Colaboraciones

Halloween 2.0

La polémica con la celebración de Halloween es tan reiterada como las mareas o el cambio de hora. Algunas encuentran en esta efeméride una buena ocasión para divertirse disfrazadas de seres terroríficos, mientras que otras ven en este culto al miedo una agresiva invasión cultural y comercial norteamericana, poco menos que pagada por la coca-cola y el infernal consumismo yankee, y sin embargo…

Las historiadoras especializadas afirman que los primeros vestigios de una fiesta similar a Halloween, y origen primario de la misma, es la llamada Chaharshanbe Suri, o noche del fuego. Se remonta a al menos 1700 años antes de Cristo y se celebra en un área en la que están comprendidos Irán, Azerbaiyán, Iraq, Afganistán, Tayikistán y Turquía. Esta tradición hunde sus raíces en el Mazdeismo, una religión que practicaban tribus de lengua iraní que se instalaron en la zona del Turquestán (región de Asia central situada en el mar Caspio y el desierto del Gobi) unos dos milenios antes de Cristo.

La creencia es que, en el último día del año iraní, las vivas son visitadas por espíritus, por lo que muchas personas se enrollan en un sudario para recrear esas visitas. Por su parte, la gente menuda recorre las calles formando una divertida cacerolada para ahuyentar la mala suerte, mientras tocan en todas las puertas pidiendo un aguinaldo. Seguro que le suena.

Pero hay más, y no es precisamente nuevo en el tiempo.

También las celtas aportaron su grano de miedo a esta celebración con el Samhain. Con esta fiesta se celebraba el final del verano y la finalización de la temporada de las cosechas y el año nuevo celta que se iniciaba con lo que ellos llamaban la estación oscura.

Las antiguas celtas creían que la separación entre “este mundo y el otro mundo” se volvía finísima con el Samhain y esta fina linde entre los dos mundos permitía que los espíritus (buenos y malos) llegaran a “este” mundo. Obviamente se homenajeaban a las ancestras familiares, mientras que a los espíritus dañinos se les alejaba mediante el uso de disfraces y máscaras. También le sonará de algo, supongo.

Las romanas, pragmáticas como ellas solas, ocuparon tierras celtas y adoptaron también esa fiesta, que ya se celebraba entre finales de octubre y primeros de noviembre, como la fiesta de la cosecha en honor a Pomona, la diosa de los árboles frutales. Ahí es cuando se mezclaron las dos tradiciones.

Evidentemente las cristianas también tienen su parte (importante) en esta celebración, pero con ciertos cambios en el calendario.

En los albores del cristianismo, las iglesias conmemoraban a las santas y a los mártires en diferentes fechas, aunque todas giraban en torno a la primavera.

Ya en el año 609, el Papa Bonifacio IV decidió reutilizar el Panteón de Roma a mayor gloria de “Santa María y todos las mártires”. Fue un 13 de mayo, aprovechando la festividad de Lemuria, una antigua conmemoración romana de los muertos.

Oficialmente la fiesta de Todos los Santos se debe a Gregorio III que funda un oratorio para las reliquias “de los santos apóstoles y de todos los santos Mártires y confesores”.

En 835, el Papa Gregorio IV cambió de fecha el día de Todos los Santos del ya aludido 13 de mayo al 1 de noviembre que todas conocemos. Fue una cristianización del Samhain celta en toda regla, la época en la que moría la naturaleza. Como diría mi Gemelo, todo tiene un por qué…

Pero la versión de Halloween que conocemos procede de Irlanda con la figura de Jack el linterna (Jack-o’-lantern). Quiere la leyenda que ese tal Jack, borracho y pendenciero, recibió un día la visita en una taberna del diablo que quería llevarse con él a esa alma negra. Jack, que era pendenciero pero no tonto, retó a Lucifer a que se transformara en moneda para pagar la cuenta antes de bajar con él a los infiernos. El diablo accedió y Jack atrapó al príncipe de las tinieblas transformado en moneda en una bolsa de cuero que contenía un crucifijo. Desposeído de sus poderes, el maligno accedió a darle un plazo de un año antes de llevárselo definitivamente. Cumplido el tiempo, volvió a por él, pero gracias a otra treta logró que el Diablo se subiese a un árbol mientras Jack grababa una cruz en el tronco. Una vez más lo había engañado. Para que pudiera bajar, Jack obtuvo la promesa de que Satanás nunca volvería a buscar su alma para arrastrarla al inframundo.

Pero Jack, como todo mortal, acabó muriéndose. Obviamente, en el Cielo no se le admitió por ser un pecador, pero es que en el infierno tampoco podía entrar por el pacto realizado. El Diablo lo expulsó arrojándole unas ascuas ardientes que atrapó en un nabo hueco, sirviéndole de linterna improvisada en su vagar por los caminos.

Así, y para evitar la visita de Jack el linterna, se adornaban las casas con figuras horrendas y con nabos iluminados.

Esta tradición llegó a los Estados Unidos y a Canadá en 1840 donde se queda muy anclada, aunque no fue hasta 1921, en Minnesota, dónde se celebró el primer desfile de Halloween. Eso sí, la calabaza ya había sustituido al nabo por ser más fácilmente manipulable y por representar mejor las llamas del infierno.

Las películas de terror de Hollywood hicieron el resto para que la tradición que había partido del viejo continente volviese a su punto de origen.

¿Pero, qué ocurrió en España donde tanto se protesta por esa dominación americana de Halloween?

Curiosamente, y probablemente para sorpresa de quienes creen que las calabazas iluminadas solo vienen de Nueva York y aledaños, en España la tradición celta también conllevó la celebración de tradiciones relacionadas con los espíritus, siendo la Santa Compaña de Galicia un buen ejemplo.

Más curiosidades: en el siglo XVIII, en Asturias, cuentan las crónicas que la chiquillería llevaba lámparas y pedían comida a las puertas de las casas durante la citada noche de todos los santos.

En numerosos municipios de Castilla se decoraban las casas con una calabaza vaciada a la que se le introducía una vela para invocar a los espíritus protectores y asustar a los malignos (aunque también hubo variante con calabacines, ollas, o botijos, según la disponibilidad).

En los pueblos de Madrid se tenía la costumbre de que, vestidas de negro, las habitantes tocasen una campanilla hasta la madrugada para alejar a todo lo malo. Al mismo tiempo, se llevaban luces a los cementerios para guiar a las muertas.

El mismísimo Gustavo Adolfo Bécquer inmortalizó en su obra “El monte de las ánimas” la procesión que se lleva a cabo en las inmediaciones de Soria. Llamada “Ritual de las ánimas”, las personas que la integran portan velas incrustadas en botes, calabazas o cualquier cosa susceptible de ser utilizada, para terminar en una gran hoguera que terminará con todo mal.

Poca influencia norteamericana se puede detectar aquí.

Parece que queda claro que Halloween, bajo todas sus vertientes y a través de los siglos, es una tradición que tiene denominador común: el miedo.

Y en esas estamos.

El miedo es una letal arma poderosísima que, desde el poder, se utiliza a discreción.

El miedo inoculado es aquel que paraliza nuestros sentidos, nos impide pensar, bloquea nuestra capacidad de reacción y, sobre todo, inmoviliza brutalmente nuestro sentido crítico.

Es el mismo miedo que nos hace desistir de luchar por nuestros legítimos derechos o nos desarma a la hora de manifestarnos por tal o cual injusticia, por muy flagrante que sea.

Miedo también, hasta aterrorizarnos, ante la llegada de migrantes. La misma doma de siempre que nos hace creer que estamos a las puertas de la Gran Invasión por tierra, mar y aire, mientras que intencionadamente obvian resaltar el saqueo de las arcas públicas que supone la corrupción. Según los interesados agoreros, el supuesto peligro son las que cruzan estrechos en pateras y embarcaciones de fortuna, nunca las que especulan en bolsa con nuestro dinero y nuestros destinos. Aquí, luz y taquígrafos los justos [por no decir ninguno, claro], no vaya a ser que todo se acabe sabiendo y nos demos cuenta de que los que vienen a robarnos el pan no viajan en patera y sí en jets privados.

El miedo a la diferencia es el que, en demasiadas ocasiones, empuja a que se tengan a las hijas en verdaderos guetos escolares sin entender que el supuesto remedio es peor que la supuesta enfermedad. De puta pena.

Miedo cerril a que media humanidad tenga los mismos derechos que la otra media, como si admitiendo que tener un sexo diferente incapacita de facto al 50% de la población mundial. Parece que hablar de igualdad de género nos acerca peligrosamente a la materialización de la maldición de Jack el Linterna. Definitivamente, semos ñus.

¿A nadie le resulta vergonzoso que el hecho de que las mujeres “tengan la osadía de pedir ahora tantos derechos” (sic) produzca pavor en un sector de la población mucho más grande de lo que queramos admitir? ¿Es que de verdad no logramos entender que esos “tantos derechos” son los que tienen la población masculina desde siempre? A las pruebas me remito.

Miedo infinito a las guerras, a la sangre vertida, a las ciudades devastadas, a las niñas sin madres, a las madres sin hijas, miedo al horror repetido una y mil veces, miedo a esas imágenes terroríficas de familias viviendo en lo que queda de un bloque bombardeado… pero ese miedo sólo se produce de pensar que estas atrocidades pudiesen ocurrir en suelo patrio, claro. No obstante cuando estas mismas tragedias suceden a pocas horas de avión de su zona de confort, la muerte de millares de personas ni siquiera logra retenernos la atención un par de minutos. La solidaridad está demodé. Como para renegar del apellido humano.

Sí, el miedo surge cuando se alude a los conflictos armados, una brutalidad en la que se masacran a personas que no se conocen para mayor beneficio de gente que sí se conoce pero que no se masacra. Hasta ahí, todas de acuerdo. Pero cuando alguien osa aludir al desmantelamiento de la industria armamentística, todas, como una sola mujer, hablan (y con razón) de la pérdida de puestos de trabajo y del drama que ello supone. Jugando con ese miedo, las poderosas nos hacen creer que la desgracia de otras es un beneficio que supone nuestro bienestar. Una axiomática y falsa regla de tres. Sin embargo, el miedo inyectado en esta precisa cuestión nos hace perder de vista dos aspectos importantes; nadie en su sano juicio se tragaría que las industrias de guerra distinguen a unos países de otros (¿acaso las armas de los terroristas que asesinan a nuestras vecinas, se colectan como las patatas?) y, nadie tampoco, con un mínimo de raciocinio, puede llegar a pensar que estas industrias solo pueden estar para producir ingenios de guerra. Otra cosa muy diferente son los beneficios, los ingentes beneficios. Con la sangre de las desgraciadas que sólo han tenido la culpa de nacer en el lugar equivocado se generan unas sustanciosas ganancias que, invariablemente, van a parar a los paraísos fiscales de siempre. No hay mayor ciego…

Miedo irracional a las librepensadoras, esas que invariablemente alzan la voz en mitad del desierto para que las cosas cambien y que usted, que tanto rechazo les muestra, pueda terminar gozando de más derechos y libertades. ¿Miedo a que la verdad que evidencie la mentira con la que parece comulgar sin rechistar? La respuesta es suya, si se atreve a contestar, claro.

Miedo intenso y comprensible a esa puta enfermedad que se lleva a los seres queridos, pero muy pocas de nosotras se manifiestan, no solamente para que no se desmantele la sanidad pública, sino para que se la dote de más medios técnicos y humanos a fin de poder luchar contra esa enfermedad. Contra todas las enfermedades. Eso sí, luego todo son lazos y retos solidarios en las redes sociales. Miedo, seguro… hipocresía, mucha. No tenemos remedio.

Usted, como siempre, sabrá lo que más le conviene, pero seguir permitiendo que nos sigan infectando con el miedo social solo nos puede acabar llevando, más pronto que tarde, al duro banco de la paciencia de las galeras. Para entonces ya no hará falta que nos inyecten más miedo. Para entonces ya estaremos definitivamente muertos. Más que ahora, que ya es decir.

¿Entonces, todo está perdido? En este H2SO4 creemos que no, aunque para ello haría falta caer en la cuenta de que el irracional miedo que nos atenaza tan solo está provocado, en realidad, por una serie de mentiras muy bien elaboradas

El miedo campa por sus respetos porque consentimos servilmente tragarnos a pie juntillas lo que nos dicen que debemos creer. Y sin cuestionar nunca nada, no se vaya a molestar alguien.

Nos tenemos que rendir a la penosa evidencia de que este HALLOWEEN 2.0 tan elaborado y que tiene el miedo por sistemático método, funciona a pleno rendimiento. No es menos cierto, sin embargo, que en realidad ese miedo está provocado por una calabaza vacía con luz artificial en su interior, y apagar la vela depende solo y exclusivamente de usted. Con un soplo bastaría… otra cosa es que para ello aún le queden pulmones.

De nuevo, nada más que añadir, Señoría.

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