Poco antes de la guerra civil habían llegado a este pueblo en busca de un porvenir que no encontraban en su tierra. Se emplearon como dependientes en la prestigiosa ‘Casa Marcelino’, hasta que, merced a su tesón y espíritu emprendedor, decidieron abrir sus propios establecimientos de ultramarinos. El de la derecha, en Teniente Pacheco y luego en la Marina, y su amigo, entre Alfau y Conrado Álvarez. Y en esta Ceuta, ciudad a la que amaban con pasión, se casaron, tuvieron sus hijos y decidieron afincarse para siempre, hasta que a edad bien avanzada se nos marcharon, casi a la par, a Santa Catalina donde reposan para siempre.
Personas muy conocidas ambas, a buen seguro que algún lector habrá podido identificarlos con estas pistas. Como también habrá quienes no acierten a situar exactamente el lugar donde está tomada la imagen, una de tantas que captaban por esos alrededores aquellos fotógrafos callejeros, los domingos y fiestas de guardar, a la hora del paseo.
Fíjense bien para ello en el trozo del edificio de la derecha, por entonces pabellón militar, en el que llegó a vivir, aseguran, Franco, con perdón, en la actualidad Museo Municipal. Los dos caballeros están pues justo delante de la plaza Ruiz. Los demás edificios ya no existen. Sobre sus solares se levantaron, a la izquierda, el que ocupó desde su inauguración, ‘La Esmeralda’ (1945), al tiempo que, a su derecha, se alza hoy, retranqueado en línea con el del museo, el actual bloque de pabellones de jefes militares.
En la instantánea se puede apreciar el arranque de lo que fue el célebre tapón de Camoens, dado lo angosto de la calle. Un auténtico peligro para la integridad física de los transeúntes al paso de los carruajes, camiones o autobuses y un quebradero de cabeza para las autoridades por los accidentes que reiteradamente se producían y de los que, por desgracia, de continuo, se hacia eco la prensa de la época, hasta el extremo de convertir tan endémico problema en el socorrido recurso para llenar huecos informativos, reivindicando ese más que necesario ensanche que no llegaría hasta mediados del pasado siglo.
Ahora como entonces, la calle Camoens fue siempre una vía comercial por excelencia. Si nos trasladamos a la primera treintena del pasado siglo, por ella pasaron la joyería de A. Sánchez, las peluquerías de José Rodríguez y Antonio de Mena, la farmacia de Manuel Ortiz, las mercerías de Saavedra y Sánchez Ledesma, la ferretería de Acevedo, ‘Tejidos La Sultana’, las tiendas de ultramarinos de Juan Acevedo y Fernando Viezca, las zapaterías de Montes y Bentata, los establecimientos de confección y complementos de Barchilón, la confitería ‘La Granadina’ de los Osorio, las sastrerías de Barrera y Trellisó, las droguerías de Acevedo y Juliá, la farmacia Utor …
Comercios todos, amplios, alegres, repletos de género y profusamente iluminados en contraste con el alumbrado público de la calle, reducido a media docena de bombillas de filamento carbónico y a tres farolas de petróleo que se encendían, a guisa de relevo, al apagarse las anteriores a la una de la madrugada.
Establecimientos que, paradójicamente, se veían especialmente concurridos después de la cena, mucho más que el resto del día, cuando al legislador no se le había ocurrido, todavía, lo del horario mercantil y los ceutíes de la época sin el televisor, la radio en tantísimos casos y carentes de las comodidades y recursos como tenemos ahora en nuestros hogares, se lanzaban masivamente a recrearse en la calle a esas horas. Aquella era, efectivamente, otra sociedad, para la que cualquier pretexto era bueno para el trasnocheo y dar rienda suelta en esa vía y en las de su prolongación a la más estrecha y familiar convivencia vecinal.
Camoens acogió también a la primitiva Casa de Socorro, a la imprenta de Manuel García de la Torre, la primera que se implantó en Ceuta, al Casino Africano, al Militar, a la banca de Manuel Delgado, cuando las entidades financieras estaban a años luz de lo que son hoy en día, y al desaparecido edificio de la Comandancia de Ingenieros que hacía esquina con Padilla.
Fue como decíamos, con el arranque de la década de los cincuenta, cuando el célebre tapón que colapsaba por completo el centro urbano comenzó a desaparecer. Se sucedieron los derribos a medida que se iban solventando las complicadas expropiaciones, que alcanzaron también a las zonas aledañas para dar paso al moderno y digno conjunto urbanístico que hoy conocemos por toda esa zona.
Con las nuevas edificaciones y en tiempos inmediatamente posteriores fueron instalándose también importantes establecimientos como las joyerías La Esmeralda de Epifanio Hernández y ‘La Columna’, el estanco – papelería de la familia Simón, la primitiva Casa Ros y la posterior de enfrente, el Bazar Rebellín de la firma Baeza, Casa Sánchez, Tejidos Fariña, el Banco Español de Crédito y el propio Hotel Ulises cuyo solar ocupó, por cierto, durante unos años, hasta que se levantó su edificio, un cine de verano, la Terraza ‘A’ del ‘África’.
De tal suerte, nuestra calle Camoens fue así cambiando paulatinamente su fisonomía, tras haber permanecido intacta durante el transcurrir de los ocho primeros lustros del pasado siglo. Estrecha, pueblerina, comercial, bulliciosa y casi asfixiante en determinadas fechas o celebraciones. Un cuadro vivo de aquella dualidad de paisaje y genuina atmósfera de andalucismo caballa que tan brusca e irremediablemente vamos perdiendo en detrimento de nuestras señas de identidad histórica.
Valga pues, en nuestra Galería de hoy y como recuerdo de todo lo anterior, ese antiguo retrato que la ilustra y que como todos los antiguos posee una especie de tercera dimensión: el valor añadido del tiempo transcurrido y de sus pérdidas. Porque las fotos antiguas, en el fondo, son eso, una representación alegre de algo que ya no existe. La prueba evidente de que somos efímeros.
Uno de ellos se llamaba Leoncio, al que conocí de niño y tenía una tienda de ultramarinos, a la vez bar, en la calle Teniente Pacheco, donde yo vivía, esquina a la calle de La Legión.