Hace unas semanas, el 20 de julio, se ha cumplido el cincuenta aniversario de la llegada del hombre a la Luna. La extraordinaria experiencia fue realizada por los astronautas norteamericanos Neil Armstrong, Buzz Aldrin y Michael Collins, en 1969, a bordo del Apolo 11. Con independencia del éxito técnico de la misión espacial, hay aspectos colaterales que mencionar. Uno de ellos es que, antes de realizar Armstrong el histórico primer paso sobre la superficie lunar, se había empujado desde la nave – con el pie – un regalo para los selenitas: una bolsa blanca de unos treinta kilos, conteniendo residuos y resultados de la actividad fisiológica de los hombres del espacio, durante los tres días de periplo. El hecho – justificado por nuestra sumisión orgánica, también revela la vocación contaminadora de los humanos– fue reconocido por la NASA, en agosto de 2007, en su publicación Apollo Lunar Surface Journal y que además fue la primera foto captada por Armstrong, ha sido ahora cuando ha tenido mayor difusión mediática.
Según la mitología griega, Asclepio, hijo de Apolo y Dios de la Medicina, engendró a Higia y a Panacea. La primera fue investida como Diosa de la Curación, la Limpieza y la Sanidad. Adquirió significado su culto en el siglo V­­ a.C. en templos de Epidauro, Corinto, Cos y Pérgamo. Figuraba, en la primera versión griega, al inicio del texto del juramento hipocrático y la copa o cuenco de Higia –una especie de cáliz al cual está enrollada una serpiente– es el emblema actual de la profesión farmacéutica. Existen representaciones arqueológicas de su figura, pero en este trabajo he elegido la imagen que plasmó Rubens, en óleo sobre tabla, en 1615, dándole a beber a una serpiente y que se encuentra en el Detroit Institute of Art de EEUU. De su nombre propio procede la palabra higiene: “limpieza o aseo para conservar la salud o prevenir enfermedades”.
La higiene personal – patrocinada por Higia– ha tenido variados enfoques en culturas, lugares y tiempos, sin nada que ver con el modo en que se contempla en la actualidad.
Los egipcios, especialmente la clase faraónica, gustaban de bañarse en aguas perfumadas con azafrán, canela o mirra, adicionando ungüentos y perfumes. Los griegos – con excepción de los deportistas que preferían mostrar el olor a macho – eran asiduos al gymnasium, desnudos, practicaban ejercicio y acababan con un baño comunal. Los romanos generalizaron el baño diario vespertino, para todas las clases sociales, prácticamente gratuito, en aquellas enormes termas como las de Caracalla o Diocleciano, que albergaban dos mil o tres mil bañistas.
Durante la Edad Media, y en especial a partir de 1348, con la aparición de la peste negra y la equivocada opinión de que el agua, sobre todo la caliente, abría los poros y dejaba paso fácil a la enfermedad, se generó una repulsa al baño. La mugre, creían, ejercía una labor protectora de la piel.
La postura hostil frente al agua se prolongó durante muchos años. Aún en el siglo XVII los vecinos arrojaban a la calle los desperdicios, las basuras y las aguas y elementos fecales. En las casas no había desagües ni baños y se recurría a friegas en seco, uso de perfumes y pelucas. El deslumbrante Palacio de Versalles contaba con más de trescientas habitaciones y ni un solo cuarto de baño. ¡Qué contraste con la “villa meona” de Isabel Preysler, que dispone de doce!
Quizá a partir de mediados del siglo XVIII, se inicia una reconciliación con el baño. Surgen ciudades balneario y las zonas costeras reivindican las ventajas para la salud de las aguas del mar. Empiezan a utilizarse los cuartos de baño y en 1774 se descubrió el cloro como eficaz desinfectante.
Al llegar el siglo XIX se fueron generalizando con el urbanismo los mecanismos de eliminación de aguas residuales y, en Europa, la instalación de retretes y tuberías.
En la España atrasada de la posguerra, los que tenemos una edad, aún podemos recordar aquellos baños, con única frecuencia semanal, en amplios recipientes de zinc. Se comentaba que una acomodada familia del pueblo instaló uno de los primeros cuartos de baño, pero no lo usaban y solo lo tenían para enseñarlo.
Elemento sustancial en la higiene es el jabón. No se conoce exactamente su origen pero pueden constatarse referencias en la cultura mesopotámica, hace 2800 años a.C. También parece ser fue usado por fenicios, egipcios, germanos y celtas. Una leyenda romana atribuye su descubrimiento a un hecho casual: los esclavos lavaban las ropas de sus amos en el río Tiber, a los pies del monte Sapo. El accidente geográfico albergaba sacrificios de animales y fuegos rituales. El agua de lluvia mezclaba las grasas animales y las cenizas y los esclavos apreciaban que este compuesto ejercía una eficaz acción limpiadora. Es posible que solo sea una leyenda pero lo cierto es que la reacción química entre un álcali y un lípido, origen del jabón, recibe el nombre de saponificación.
A este respecto tengo recuerdos de mi infancia cuando mi madre, en casa, añadía a la sosa – hidróxido sódico– aceites usados o grasa animal, vertía la mezcla en unas bateas y la dejaba reposar. Elaboraba de esta manera el jabón casero que, en aquella España sin recursos, era un bien apreciable.
Aunque ya en el siglo X los árabes en Al-Andalus producían jabón en las llamadas almonas, es en el siglo XVIII cuando se propulsó la fabricación. En el año 1916 se inventaron los detergentes y en la actualidad también se usa el jabón líquido.
En el año 2000 a.C., según recoge una tablilla cuneiforme, en Mesopotamia una tal Tappuci destilaba aceite, flores y cálamo con otros componentes. Recientemente en Chipre se han descubierto los perfumes más antiguos con más de 4000 años. Mesopotamia y los sumerios parece ser fueron los inventores del perfume, que fue desarrollado por los egipcios y difundidos por los romanos en su imperio. Posiblemente en un principio fue concebido como una ofrenda a los dioses, pero se fue transformando en utilización personal. Además de signo de distinción su uso se destinaba, en las cortes del XVI y XVII – la monarquía de Luis XV llegó a llamarse la “corte perfumada” – para disimular el mal olor que se emitía por la ausencia de baños. El romántico ramo de novias también tiene su origen en mitigar, con el perfume de las flores, los efluvios olorosos de las desposadas de aquellas épocas, ayunas de agua y jabón.
Uno de los inventos más prácticos e indispensables para la higiene personal es el papel higiénico. No voy a entrar en este artículo – por respeto a la sensibilidad de los lectores– en el tema escatológico de relatar el catálogo de procedimientos usados por los humanos para solucionar el problema. Solamente y casi eufemísticamente citaré, por su aspecto curioso un par de casos. Los romanos disponían de letrinas como hileras de asientos adjuntos y sin separación, que permitían la conversación y el coloquio mientras aliviaban. Los usuarios manejaban, para el glorioso final, una varilla con una esponja en uno de los extremos, sumergida en un canalillo de agua salada y vinagre que circulaba a sus pies. Los antiguos judíos utilizaban para la labor unas pequeñas piedrecitas que portaban en bolsas especiales.
Los chinos usaban el papel en el siglo II d.C. y se popularizó a partir del 1391. Pero el inventor del papel higiénico moderno fue el norteamericano Joseph Gayetti, en 1857, que comercializó unas hojas de papel aderezadas con aloe vera. Los hermanos Clarence e Irvin Scott, en 1890, sacaron al mercado su papel higiénico en rollos. En 1942 se introdujo el papel en dos capas y en la década de 1990 aparecieron las “toallitas húmedas”.
Junto con sus aspectos favorables, el papel higiénico presenta algunos inconvenientes: para su fabricación se talan 270.000 árboles diarios; en su proceso de fabricación se utilizan y generan sustancias químicas – dioxinas y furanos– que pueden afectar a la salud laboral de los operarios e incluso crear alergias a los usuarios y la gran cantidad de papel que llega a las redes de saneamiento puede ocasionar problemas, aunque este punto se está corrigiendo usando material biodegradable.
Continuando con el tema de la higiene personal no podemos entrar, por la extensión de este artículo en la cantidad de productos cosméticos, técnicas y tratamientos para el cuidado del cuerpo que disponemos en la actualidad. Pero sí quiero hacer referencia a un importante producto de uso diario como es la pasta dental.Hay constancias documentales de que, hace más de 4.000 años, los egipcios utilizaban una exótica composición como pasta dental. Los griegos y romanos –y no voy a entrar en detalles– también hacían enjuagues bucales. Los chinos, muy adelantados en estas cosas, idearon los primeros cepillos dentales. En la Inglaterra de finales siglo XVIII se comercializó un polvo o pasta envasado en cerámica. En 1842 se agregó jabón a un producto dental, pero se atribuye al cirujano dental Washington Sheffield Wentworth, en 1850, la invención de la primera pasta de dientes. Fue sin embargo William Colgate quien, en 1896, desarrolló la primera marca de higiene dental en tubo flexible. A finales de los 60 se generaliza el uso de la pasta dental fluorada y antes, en 1939, se había inventado en Suiza el cepillo dental eléctrico.
Para finalizar este modesto repaso al capítulo vital de la higiene personal, debo necesariamente referirme – con toda devoción– a un artefacto tan útil como ahora denostado: el bidé. Según la RAE, "aparato sanitario con forma de recipiente, ovalado y bajo, que recibe el agua de un grifo y sobre el que se sienta una persona para su higiene íntima”.
No existe certeza sobre su origen, pero parece ser una invención de los fabricantes franceses de muebles hacia finales del siglo XVII, para aliviar a jinetes doloridos. Su nombre deriva del francés ‘trotar’ y hace referencia a la postura que se adopta sobre él en su uso. Inicialmente se utilizaba en el dormitorio y según algunas referencias se usaba para las relaciones pre y post coitales e incluso para lavajes, como elemento contraconceptivo.
Algunos autores señalan la primera referencia escrita sobre el bidé en Italia en 1726. Otros lo mencionan por el hecho de que la marquesa de Prie recibió en audiencia al marqués de Argenson sentada en su bidé. Según parece Napoleón –como buen estratega–era un usuario fiel, de tal manera que lo dejó en herencia a su hijo. Contribuyó sin duda a que las clases burguesas adoptaran miméticamente el utensilio. En España se hizo popular a partir de los años 60. Los países latinos, Francia, España, Italia y Portugal, junto con bastantes en Sudamérica y en Asia somos los mayores usuarios. Siempre me ha llamado la atención que en países europeos y también en EEUU –que curiosamente es el país mayor fabricante de bidés– no lo instalan habitualmente en domicilios y hoteles.
Lamentablemente la moda de la eliminación del bidé está llegando a nuestro país. Según empresas fabricantes y distribuidoras, en los últimos cinco años, las ventas han disminuido un 50 o 60 por ciento. Las razones que he escuchado a arquitectos y ciudadanos no se sostienen: liberación de espacio, ahorro económico, ¿antihigiénico? y fundamentalmente, que no se utiliza. Seguro que la diosa Higia estará frunciendo el ceño ante este atentado a la higiene, pero más preocupada estará –y lo comprendo – con las confesiones ciudadanas que pasan de su utilización.
Posiblemente se sienta reconfortada con la aparición de los inodoros electrónicos inteligentes, que ya funcionan en Japón. Los botones y los sensores del inodoro integran: calefacción, chorros de agua con presión y temperatura ajustable incluso por voz, secado con aire templado, eliminación de olores y camuflaje de ruidos orgánicos, nebulizador automático, solución antibacteriana, función de enema, lavado masculino y femenino, sensores de proximidad para poner en marcha calefacción, emisión de perfume y música relajante, controles médicos y incluso conexión wifi por reconocimiento de la persona que se sienta.

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