Dentro del sarcófago femenino de Cádiz había un hondero como queriendo demostrar que para que nazca un gran hombre siempre debe de haber un útero bien dispuesto a ello. Muchos se olvidan, mientras otros simulan como los intelectuales de “la Isla de las tentaciones”.
Se olvida el mundo risueño -porque Trump ha caído en el virus- que confiscó para su cosecha privada todo el “Remdesevid” que pudo comprar entre julio, agosto y septiembre.
No será un caído más entre los millones estimados, porque sus médicos de cabecera se partirán fosas anales y cartílagos cerebrales para sacarlo del trance. Ya no mueren más presientes americanos porque las escopetas solo se cargan con fogueo en los debates televisados. Es patético notar cómo nos ha cambiado la vida por algo que desconocíamos hace solo un año… Que no se ve, que se toca y te infecta y que va por el aire como la voz de Jesucristo sin que nunca hayamos podido escucharla.
Somos las lloronas de “la Isla de las tentaciones”, mirando sin ver más que dolor, quejándonos de que nos han engañado y temiendo contagiarnos y vernos en decúbito supino tragándonos el aliento aborregado. Intentamos cada día encontrar un propósito, ver una exclusa abierta a la esperanza o encontrar una excusa duradera para poner un pie tras otro recorriendo la vida. Pero el maldito covid nos está acechando como las películas del Hitchcock entre las sombras. Trump ha tardado en cogerlo, sinceramente porque ha enseñado su cara macilenta de amarillo Simpsom sin que nunca desvirgara el precinto de una mascarilla.
Nadie ha ganado más en esta guerra de ataúdes que los que siempre han comerciado con nuestra salud, quienes no nos conocen más que por nuestros datos. Hemos pagado con nuestros padres, con el desasosiego de nuestros hijos, con noches sin dormir y cuentas por pagar en una economía que nos va a ahogar por lustros.
La gente tiene ganas de cantar a los dioses profanos que se esconden en la nocturnidad, el alcohol, el sexo consentido y el poco raciocinio. La gente quiere vivir de joven importándole un apio los que mueren encerrados tras las cristaleras de los geriátricos. Todos moriremos, pero no de viejos, pertrechados en la inocencia del desgaste neuronal. Muchos caeremos en esta guerra que no tiene cuartel y en la que hay un solo enemigo que se expande y llega hasta a los Presidentes de una de las mayores potencias porque es tan imberbe como los que se van de barbacoas, fiestas privadas u otros eventos celulares a los que llegan compuestos y sin mascarillas.
Los demás vamos atados a ellas, escarnecidas las gustativas, despellejadas la nariz y el mentón, sudados como cerdos, con medio rostro tapado a la moda Joe Bazooka de mis años colegiales a juego con los zapatos gorilas y las faldas azul marino, plisadas sobre sí mismas.
Hace mucho ya que a aquella niña le despuntaron los senos, mucho que el útero recibió el beneplácito de la maternidad, fenicia revenida a los teclados, los interneses y el perro covid que nos macera en su salsa ácida de vernos abocados a vacunarnos o morir en el intento. Hay muchos falsos positivos bañándose en piscinas libres de todo mal donde no entra la infección, porque se pertrechan en burbujas existenciales rebozadas de dinero y poder mundano. Hay mucho descarado negando la verdad aun cuando ha tenido todo el tiempo apuntándole una cámara. Porque no hay más amarillo-chillón que el que te dan por medio de una pistola, desnudo como un delfín varado en costas rebosantes de piedras. No hay arena dorada- ni piscinas mayestáticas- para los que levantamos el país a golpe de madrugada. No lo hay para las madres trabajadoras, ni para los mileurista, ni para los que después de darlo todo ven la vida agotada tras los cristales de una residencia geriátrica.