No es contrario a la razón preferir la destrucción del mundo a herirme en un dedo
David Hume: Investigación sobre los principios de la moral
El mundo del hombre feliz es distinto del mundo del hombre desgraciado.
L. Wittgenstein: Tractatus Logico-philosophicus, 6.43
Aun sabiendo lo que debo hacer, ¿por qué debería hacerlo? Esta podría ser la pregunta que dirige esta propuesta, que trata de aunar por un lado cómo nos sentimos, y, por otro, cómo redundan nuestros sentimientos, afectos, pasiones y emociones a nuestro comportamiento. Especialmente a nuestro comportamiento ético, en el que se tiene en cuenta a los demás.
La idea básica es que no basta con saber distinguir qué está bien y qué está mal para la convivencia. El conocimiento de lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, lo correcto e incorrecto moralmente hablando, puede ser condición necesaria para el comportamiento moral, pero no suficiente. Para que una persona decida hacer lo que sabe que es justo (sea esto lo que sea, no es el tema de nuestra propuesta), tiene que querer hacerlo. Proponemos que el conocimiento de la injusticia ha de ser complementado con el rechazo emocional de la misma, es decir, que no basta con conocer el bien, hay que desearlo; y no basta con conocer el mal, hay que despreciarlo. Para ello, vemos preciso, en primer lugar, aclarar algunos términos básicos, tanto del ámbito ético como del emocional.
Moral tiene etimología latina y significa “costumbre, hábito”; este término tradujo el vocablo griego “ethos” (ética para nosotros), que significa “carácter, personalidad”. Si pensamos que uno es principalmente aquello que hace, y aquello que hace habitualmente (y no solo en ocasiones), vemos la relación directa que se establece entre los dos conceptos: nuestra personalidad, nuestro modo de ser, es decir, quiénes somos, depende de aquellas costumbres que tenemos. Ahora bien, estas costumbres pueden ser adquiridas (a través de la educación familiar, escolar, social, etc. recibida) o pueden ser conscientes, elegidas, por medio de la autoformación y el desarrollo personal. En el desarrollo de la personalidad, podemos distinguir por un lado el temperamento (personalidad heredada, en relación con la genética); por otro lado la personalidad aprendida, a partir del temperamento, y a través de la educación, y que da como resultado lo que llamamos los valores “sentidos”: conjunto de hábitos afectivos, cognitivos y ejecutivos aprendidos y estables, que se vuelven automáticos conforme vamos adquiriendo experiencias a lo largo de nuestra vida. Y por último la personalidad elegida, a partir del carácter, que es un proyecto de vida propio e intransferible, y que da como resultado una serie de valores “pensados”. Este tipo de valores comprenden tareas como elegir las metas, mantener el esfuerzo, gobernar (gestionar y modificar) las emociones, o evaluar el propio comportamiento. Un ejemplo que puede ser muy ilustrativo es sobre la sed: uno puede beber agua porque siente sed, o puede hacerlo porque, aunque no sienta sed, sí necesita hidratarse por tener, por ejemplo, una enfermedad. De esta manera, uno puede tener un carácter cobarde, debido a multitud de factores sociales, familiares y educativos; pero desarrollar, con esfuerzo consciente y perdurable, mediante el hábito, una personalidad valiente. O dicho de otra manera, uno puede haber sido educado en un prejuicio que proviene de su entorno familiar o social, pero puede, sin duda, llegar a quitárselo si se lo propone y, como veremos con Aristóteles, lo practica a menudo.
Por otra parte, “emoción” proviene del latín emovere, impulso que incita a la acción. Las emociones son breves, abruptas, y traen manifestaciones físicas, por ejemplo mediante expresiones faciales. Así, la alegría incita a mantener una acción, y la tristeza induce a pararla. Dos términos opuestos son, por un lado, desmoralizado (apático), esto es, insensible ante las afecciones propias o ajenas; y por otro lado sentimentalismo, o sea, sentimiento sin la guía de la razón.
Por su parte, sentimiento es el balance consciente de nuestra situación, por lo que a la emoción se le añade el pensamiento, y con él, las ideas y creencias que tenemos de nosotros mismos, de los demás y del mundo. Así, podemos resumir que en primer lugar nos sentimos afectados por el mundo, esto crea una experiencia propia que se va configurando en una creencia (de cómo las cosas son), la cual provoca una emoción que, a su vez, genera una acción. Esta acción causa nuevas experiencias que conforman nuevas creencias… y el ciclo vuelve a comenzar.
Un breve recorrido sobre algunos filósofos que han tratado este tema puede ayudarnos a comprender mejor la propuesta.
Lo primero que queremos destacar de Aristóteles es su idea de que la felicidad es una actividad, no un estado (pasivo). Por felicidad entendía el filósofo llevar una “vida buena”, lo cual pasaba necesariamente por practicar la virtud. Es decir, uno puede aspirar a ser feliz solo si tiene una serie de hábitos y practica una serie de virtudes que le conduzcan a la consecución de una vida buena, que conlleva no solo el bienestar personal e individual (como supone la psicología), sino también, y de forma tajante, el bienestar de aquellos que nos rodean, de los miembros de la comunidad a la que pertenecemos. Conviene recordar que “virtudes” es lo que hoy en día la psicología considera “actitudes”: la amabilidad, la valentía, la generosidad, la paciencia, la honestidad…
Para Aristóteles, hay actitudes (por hablar en la terminología actual) que son marcadamente deseables frente a los vicios, sobre todo si tenemos en cuenta su propuesta de aplicar el justo medio. Pongamos un ejemplo sencillo: ante el valor de la confianza, hay ciertas actitudes que consideramos que deberían ser evitables (lo que Aristóteles llamaba vicios), una por exceso (temeridad: no sentir miedo en absoluto), y otra por defecto (cobardía: sentir un miedo paralizante, ya que supone un impedimento para la acción); y una que consideramos que es la correcta a realizar: la valentía.
El valiente es quien siente miedo pero no deja que este le paralice, sino que es capaz de gobernarlo y utilizarlo, según el caso, como motor e impulso y como una forma de aprendizaje a través de la experiencia. Para ello, ha de aplicar la regla de la prudencia, ya que la ética de Aristóteles es una ética de la situación: cada situación concreta, dentro de un contexto determinado y teniendo en cuenta concretamente a quienes afecta, supone un modo único de entender la valentía, de modo que una acción puede ser tildada de cobarde en un contexto y de valiente en otro distinto, según el caso. Con esto Aristóteles nos regala la implicación del sujeto ético en sus acciones, apelando así a la responsabilidad; es decir, el justo medio no es una acción universal, sino situacional; no es objetivable, sino “para nosotros”; no es cuantificable (no tiene nada que ver con una media entre dos cantidades, de modo que del uno al diez ser valiente signifique un cinco), sino cualitativo. Y aún muy importante, la actitud correcta ante una situación se aprende, se educa, lo que requiere un esfuerzo consciente, o lo que antes llamábamos valores pensados.
En definitiva, uno se siente de una manera y eso le impulsa a actuar de un modo; esta acción puede ser irreflexiva, instintiva, pasional, lo cual lleva a resultados inciertos; o puede ser reflexiva, consciente, deliberativa, y contextualizada a una situación determinada, teniendo en cuenta lo que conviene en cada caso, y sabiendo que, una vez determinado que es la forma conveniente de actuar, debe convertirse en un hábito que formará, de manera sabia y reconocible, una personalidad éticamente admirable.
¡Enhorabuena por tu excelente texto sobre la moral! He quedado realmente impresionado por la claridad de tus ideas y la profundidad con la que abordas un tema tan complejo. Has logrado presentar tus argumentos de manera convincente, haciendo que la lectura sea tanto informativa como reflexiva.
Tu habilidad para articular conceptos tan abstractos de forma tan accesible es verdaderamente notable. Gracias por compartir un trabajo tan perspicaz.