Apenas hace tres meses un amigo del grupo se despidió de nosotros, decidió no luchar contra la leucemia que sufría y enfrentarse a ella esperando el destino anunciado.
Amigos y familiares intentamos persuadirlo pero él ya había tomado su decisión. Se resistió a oír cualquier razón, cualquier terapia recomendada por los facultativos; se fue apagando lentamente, consumiéndose como una vela que se apaga cuando toda la cera se expande por la tierra.
Dos meses antes me despedí de él, permanecía en el sofá, exhausto, con los ojos entreabiertos, con la palidez del rostro que anunciaba un final próximo. Su perra, Sita, estaba sentada en sus piernas, acurrucada entre unos brazos débiles que intentaban protegerla de la despedida inminente. En muy poco tiempo la perra habría perdido a sus dos compañeros, sus amos, que la encontraron en una caja de cartón abandonada a su suerte.
Desde la despedida mantuve breves conversaciones con mi amigo, luego fueron mensajes, luego fueron sus hermanas las que me iban contando en el WhatsApp.
A José lo incineraron, depositaron parte de sus cenizas en lo alto de un mirador y en un camino que conduce a la playa.
Allí volará en el viento desprendido de su cuerpo dolor, liberado, buscando sus ideales místicos que le hicieron escribir tanto, movido por lo absurdo del mundo que habitamos.
Nunca lo vi ni alegre ni triste, ocultaba sus emociones bajo el disimulo de un jugador de póker aunque yo tenía un don especial para saber sus cartas.
Pasó por varias etapas: estudiante, inconformista, interesado por ritos de religiones alternativas, hacedor de cartas astrales, coleccionista de músicas para el espíritu, apasionado por las fiestas de su pueblo, Elche,: El Misteri, la Nit de l' albá, las mascleta, las comidas de la tierra.
Trabajó durante años en una tienda familiar de encurtidos; allí lo veías, atendiendo a unos y a otros dándoles la razón, escuchándolos a los clubes entes que manifestaban sus aires de grandeza y sus miserias cotidianas. Las aceitunas terminaron por ser su refugio para escapar de lo cotidiano.
Cuando llegué al pueblo nos juntamos el grupo, necesitaba darle un hasta luego definitivo, acompañarlo en su ausencia.
Fue rápido, Chon, también muy aficionada a la música, había repartido miles de CD que José Manuel había ido grabando durante años; llevó los últimos por los que algunos se habían interesado.
De él hablamos muy poco, no fue el protagonista de este póstumo adiós con el que intentaba cerrar capítulo de nuestra amistad.
Es curioso pensar cómo será la vida sin nosotros, cómo nos recordarán, qué quedara de lo que hicimos, dijimos o hicimos, quién hablará de nosotros cuando hayamos muerto.
Cernuda nos dice:
Donde habite el olvido,
En los vastos jardines sin aurora;
Donde yo sólo sea
Memoria de una piedra
sepultada entre ortigas
Sobre la cual el viento escapa a sus insomnios.
Donde mi nombre deje
Al cuerpo que designa en brazos de los siglos,
Donde el deseo no exista.
En esa gran región donde el amor,
ángel terrible,
No esconda como acero
En mi pecho su ala,
Sonriendo lleno de gracia aérea
mientras crece el tormento.
Donde penas y dichas
no sean más que nombres
Donde al fin quede libre sin saberlo yo mismo,
Disuelto en niebla