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Un hermanamiento entre marroquíes en la cárcel de mujeres de Ceuta

Los inmigrantes que todavía quedan en las calles de Ceuta sobreviven gracias a la ayuda de los vecinos. Al menos una veintena duerme de forma habitual en los alrededores de la Playa del Sarchal. A veces se congregan hasta 45 personas. Son marroquíes y cruzaron a nado por el Tarajal. Algunos se encontraban desempleados en localidades como Castillejos, Rincón o Tetuán después del cierre de la frontera; otros dejaron su trabajo porque, dicen, quieren labrarse un futuro que no pueden conseguir en su país de origen.
Mohamed Shamali, de 28 años, se enteró por Facebook de la entrada masiva. Natural de Tetuán, abandonó su empleo como cocinero: “Lo he dejado porque no pagan bien. Ganas 80 dirhams al día; no me llegaba porque tengo que pagar la luz, el agua y la comida”.
Monsef Yayha, en cambio, cargaba mercancía. A sus 31 años, trabajó durante 12 en la frontera. Yayha asegura que no quiere quedarse en Ceuta, mucho menos volver a casa, donde “no hay ni fábricas”. Según explica, había oído que al cruzar a España le iban a ayudar, que podría conseguir un empleo o lo mandarían a la Península. La realidad ha resultado un poco diferente, aunque asume su situación con paciencia: “Vivimos bien, gracias a Dios. Con los vecinos no nos ha faltado de nada y vamos buscando en la calle”.
Los jóvenes también piden limosna para comprar en las tiendas. Los marroquíes se organizan porque, aseguran, son de los que no dan problemas. La mayoría no se conocía entre ellos, sino que se terminaron por juntar de manera natural al ver que tenían las mismas prioridades —buscar trabajo— y ninguna intención de robar o pelearse con sus paisanos.
“Los vecinos nos dan de comer, nos dan de desayunar, nos atienden muy bien, nos dan pan, café… de todo. Tenemos que agradecérselo a todos los ceutíes”, manifiesta Abdugd Mribag, de 34 años. Para él la clave está en demostrar sus intenciones: “Nosotros los respetamos y ellos nos respetan”. Este marroquí vendía caracoles y garbanzos cocidos en un carrito. “Cuando me cogía la policía, me lo quitaban”, cuenta impertérrito. También ejercía de pintor de manera ocasional.
Los inmigrantes duermen en la antigua cárcel de mujeres. Entre las ruinas han tendido algunas prendas de ropa al sol para que se sequen. Durante las casi dos semanas que llevan juntos se han vuelto “como hermanos”. No tener quehaceres, sin embargo, también se hace difícil, duro, comenta Mohamed Abulfet. El tetuaní, de 25 años, es herrero, una profesión para la que “no hay trabajo” en Marruecos. El joven refiere que estos días se resumen en hablar con sus compañeros, bañarse en la playa y pedir ayuda o comprar, cuando les toca.

Ayudar a las familias

El objetivo de la mayoría se centra en llegar al resto de España o incluso a Holanda y Alemania. “El pan que tenemos es que hemos venido para trabajar donde sea”, resume Mohamed Shamali. “Solo nos faltan 14 kilómetros para ir a la Península”, añade.
Abdulah Chamali es de los pocos que prefiere quedarse en Ceuta. Cuenta con varias titulaciones, entre ellas en peluquería, en pastelería y para ser entrenador de fútbol. Tiene 25 años y se muestra determinado a asistir a clases de español y encontrar un empleo en la ciudad autónoma para permanecer cerca de sus padres. Son mayores, indica, y no están bien de salud. Varios de su grupo aluden al mismo problema entre las razones por las que han cruzado.
Chamali muestra con orgullo su pasado en el Atlético de Tetuán. Su pasión es el fútbol, pero en Marruecos —según describe el joven— es muy difícil conseguir un empleo en este campo sin contactos o sin pagar para trabajar. Por esta razón, el lunes pasado se lanzó al mar. “No hay mucha comida, no hay ropa… pero de todas formas estar aquí es mejor que estar allá. En Marruecos me siento como si estuviera muerto”, zanja.

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