Un gallo y una alpargata... Sí; en aquellos días de la década de los cincuenta, ataban la pata de un gallo a una alpargata, y lo saltaban libre por el patio donde nacimos a la vida... Eran años de necesidad donde la carne sólo se probaba en alguna fiesta, alguna boda, o por Navidad... De tal suerte, que se compraban en la plaza, en el zoco junto al "abujero", unos pollos, y se le iba alimentado con las sobras de las comidas como si fuera uno más... El gallo o la gallina iban creciendo saltando de rincón en rincón, entre lebrillos, macetas de geranios y claveles rojos, y verdes matas de yerbabuena para la sopa del puchero, canastas, cajones, calderos con cal para enjalbegar, mecedoras, cordeles pa la ropa, bidones de agua, cañas del país para pescar, alguna conejera y un sinfín de cachivaches y arreos que se guardaban para cuando se necesitaran, y algún puntapié de algún niño que no gustara de columbrar tanta pluma de aquí para allá...
Algunas veces, de un salto a medio vuelo, alcanzaban las tejas de los tejados, y allí se pasaban toda la tarde contando religiosamente las hileras de las ocres tejas cóncavas llenas de líquenes, que picoteaban hasta hacerlos saltar por los aires. Nadie podía alcanzarlos, y allí se mantenían ociosos vislumbrando todo el acontecer del patio, ante el asombro del vendedor de turno o el ajetreado ditero, que con su voluminoso cuaderno de recibos bajo el brazo, los saludaba con una sonrisa malévola, que los niños interpretábamos a la perfección cuales eran sus culinarios pensamientos, tal como Carpanta (*) los dibujaba en el TBO de “El Pulgarcito”.
Rondaba la tarde entre cacareos y algún quiquiriquí mayúsculo del gallo campeón del corral. Hasta que de pronto de casa de los Gaonas, sacaban el cubo de los restos y sobras, y de un sorprendente vuelo, o más bien un salto con pirueta y vuelta mortal -al modo circense- se allegaban con las alas extendidas a cobrarse su manduca. Una curva perfecta digna del mejor trapecista, sin red y los vecinos como el mejor público a aplaudir tamaña cabriola y rebotadura sin par...
Algunas veces, de un salto a medio vuelo, alcanzaban las tejas de los tejados, y allí se pasaban toda la tarde
Y, si bien, a cada tarde esperábamos esos minutos de gloria de las gallináceas, no es menos cierto, que la fama adquirida en tanto vuelo, revuelo y salto trapezoide, les perjudicaban sobremanera; porque aquella gratuidad circense, duraba menos que un pastel a la puerta de un colegio. El divertimento nuestro, y el gusto de gallos y gallinas por el boato y la fantasía del trapecio, se topaba con la terquedad de Josefina; pues, sin importarle nada nuestra manifiesta protesta, tomaba una vieja alpargata y la ataba a la pata izquierda del ave de corral -nunca supe porque tenía que ser atada a la pata izquierda, cosa que ningún experto en estos menesteres galliformes, a día de hoy, me ha sabido responder- para que se acabara con aquel espectáculo gratuito que aguardábamos cada tarde, ya que no le reportaba ningún beneficio, salvo que las aves domésticas, se desdomesticaran, y huyeran solícitas entre las alturas de los tejados que daban al huerto de Mariavera y se perdieran entre tanta espesura vegetal...
El gozo en un pozo, se terminaron las tardes de gloria y el aprendizaje aéreo de los plumíferos encartados; sin embargo, aún les quedaban una última actuación, porque de una manera sigilosa y jugándonos el cuello, tramamos un golpe de mano, para hacer ver nuestra protesta más enérgica, en el total desacuerdo en que por arte de birla birloque, nos quedáramos sin los divertidos números de los afamados trapecistas de pluma, ala pico y cresta.
De tal manera, que nos acercamos agachados -reptando por las losetas del suelo como lo hacen las bichas- a la puerta de los Gaonas, le retiramos al gallo en cuestión volatinero de afición- el cabo que le unía a la alpargata, corrimos en tropel, y dando dos vueltas, todos a una conseguimos en la tercera lanzada -las dos primeras dieron al ave contra la ventana y la puerta de María y el Chache, que se asomaron asustados por el ruido y el alboroto que formaba el animal de tanto ir y venir a cuerpo descubierto por los aires- que aterrizara de manera perfecta y sin daños aparentes, sobres las tejas ocres de los tejados del patio...
Es verdad, algo de alboroto vino a romper -tamaña acción- la tranquilidad de aquella tarde en el oasis de paz que en nuestro patio se recreaba hasta pasada la hora de la siesta, y las mujeres preparaban su gozoso café de pucherete para andar dando sorbos, mientras oían extasiadas el consiguiente serial de argumentos de secretos inconfesables.
Sin embargo, cercanos a la ramblilla, subidos y agazapados en el muro blanco y llenos de rosas de pitiminí del huerto de Mariavera, pudimos ver claramente, como el mayor espectáculo del mundo, el último vuelo que protagonizara el afamado gallo, en una geometría perfecta de la curva de la catenaria también perfecta, dada: entre las tejas amarillas de la casa de los Fortes, y el pie de la ventana donde Federico -uno de los mellizos- o tal vez Jesús -el otro mellizo-, acababa de dejar el cubo con las sobras del almuerzo...
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(*) Carpanta es un personaje de historietas y su serie creados por el autor español Escobar, y que apareció por primera vez en la revista Pulgarcito en 1947.
Fue uno de los personajes más representativos de la posguerra española,1 y su popularidad durante los años cuarenta y cincuenta fue tan grande que algunos lectores llegaron a enviar comida o dinero a la redacción de Pulgarcito para remediar su hambre.
Carpanta es el protagonista absoluto de estas historietas. Su nombre procede de la voz coloquial "carpanta", que significa, según el Diccionario de la lengua española, "hambre violenta". Calmar el hambre es el único objetivo de Carpanta en todas sus historietas, y su empeño resulta constantemente frustrado. La serie refleja las durísimas circunstancias de la España de posguerra, aunque el tono de crítica social es bastante comedido, para eludir problemas con la censura franquista. De hecho, a finales de los cincuenta la censura estuvo a punto de cancelar la serie, aduciendo que "en la España de Franco nadie pasa hambre". Afortunadamente Escobar suavizó sus guiones (por eso el personaje a menudo dice que tiene "apetito", en vez de "hambre") y la serie continuó publicándose en las revistas de Bruguera.
Carpanta es un hombre bajito, de edad indefinida; en su rostro destacan la nariz prominente característica de los personajes cómicos de Bruguera y una barba que recuerda un poco a la de Cantinflas. En la primera historieta de él que se conoce, "13 en la mesa" (1947), su atuendo es más bien propio de un mendigo, pero pronto Escobar le adjudicó su indumentaria característica: camiseta a rayas, cuello alto (hasta taparle la boca), pajarita y la cabeza cubierta con un sombrero canotier. Vive bajo un puente, sin familia y sin oficio, excepto el de ingeniárselas para comer, aunque en más de una ocasión podemos ver en sus aventuras intentos desesperados de conseguir dinero en trabajos como reportero, soplón (en una fábrica de botellas) o buscando el tesoro oculto de un castillo en ruinas. Con el paso del tiempo, llegó a cambiar el puente por una casita, pero sin abandonar su mítica hambre.1
El otro personaje importante de la serie es el orondo Protasio, amigo del protagonista, que no suele tener problemas para saciar su apetito. Este amigo suele aparecer con distintos empleos.
Un tercer personaje es Valeria, una linda chica de cabello negro que está enamorada de Carpanta, pero a la vez Protasio está enamorado de ella. Desdichadamente ninguno de estos dos amores son correspondidos; Carpanta rechaza a Valeria por miedo al amor y al compromiso, y Valeria rechaza a Protasio porque no le gusta, y además ella quiere a Carpanta. En varios episodios aparece en la serie su creador, Escobar, autocaricaturizado. (Licencia Creative Commons Artribución Compartir igual 3.0.Wikipedia®).
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