Dentro de dos días se cierra en la docencia el segundo trimestre. Ahora estamos evaluando, recogiendo datos, reuniones de los equipos educativos, planificando estrategias de mejora y analizar los resultados.
El Departamento de Orientación, las programaciones de las materias, el comportamiento del alumnado y algunos aspectos que no se pueden evaluar numéricamente por cuestiones metafísicas: el ser en sí de los alumnos, la persona que se esconde en cada uno de ellos, los pasados inciertos y los futuros al otro lado del abismo.
Una vez llegados los resultados los alumnos se arremolinan y campan por el instituto buscando a los profesores, llorando a los tutores, rajándose las vestiduras, gritando y temblando como si llegara el fin del mundo. Chicos que no han hecho nada más que molestar con un constante comportamiento disruptivo, que no han dado un palo al agua, que intentan por todos los medios y usando los razonamientos más disparatados que les cambies las calificaciones; recurriré al anecdotario para escribir una auténtica crónica del disparate:
"Me has suspendido por la cara, has aprobado a otros que tienen las mismas notas, me tiene manía, apruébame, que mi padres me matan, usted me dijo que tenía un 6, ¿no puedo aprobar si me he portado bien en clase? Yo no hice el examen porque creía que usted me dijo que no tenía que hacerlo."
Los profesores vamos de acá para allá con chavales que piden piedad, se arrodillan, juran que trabajarán más. A poca distancia te rodean flanqueándote el paso para que modifiques la calificación.
Se ha dado el caso de chicos que dicen haber perdido a un familiar y al día siguiente te ves al padre, madre o abuela escapados de la tumba.
No sé muy bien. Es posible que las aulas reflejen el el inconsciente colectivo de una sociedad que alimenta todo tipo de malas artes para el triunfo sin esfuerzo.
Al día siguiente de la tercera evaluación se vuelve a lo mismo: el treatrillo, el elenco de actores y actrices vuelven a sus camerinos para ensayar la obra de fin de curso.
En algunas ocasiones los padres se empoderan contra los profesores poniéndoles a caer de un burro; mejor no reproduzco las expresiones por respeto a las normas del protocolo cañonil.
Después de haber sacado un 0 en un ejercicio de lógica un alumno se se dirigió a mi mesa y el discente me dijo: “Mi padre me ha dicho que todo está bien”; yo le dije que el mío me había dicho que todo estaba mal y que la solución era que los dos padres se pusieran de acuerdo.
Recuerdo en un instituto de Cádiz que una madre, sin venir al cuento, espetó: “ Yo sé que mi hijo es subnormal, que estudie para maestro”. Yo le respondí que tan mal no lo veía.
Llamando a unos padres para comentarles que su hija debería trabajar en casa me comunicaron que “cuando llegaba ponía toda la tarde el chocho en el escai”. (Se sienta en el sofá).
Hoy sin ir más lejos habían dejando pieles de pipas por toda la clase: “Profesor, le estamos dando trabajo a las limpiadoras”. Ya con la paciencia a flor de piel y poseído por el espíritu de la niña del exorcista exclamé que les iba a romper los dientes por darle trabajo a los dentistas.
Serán el futuro heredarán la tierra, sus hijos se sentarán en la mesa que ellos han ocupado. Algunos serán profesores y volverán al instituto. Todos nos implicamos porque el trigo germine aunque las condiciones no sean las más propicias.
La enseñanza pública es la esperanza para los que no tienen recursos. Ellos deben saberlo, tienen que saberlo aunque no lo entiendan.
Veo colegas de pedagogía terapéutica, audición y lenguaje e inmersión lingüística con cuatro, cinco o seis alumnos. Me emociona pensar que el sistema no está diseñado para abandonar a su suerte a las personas con severas dificultades de todo tipo
Ahora nos toca oír la cantinela de siempre: ¡Qué bien viven los profesores!
Creo que lo más atrevido de todo es la ignorancia.