A veces nos creemos inmortales y no porque estemos enamorados. El amor atonta y nos hace débiles mensajeros de las hormonas. Nos inoculan afecto, desinterés y apatía por todo lo que no sean besos y más besos.
A veces creemos que esto durará para siempre, que la tumba en el cementerio es para otro y que dirigiremos el destino del mundo escondidos en el hueco de una escalera. Pero solo somos gatos de hornacina que vivimos para aguantar la nada cerca de una patera, gastando mientras nuestro dinero en idioteces variadas.
Ruedas mágicas nos circundas invisibles para que no las notemos, para que sigamos dándole a la marcha y no paren porque el mecanismo depende de nuestro esfuerzo. Como militantes bien entrenados en el arte de apencar y abrir buche para que nos hinchen el hígado. Como el ganado que siempre hemos sido.
Pero no lo vemos, afortunadamente no lo vemos si tenemos la suerte de encontrar amor o de ver por los ojos de la codicia, el poder o el orgullo.
Los pecados católicos que iluminaron los ojos aberrantes de los santos y mártires, son los mismos que asomaban a los gentiles del SXV a los balcones de sus casas para divisar a sus conciudadanos y poder así despellejarles el alma.
Antes de aquello las casas señoriales enriquecidas con la sangre criolla eran introvertidas al modo árabe, sin aspavientos ni remilgos, abrazadas con adobe en familia, en el lar que era lo que importaba. Pero luego se trastocó todo, nos hicimos volátiles y confusos y adornamos nuestra vida para vender nuestra alma a cualquier precio. Esa imperecedera e inmortal reliquia que no se puede ver pero daña.
Desde entonces nos hemos convidado de envidia, de furor uterino, de persignarnos las manos a base de joder a los que nos guardan, a los que nos recogen y a los que una vez quisimos.
Los gatos de hornacina lo ven todo con sus ojos almendrados, pero les pasa la realidad por encima cubriéndole de polvo las espaldas. No saben de las grandes decisiones que les atañen y solo esperan recibos que pagar, normas que acatar o telediarios que sumirles en sueños conciliadores.
Las pastillitas mágicas para lamer felicidad están a la vuelta de la esquina y en cada corrillo hay una Mary que las toma, una menopáusica que las estima o uno que conduce su coche entre vapores que le acogen, porque nadie quiere ser más que gato de hornacina olvidado de todos, futuro peregrinador de un tortazo fortuito que dé con su cuerpo en el arrastre.
Una vez estuvimos enamorados y no nos importaron las noticias del telediario, porque éramos imbatibles e inmortales. Luego nuestra casa se abrió al desencanto, cerramos balcones y atrancamos puertas porque el cementerio se nos metió dentro y la tierra negra se nos tragó por entero.
Ahora solo somos gatos de hornacina ansiosos de epiteliales voladoras que nos den algo de la vida que perdimos cuando dejamos de estar enamorados. Nos creíamos inmortales y solo somos gastadores de vida, insensatos rompedores de mañanas para frenar ilusiones con realidades que nos aplastan. Marys impasibles de nocturnidades infinitas sin pastillas que nos guarden. Porque nos sabemos frágiles y eso nos hace fuertes para tirarnos de la hornacina y estrellarnos contra todo lo que se menee.
Ya no tenemos quien nos ame, ya no nos besan por cualquier tontería, ni recitan nuestro nombre como plegaria, porque se nos hizo el corazón una roca y no convertimos en gato de hornacina apoyados sobre el cansancio de las nalgas.
Hemos envejecido de repente, echándosenos encima la mortalidad pagana. Nos llegan recibos y deudas a miles, desde que la boca se nos secó de no tener quien nos la besara.