Opinión

Eternos

Cuando el mundo aún alucina con muertos encadenados por la fatalidad de desastres aéreos, se nos viene a la cabeza lo solos que se quedan los anónimos. Son los defenestrados los más queridos, vitoreados y llorados por la inutilidad de una muerte temprana. Pero…¿ no lo son todas?, ¿no está seguramente sino agazapada -como una perra-tras cada esquina?. Si no nos creyéramos eternos nuestra vida sería una fatiga constante de pesares y dolores psíquicos. Por eso disfrutamos lo que nos dejan intentando hacernos fuertes y creernos infinitos. Cada día que comenzamos es rutina porque no tenemos idea- como Alfonso que sufrió claveteo doble en riñones y pulmón por dedicación de un vecino alterado-que quizás ése será el último de nuestra  vida. Tampoco los náufragos de  la sociedad- los que sobreviven a raso descubierto- saben cuándo les va a llegar la hora, ni usted, ni yo que tecleo para que me dé tiempo de terminar y poder ir a otra parte.

Son instantes que no valen para nada, como los tintes, las dietas o los regalos de navidades que compramos porque hay una fecha en el calendario que celebrar gastándote la paga extra.

Las comuniones, las bodas, las reuniones sociales, los cumpleaños de los niños, las extraescolares, nada más que son ritos que nos hemos sacado de la manga -como tantos otros -que nos regalan espinas en una corona que gustamos de apretarnos a la sien.                 Han muerto 71 en lo del Chapecoense y casi todos eran jóvenes y llenos de vida y con ganas de jugar el partido final. Y ahora hay lloros y homenajes, que en el caso de los muertecitos anónimos que se estrellan en las acera de la cotidianeidad son silencios de hospitales y recogida de familiares- a toda prisa- porque necesitan la habitación y hay que desinfectarla de lágrimas encurtidas.

Se debate si demandarán a la Compañía aérea, porque son muchos y los protege la opinión pública y todo el mundo se rasga las vestiduras porque es el nivel inicial de juego.

Luego todo se aplaca y los muertos se hacen genéricos y se olvidan y nada más que queda una hija -eternamente desconsolada- en una foto de portada que hizo el agosto con su publicación.

Es el dinero y el poder, lo único que perdura en este maldito juego en el que respiramos oxígeno y nos oxidamos de ideas, de voluntades y de propósitos, convirtiéndonos en máquinas de trabajar para tener y de tener para gastarlo a manos llenas. Dejé de fumar porque me di cuenta de que no me satisfacía ningún cigarrillo y que desde el primero que encendía los demás se encadenaban a aquel como muertecitos en avión sin combustible, abocados a la desgracia de acabar por una idiotez. Ahora bien que podría dejar de sentir, pasando de partirme por entero a reconstruirme en lo mínimo, en lo esencial , que es respirar y vivir cada día como si fuera a estrellarme antes de llegar a destino.

Pero no lo haré, y ustedes tampoco, porque no lo hace nadie. Seguimos en la rueda de hámster dando pedaladas como locos para no llegar a ninguna parte, pagando facturas y cabreándonos mortalmente, cegándonos las arterias de grasa y machacándonos el corazón a ritmo de infarto sobrevenido, cociéndose nuestras células en múltiplos de seis.

Seguimos porque somos idiotas, porque nos creemos eternos y valoramos más el mañana que no existe que el hoy derrochador de soles anaranjados y abrazos por dar.

Podríamos cambiarlo, podríamos darle un giro a la Tierra solo con desearlo sacándola del eje atravesado de norte a sur. Solo con gustarnos podríamos convertirnos en ilusión, fantasía y encanto, mucho encanto, para derrochar con los que más queremos, tan anónimos y perecederos como nosotros mismos. Todos ausentes de la jodida eternidad.

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