Opinión

La Filosofía como defensa

“La filosofía no sirve ni al Estado ni a la Iglesia, que tienen otras preocupaciones. No sirve a ningún poder establecido. La filosofía sirve para (…) detestar la estupidez, hace de la estupidez una cosa vergonzosa. Solo tiene este uso: denunciar la bajeza del pensamiento bajo todas sus formas. (…) En fin, hacer del pensamiento algo agresivo, activo y afirmativo. Hacer hombres libres, es decir, hombres que no confundan los fines de la cultura con el provecho del Estado, la moral o la religión“. Gilles Deleuze,
Nietzsche and Philosophy No queremos pensar más. Cuando por fin ponemos el punto y seguido a la intendencia cotidiana sentimos que ya hemos cubierto nuestro cupo de pensamiento. Entonces, cuando por fin conseguimos parar, no queremos pensar: queremos ser felices.
No es lo mismo erudición que sabiduría. Aunque ambas se necesitanmutuamente siempre podremos encontrar gente sencilla, sin estudios, pero con una gran sabiduría y personas cuyo grado de erudición compite con el de su necedad. La sabiduría surge en el diálogo: en el confrontamiento, bajo ciertas condiciones, de unas razones con otras. Solo mediante el diálogo, que no con el debate, es posible alcanzar la auténtica sabiduría.
La filosofía, como la ciencia, pertenece al ámbito del diálogo. La política aldel debate. Frente a la ciencia la filosofía se pregunta por una realidad que es permanentemente cambiante. No se trata de evolución ni de progreso, por ello la filosofía no pretende llegar a un fin, no termina nunca. La ciencia en cambio tiene un claro objeto de estudio, la naturaleza, cuyas leyes que pretende descubrir son permanentes e inmutables, y por tanto espera llegar a completarse en algún momento. Ahí reside la diferencia entre la filosofía y laciencia. Pero la radical diferencia entre ambas y la política es su método: eldiálogo frente al debate.
Frente al debate el diálogo necesita la apertura de quienes dialogan. No se parte de posturas herméticas que deben ser defendidas a capa y espadafrente a los ataques del oponente. En el diálogo, como en la tertulia, que se diferencia de aquel en el número de integrantes con lo que el diálogo se convierte en polílogo, los participantes están igual de bien informados, es decir que, a poder ser, deben poseer cierto grado de erudición en la materia objeto del diálogo y por supuesto deben haber reflexionado en soledad. Pero sin posturas prefijadas ni inamovibles. Están abiertos a dejarse convencer en la misma medida en que lo están a convencer. Por ello, no se trata de oponentes, como en el debate, no hay vencedores ni vencidos ni, por tanto, sentimientos de frustración que conduzcan a cerrazones, vehemencias incontroladas, ni mucho menos violencia, como sí ocurre, en muchas ocasiones, en el debate. Cuando uno reacciona visceralmente, ante lo que él considera un ataque a sus puntos de vista y opiniones, lo que está haciendo es instalarse desde el primer momento en el debate, no en el diálogo. Nos sentimos insultados y menospreciados cuando la atracción que ejerce sobre nosotros un estilo de vida o una ideología política encuentran oposición o indiferencia a nuestro alrededor. Y en lugar de dialogar, aduciendo razones que justifiquen nuestra atracción, atacamos al rival intentando criticando visceralmente sus puntos de vista, ya que no caben razones puesto que muchas veces son producto de lo que Kant llamaba el “Juicio reflejante”, y somos incapaces de dar razón de ellos y de la atracción que dicha ideología ejerce sobre nosotros.
Existe una clara desproporción entre los extraordinarios éxitos alcanzados por el ser humano en el dominio del medio ambiente y su desesperante incapacidad para resolver los problemas intraespecíficos. En lugar de acabar con las guerras nos esforzamos en crear armamento cada vez más poderoso, en lugar de alentar el diálogo fomentamos los debates dando categoría de enemigo al oponente y en lugar de acoger al extraño lo criminalizamos. Poco importan los medios para lograr salir victoriosos en el enfrentamiento.
Un ley educativa como la actual, que elimina completamente la filosofía del sistema educativo en su etapa obligatoria, no ayuda en nada a la libertad y el sentido crítico de los ciudadanos; más bien empobrece a la democracia permitiendo que los políticos puedan apoyarse en manipulaciones del lenguaje que dentro de poco ya poca gente sabrá distinguir de los argumentos verdaderamente razonados.

No es lo mismo erudición que sabiduría. Aunque ambas se necesitan mutuamente siempre podremos encontrar gente sencilla, sin estudios, pero con una gran sabiduría y personas cuyo grado de erudición compite con el de su necedad

Las falacias, los sofismas o los paralogismos comparten en común la condición de argumentos incorrectos, defectuosos y engañosos. Cualquier estudiante, si ha tenido un profesor de filosofía que se atenga al temario oficial, los conoce. Esa condición de argumentos aparentes los convierte en temibles fuentes de confusión y, lo que es peor, en terribles medios de manipulación.
Un ejemplo es el de las llamadas falacias de afirmación del consecuente o de negación del antecedente: de los enunciados “quien comete un delito es un delincuente” y “un inmigrante ha cometido un delito” no se sigue que el enunciado “los inmigrantes son delincuentes” puesto que el hecho de ser inmigrante no te convierte en delincuente ni todos los delincuentes son inmigrantes, los hay nacionales también. Del mismo modo, de los enunciados “si alguien es un demócrata, entonces participa de las elecciones” y “el partido X participa en las elecciones” no se sigue el enunciado “el partido X es democrático” puesto que no participar en las elecciones no convierte a alguien en un fascistas, ni hacerlo lo convierte en un demócrata.
En este sentido el papel fundamental de la filosofía es el de ser el “arte de la refutación”, es decir, el de echar abajo los argumentos insatisfactorios que solo contribuyen a sembrar entre nosotros la desorientación y a servir a intereses bastardos, sean económicos, políticos o psicopatológicos.
Kant defendía el “uso polémico de la razón” proclamando que “la razón carece de toda autoridad dictatorial y su dictado nunca es sino el consenso de ciudadanos libres, cada uno de los cuales tiene que poder expresar sin temor sus objeciones e incluso su veto”. En esto consistía básicamente su “Crítica a la razón… “, en poner límites a su uso. Y es por ello que lo que la permanente invitación al “espíritu crítico” que hace la filosofía se nos antoja fundamental si queremos una sociedad formada por ciudadanos libres.
En pragmática del lenguaje estudiamos que la polémica se deja articular en subespecies tales como las discusiones, que admiten una “solución” tras un diálogo en el que todas las partes se muestran receptivas y dispuestas a corregir sus posibles errores; las disputas que, a falta de solución posible, admiten su “disolución” debido a la extrema divergencia ideológica entre sus partes; y las controversias, que aunque no son exactamente solucionables, tampoco son indecidibles, puesto que los contendientes acumulan argumentos a favor de sus tesis con el objetivo de inclinar la balanza de la razón a su favor.
Hoy observamos con pesar como lo que deberían ser discusiones y disputas políticas se han tornado en controversias en las cuales cada uno de los contendientes acumula todo tipo de falacias con el objetivo de inclinar tramposamente la balanza de la razón a su favor. Pero no, el que un inmigrante de origen determinado cometa un delito no convierte a todos los inmigrantes de dicha nacionalidad en delincuentes, tampoco es verdad que dichos inmigrantes vengan a quitarnos los puestos de trabajo o a vivir de subvenciones que, por otro lado, se les niegan a los nacionales. Como tampoco lo es que una mujer se merezca lo que le pase por vestir de una determinada manera (falacia ad consecuentiam) o que se pueda amenazar impunemente con matar a veintiséis millones de personas (falacia ad baculum).
Con Sócrates creemos que el político debería ser filósofo, o científico en todo caso. Pero no debido a su sabiduría, como justificaba el viejo maestro, sino a su método: el diálogo. Paco Bonilla (Denia, 1968)
Licenciado en filosofía por la Universitat de Valencia (1994) lleva dedicado a la docencia hace más de treinta años. Colaborador habitual en medios de prensa escrita es autor de varios libros, como La desacralización del cosmos. Posibilidad y función de las teorías cosmológicas, publicado por Esferas del Saber. Como novelista ha publicado recientemente El silencio de los pájaros y un libro de relatos: Durante la pandemia. Los escritos de Canfali.

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