Es difícil habituarse a este tipo de historias sobre todo cuando se piensa en la familia de quien está siendo enterrado en una tierra que no es la suya, sobre todo cuando se piensa en su madre. Una madre que no sabe dónde está su hijo, que nunca será informada del futuro que le esperó.
Este martes se enterraba en Sidi Embarek el cuerpo del último joven hallado sin vida en el mar. Ha sido imposible conocer su identidad y nadie ha preguntado por él. No es la primera vez que sucede. En las distintas tumbas del cementerio hay enterrados otros muchos jóvenes e incluso niños a los que nunca se les puso nombre. Lo tuvieron, como también una identidad y una historia, pero todo ello ha quedado encerrado en el permanente silencio que marca las tragedias de la frontera.
Frente a las muertes mediáticas, esas de las que todos se acuerdan y por las que todos supuestamente sufren y reclaman medidas en manifestaciones y protestas, asoman estos otros episodios que pasan desapercibidos. Es como si no existieran. Mueren en el mar y nadie pregunta por ellos, pierden la vida bordeando un espigón y son silenciados. Es la doble tragedia de unos episodios repetidos que ni siquiera se recuerdan en las estadísticas.
Cuesta pensar que uno emprenda rumbo para terminar muriendo y cuesta pensar que haya una familia que ni sepa del paradero de su ser querido. Cerrar el duelo es importante, muchísimo, pero para conseguirlo hay que tener información y eso es lo que falta en la frontera sur.
Siempre hay personas buenas dispuestas a rezar, a acompañar a quien no conocen, a participar de un entierro digno. Esos sin nombre que murieron en el mar no se fueron solos, siempre hubo quien pidió por ellos, quien les dio ese calor que les faltó cuando quedaron entregados a lo que el mar quiso. Hasta la muerte.