Aveces uno se pregunta al escuchar o leer según qué noticia hacia dónde vamos o lo que es aún peor, qué estamos haciendo. En los años académicos, los de escuela y etcétera, te enseñan, lo intentan, a estudiar, a forjarte, a esforzarte. Algunos poníamos mucho empeño en acercarnos el despertador a la oreja porque aunque lo apagábamos mecánicamente, reconfortaba descubrir en el interior un grado de voluntad y amor propio además de los de alcohol. Actualmente los despertares estudiantiles son un reclamo sabroso para los programas veraniegos de la televisión y la palabra Erasmus, gracias a estos formatos, ha perdido su impronta. Erasmus es sinónimo de “suerte cojonuda me voy al extranjero”. Por qué este comienzo. Porque con o sin formación, incluso con o sin trabajo, somos unos privilegiados si nos comparamos con otras situaciones de la vida. Esto no es un consuelo, decía un buen amigo que el mal ajeno no puede equipararse al nuestro. Claro que esto lo decía al volver de la biblioteca, durante sus meses de ““suerte cojonuda me voy al extranjero”. Y la verdad, nunca nos creímos que supiera dónde estaba la biblioteca.
Cuando en plena Gran Vía caballa, mientras te tomas el café y untas de mantequilla el pan, un numeroso grupo de hombres escoltados por la policía la atraviesan manifestándose por la dignidad y los trámites necesarios para permanecer en algún lugar, pues uno recuerda que hay pueblos despoblados que invitan a la gente joven a comenzar una nueva vida y lo que es mejor, sin cargos municipales ni créditos ni hipotecas. Suelo libre a cambio de vocecillas infantiles y futuro. Que hay redes sociales con un peso tal que superan con creces los beneficios millonarios, desbancando a empresas antes líderes y ahora sometidas por el impulso de agregar un amigo, la mayoría ficticios. ¿Cómo puedes tener novecientos cincuenta amigos? Y estos, los sin papeles, sin lugar, sin nombre ni apellidos, sin apenas ropa, desprendiendo un halo de inquietud y desconfianza, hasta tal punto que las personas apostadas en las cafeterías se levantaban reorganizando sus sillas, asustadas, indecisas, sorprendidas, avergonzadas.
Avergonzadas de un paisaje poco turístico. Avergonzadas de los pitos y flautas para meter ruido en una ciudad actualmente desierta, dígase ramadán, dígase vacaciones, dígase que todavía no consigue despertar el interés necesario para acortar el charco. Dígase tantas cosas y todas resumidas en una sola palabra. Vergüenza.
¿Miedo a esos hombres? ¿Recordaban quizás a otros episodios vividos hace años? La crudeza del calor sobre ellos provocaba una animadversión tal, que sus pitos y flautas, sus muñecas cruzadas en alto, como si estuvieran esposados, sus alegatos “Ceuta es malo”, sus camisetas rotas, no despertaban ni voluntad ni amor propio.
A veces uno se pregunta por qué esta ciudad acaba siendo tan denostada, por qué se permite un asentamiento diario, por qué se deja calentar a fuego lento una situación tan delicada. Este cocido servirá probablemente como condimento a las noticias nacionales y una vez más volveremos a ser Ceuta, con todas sus letras. Espero estar haciéndome comprender.
Si mal no recuerdo, es el primer verano que tenemos las aceras tan despejadas pero no el primero en ver estos pitos y flautas.
“Espero, decía alguien retomando el placer del desayuno, que esto no pase todos los días, como hacían los otros, que ya parecían la orquesta municipal”. Y a mí, el desayuno placentero no me lo parecía porque hay instrumentos que en esta ciudad están completamente desafinados.