Les confieso que cada vez me cuesta más trabajo repetir la fórmula - “Muchas felicidades”- con la que, durante estas fiestas, saludamos a nuestros familiares, amigos y compañeros. No sólo pienso que, de tanto pronunciarla o escribirla, la estamos vaciando de significados, sino que, debido a la gravedad de las situaciones y de los hechos económicos, sociales y políticos que padece una gran parte de nuestros contemporáneos, resulta una frivolidad dar la impresión de que estamos convencido de que la felicidad es un estado de ánimo que depende de los deseos propios y ajenos o, como afirma mucha gente de “buena fe”, de la aceptación resignada de la realidad que nos ha tocado vivir o de la interpretación, más o menos benévola, que hagamos de ella.
Aunque es cierto que podemos controlar los estados de ánimo, la felicidad también depende de unos factores biológicos –en especial, la salud y la enfermedad- y de unas circunstancias externas y ambientales –familiares, sociales, laborales, políticas, culturales y económicas- que influyen en el bienestar personal y colectivo de una forma determinante. Quiero decir que la expresión de esos buenos deseos poco sirven para corregir o para paliar esos problemas ni siquiera para que se experimenten de una manera menos agresiva.
Estoy de acuerdo en que necesitamos aprovechar momentos –más o menos duraderos- de tranquilidad, de ocio, de diversión y de alegría.
En mi opinión estos deseos son válidos si nos ayudan a preguntarnos qué podemos hacer para mejorar estas situaciones de dolor y de sufrimiento, y si nos sirven para buscar en las experiencias del pasado y en los proyectos del futuro algunas fórmulas para, al menos, atenuar estas situaciones de dolor. No es cierto que el pasado ya no existe ni que el futuro aún no ha llegado. El pasado deja unas semillas que germinan y que fructifican en el presente, unas heridas que hemos de curar, unas cicatrices que configuran nuestro rostro y nuestro espíritu, unos bienes patrimoniales que hemos de administrar y, a veces, unas deudas que hemos de saldar.
Estoy de acuerdo en que necesitamos aprovechar momentos –más o menos duraderos- de tranquilidad, de ocio, de diversión y de alegría. Pienso que debemos favorecer las fiestas que alimenten la paz interior y nos proporcionen una visión grata y una perspectiva esperanzadora, que nos ayude a administrar las relaciones con nosotros mismos, con los demás, con el entorno, con los objetos y con los episodios, pero a condición de que no nos anestesien. Podemos cerrar los ojos, podemos ignorar, olvidar e, incluso, negar la realidad, pero no está en nuestras manos hacerla desaparecer como si no hubieran existido. A pesar de esta reflexión –queridos amigos y amigas- permitidme que les desee MUCHAS FELICIDADES