estado. Lo que dio origen a la conflagración continental africana más imponente de las sucedidas. Lamentablemente, indujo a la muerte de 3.8 millones de personas, la inmensa totalidad por el hambre y las enfermedades contraídas. Intrínsecamente a esta hecatombe, se deduce que estas páginas oscuras son las más sangrientas del llamado “genocidio congoleño”.

Es más, esta mortandad se encaramó en la más destructora por detrás de la estela de la Segunda Guerra Mundial. Sin contabilizar, los millones de desplazados y refugiados en las jurisdicciones limítrofes.

Con la violencia y los desbarajustes desatados, Kabila fue asesinado en la víspera de la conmemoración de la muerte de Lumumba. En seguida del fallecimiento de su padre, se adentraría en combate el segundo de los Kabila, su hijo Joseph Kabila Kabange (1971-49 años), como única alternativa para encabezar la RDC. Desde este momento, la dinastía de los Kabila se afianzaría sin dar tregua a la confusión.

Pese a la paz formal conseguida en Pretoria en julio de 2003 y el pacto de los intervinientes de instaurar un Gobierno de unidad nacional, la institucionalidad estatal se mantiene frágil e insuficiente en importantes sectores de la nación, los cuales, aún experimentan cuantiosos brotes circunstanciales de intimidación.

No es de sorprender, que el destino congoleño estuviese construido en la codicia de sus múltiples recursos. E incluso, las guerras se engranaron por la apuesta del beneficio generado de las riquezas con bienes para la minoría y que en los años de Independencia, poco o nada, le reportaron a los ciudadanos.

Por antonomasia, el oro, el cobre, el cobalto o la madera, pero, sobre todo, el coltán, se han erigido en las riquezas naturales que han hecho acudir en enjambre a empresas multinacionales dispuestas a explotarlos al precio que sea. Pero, el desembolso no entiende de vidas humanas, ni de luchas. Algunas compañías han sido censuradas por Naciones Unidas de costear a los amos de la guerra, con tal de intervenir las explotaciones mineras y dejarlas a disposición de los grupos armados.

De ahí, que la violencia de la RDC tienda a perpetuarse, en la medida en que los trechos desbanca los intereses: en el curso inicial de la época colonial predominaba el oro, el marfil y el caucho; en los prolegómenos de la Independencia, el uranio; y en el lapso postcolonial, el lucro está supeditado en el aprovechamiento del diamante y el coltán.

Consecuentemente, sesenta años después, uno de los colonialismos conceptuados como de los más feroces en cuanto al avasallamiento al que se subyugó a sus habitantes, la RDC continúa enfrentándose a un sinfín de desafíos, en los que la violencia, la crisis económica engendrada por los Gobiernos totalitarios y los innumerables conflictos étnicos, parecen no atenuarse; problematizando la gobernabilidad en lo político, así como la convivencia y estabilidad en lo social, e imponiendo miseria en lo económico que, inexcusablemente, generan incertidumbres.

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