Colaboraciones

Hace nueve años

Hoy el día ha amanecido nublado y han caído algunas gotas. Pasadas las primeras horas del día el cielo se ha abierto y se puede observar con gran nitidez la orilla europea del Estrecho de Gibraltar. Yo estoy al otro lado de la confluencia de los dos mares sentado al pie de una de las torres de la fortaleza de al-Mansura, mandada construida por el sultán mariní Abu Said en 1328.

Ahora tengo un hueco sin clase y he salido del instituto para escribir un rato en este día tan especial en el que conmemoró el descubrimiento, hace nueve años, del talismán con la imagen de la Gran Diosa.

La naturaleza está hoy pletórica con las plantas florecidas y los vencejos volando en círculo sobre mí. Aquel día de hace nueve años también lo hacían y sigo disfrutando de sus agudos chirridos.

El viento sopla de poniente, con algunas rachas fuertes, que refrescan mi cuerpo expuesto al sol del mediodía. El aliento de céfiro ha limpiado el cielo de nubes, permaneciendo algunas sobre el Atlante dormido.

Yo me siento atemporal. Con la imaginación borro los edificios modernos que tengo a mi vista. Lo único que mantengo son las murallas mariníes, el arroyo de Fez, las gaviotas, los vencejos y añado los bosques de alcornoques y encinas en lo que hoy conocemos como monte de García Aldave.


Resulta imposible revertir el tiempo, pero si podemos viajar al pasado sirviéndonos de la imaginación. No estoy hablando de dejar volar la fantasía, sino de reconstruir mentalmente los paisajes del pasado basándonos en el conocimiento científico que nos aportan disciplinas como la biología o la arqueología. Este viaje merece la pena emprenderlo para descubrir y sacar a la luz las semillas latentes que pueden ayudarnos a dar un salto en la evolución de nuestra conciencia.

Nuestra sociedad desprecia el pasado porque lo considera superado y, por tanto, que nada tiene que enseñarnos. Se equivocan quienes piensan de esta forma. Es vital para nosotros revitalizar el alma del mundo y volver a considerar a la tierra como un organismo viviente.

El mundo ha sido cosificado, inertizado y desprendido de su alma. Cada lugar tiene su propia personalidad y su espíritu reconocible en los rasgos de sus paisajes, en su luz, en sus tonalidades, en su historia y en el espíritu de sus antepasados.

Por la tarde he decidido salir a recorrer Ceuta para contemplar los bellos paisajes la ciudad y escribir. He comenzado mi recorrido por el Monte Hacho y el primer lugar que he visitado es el mirador del Desnarigado desde el que se disfruta del castillo del mismo nombre y de su ensenada.

No hay ni una nube en el cielo y al alzar la mirada observo la luna menguante.

La luz es cegadora y el sol picante. Desde aquí escucho a la colonia de gaviotas de adouín y recorro con la mirada la línea curvada del horizonte. El mar es de un azul brillante y oscuro como el azabache. La superficie del mar se cubre de un manto de centellas parpadeantes a esta hora de la tarde. Me asomo a contemplar este firmamento flotante desde el espigón oriental de la cala del Desnarigado.

Los paisajes cambian a lo largo del día en función de la posición del sol, que ha emprendido su camino descendente hacia Occidente.

Me viene a la mente la imagen de la tierra vista desde la luna. La cánica azul, como algunos la bautizaron, es un paraiso de vida en la fría oscuridad del cosmos. Es tal su belleza que creó al ser humano para que cantara sus atributos, como Apolo, mientras que danzan alrededor suya las Musas. Son ellas las que me rodean e inspiran mis palabras escritas en este cuaderno. Siento su presencia y sus voces que me dicen: ¡Despierta tus sentidos y capta con el mayor detalle posible la belleza que tienes delante! ¡Vive en el jardín de los dioses! ¡Tú también eres fuente del agua de la vida! ¡Para eso estás aquí! ¡Agota hasta la última gota la copa de inspiración que te ofrecemos! ¡Cada momento es irrepetible!

Me acerco a la orilla y refresco mi rostro y mi cabeza con agua marina. Ahora huelo a mar, que es la fragancia de Ceuta. El sonido de las olas tiene un efecto hipnótico.

Al mar le gusta tocar la tierra, pero rápidamente retrocede dejando un regero de algas y muchas veces de la basura que le arrojan los seres humanos.

Con sabor a sal en los labios me asomo al mar Mediterráneo. Percibo la inmensidad del mar por el que llegaron a este península fenicios, púnicos, romanos, bizantinos, visigodos, árabes, portugueses y españoles, todos ellos deseosos de poseer la perla del Mediterráneo.

Desde aquí es fácil distinguir la huella del aliento de céfiro que encrespa la superficie de mar, mientras que la bahía sur permanece incolume, protegida por la península ceutí. Considero muy afortunados a los ejemplares de mirabeles que pueden disfrutar de estas maravillosas vistas. Las capuchinas tienen cerrados sus pétalos para evitar que los desprendan el viento.

En el sendero que conduce al fuerte de Punta Almina observo la importante población de astéricos marítimos que muestran su bellas y grandes flores amarillas. Son robustas y duras, condiciones necesarias para resistir el continuo vaivén del viento que sopla habitualmente en este lugar.

Por desgracia, tanto el fuerte como la sirena de Punta Almina han sido forzados y ocupados ilegalmente, a pesar de tratarse de dos edificios protegidos por ley, pero abandonados por las autoridades.

Desde Punta Almina se aprecia mejor el erizamiento del mar por el viento. Un escarabajo dorado recorre de manera parsimoniosa mi pantalón. Me ha recordado la famosa sincronía de Carl Gustav Jung con una de sus pacientes. La noche antes esta paciente soñó con un escarabajo dorado, el mismo que tocó en la ventana del estudio del sabio suizo cuando ella le relataba su episodio onírico.

De Punta Almina me he desplazado a la fuente del agua de la vida. Nada más llegar a este manantial sagrado he bebido del chorro constante de agua y, acto seguido, me he encaramado hasta la parte alta de la cáscada para plasmar por escrito mis pensamientos. He llegado justo cuando el sol iluminaba este lugar. Los dos puntos que cierran esta pequeña ensenada permanecen iluminados por los postreros rayos solares.

En los nueve años que han pasado desde el hallazgo del talismán he ido comprendiendo su significado. Sé que ella es Sophia Aeternea, la guardiana de esta fuente del agua de la vida. Hace unos años tomé conciencia de mi templo interior y del momento en el que ella se alojó en él haciendo brotar el manantial del agua de la vida. Desde ese momento, me convertí en el guardián del templo exterior y participante en la reconstrucción del tercer templo en la confluencia de los dos mares, que son los que contemplo en este instante.

Mi contribución es muy modesta y es seguro que pasa desapercibida, pero debo proseguir en mi tarea de revitalizar el espíritu de Ceuta y el Alma del Mundo.

En las inmediaciones de otro manantial cercano al poblado de Benzú me sitúo para contemplar el atardecer. El viento sopla con mucha fuerza y me tengo que refugiar entre las rocas para soportar el empuje del viento. Éste lima la superficie del mar generando una nebulosa de agua rociada que difumina el contorno de los paisajes costeros de ambas orillas del Estrecho de Gibraltar.

Pocos lugares tienen tanto significado mitológico como el Estrecho de Gibraltar. Para concluir este día me asomo desde Benzú a la figura del Atlante dormido que sostiene al cielo y lo une a la tierra.

Quedan apenas diez minuto para que el sol se sumerja en estas aguas míticas capaces de hacer renacer sol para que pueda iniciar su periplo por el “duat” antes de volver a salir por oriente a la mañana siguiente.

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