En 1997 por lo menos, quizá mucho antes, ya resultaba asfixiante el paso de El Tarajal. A aquel joven -que ahora escribe esto- le parecieron desesperantes las tres horas de tedio tras cumplimentar las pequeñas cartulinas, apenas sin espacio para volcar en ellas los datos y la intención. Con cierta fluidez, había quedado atrás la valla española, pero el lado marroquí, a pocos metros, retenía a los transeúntes sin explicación. Más de veinticinco años después, la demora en El Tarajal de Marruecos continúa siendo tan grande como la falta de razón, pues las formas autoritarias de gobernar envuelven en silencio su inoperancia.
Sin embargo, entonces había dos colas y una sensatez no escrita que distinguía a los residentes, doblemente vecinos de pueblo y de país, mientras una ósmosis de frontera aliviaba la barrera entre burocracias.
Los turistas y los viajeros de largo recorrido envidiaban de soslayo aquella facilidad en el tránsito “bipatriota”. Ceuta y Tetuán, mutuamente clientes, capitales de pasaporte distinto bajo el mismo calor, se entendían, pues el clima, como las guerras o la política, siempre se sufre y resuelve en modo local.
¿Qué vuelve hoy más absurdo el estrangulamiento de frontera?: la inclemencia con los vecinos inmediatos de uno y otro país. La política de estado no es transitiva y estriñe la inclinación que tienen los pueblos al intercambio natural de bienes y al trabajo compartido, entrometiéndose. Los que se tocan, los que contemplan desde su ventana las luces del otro lado, sufren hoy la injusta ley del embudo, que reserva lo ancho para las querencias de gobierno, siempre despótico con la gente común, y vuelca su falta de entendederas sobre la población local.
¿Es tan difícil aplicar una circunvalación política que asuma la ceguera de estado y deje de molestar a los vecinos? Quienes pisan cada día la tierra de ambos lados únicamente quieren trabajar.