Yo quiero ser llorando el hortelano…/ compañero del alma, tan temprano./ Alimentando lluvias, caracolas/ y órganos mi dolor sin instrumento./ a las desalentadas amapolas/daré tu corazón por alimento./ Tanto dolor se agrupa en mi costado,/ que por doler me duele hasta el aliento./ Un manotazo duro, un golpe helado,/ un hachazo invisible y homicida,/ un empujón brutal te ha derribado./ No hay extensión más grande que mi herida,/ lloro mi desventura y sus conjuntos/y siento más tu muerte que mi vida./ Temprano levantó la muerte el vuelo,/ temprano madrugó la madrugada,/temprano estás rodando por el suelo./No perdono a la muerte enamorada, /no perdono a la vida desatenta,/no perdono a la tierra ni a la nada…./ Quiero escarbar la tierra con los dientes,/quiero apartar la tierra parte a parte/a dentelladas secas y calientes./ Quiero minar la tierra hasta encontrarte//y besarte la noble calavera/y desamordazarte y regresarte./ Volverás a mi huerto y a mi higuera: /por los altos andamios de las flores/pajareará tu alma colmenera/de angelicales ceras y labores./ Volverás al arrullo de las rejas/ de los enamorados labradores./Alegrarás la sombra de mis cejas,/ y tu sangre se irán a cada lado/disputando tu novia y las abejas./ Tu corazón, ya terciopelo ajado, / llama a un campo de almendras espumosas/mi avariciosa voz de enamorado./ A las aladas almas de las rosas/del almendro de nata te requiero,/que tenemos que hablar de muchas cosas,/ compañero del alma, compañero.»
Miguel Hernández
(1910 Orihuela-1942 Alicante)
Como el hortelano
Como el hortelano que pisa su fértil huerto
y lo cuida y lo labra en las horas de cada día,
sintiendo su abundancia en cada bello fruto;
así, yo también, piso los campos feraces
de tu exultante cuerpo en el atávico recuerdo;
y recorro su boca, sus pechos, y sus ingles,
hasta consumirme del deseo de besarlos
y se extinga la última pasión de volver
a tenerte de nuevo atada entre mis brazos…
Como el hortelano que vive ajeno a todo
aquello que no señale y marque el propio
tiempo de la época de siembra y ciega…
Ya nada soy sin ti, amor, sin tu respiración
abrasando mi aliento junto a la almohada
de nuestro lecho; nada soy, es verdad, sin
tu voz en la maleza anunciando tus palabras
en cada noche que pasamos juntos, olvidados
del mundo que nos rodea como si no existiera;
como si sólo existiera el silencio de los astros
girando inaccesibles en la soledad del cosmos.
Como el hortelano callado que atiende su huerto,
quiero ser: alejado de todo aquello que no sea
escribirte unos versos al alba, para leerlos
a la tarde, junto a ti, cuando en las mágicas
horas se torne rojo el crepúsculo, para luego
pintarse cárdeno, para más tarde, ser sólo
una línea morada en el horizonte…
Como el hortelano, amor*, volveré a pisar
las encendidas líneas que definen tu cuerpo,
como la tierra de labranza que acoge las raíces
del árbol de la vida que Dios da a los hombres,
para que sientan la vida crecer dentro de ellos.
Como el hortelano que toca los blancos azahares
de los naranjos en flor en primavera, y espera
que llegue el milagro de luz de sus frutos al sol.
Como el hortelano, amor, que ama a la tierra,
como yo amaré siempre a tu ausente cuerpo…
Corría el año 1973, y Araceli vino a conocer a la Mujer Muerta -El Yebel Musa-, una de las antiguas columnas de Hércules, que dicen que sostenían al mundo... Y, aquí, quedó impresionado para siempre esta fotografía, y esta relación mágica que tuve con estas dos mujeres, estos dos amores: uno de niñez y adolescencia, con la mítica mujer de piedra desnuda, que siempre la sentí como algo atávico en mi interior, sin embargo, como algo inalcanzable en sus altas cumbres, a veces acompañadas de erráticas nubes viajeras: la otra, cuando la vida me llevó a Cádiz a estudiar el arte de navegar en el mar y en los océanos, y tuve la fortuna de arribar al puerto donde habitaba Araceli, la mujer que me acompañó hasta estos días, y no puedo dejar de recordarla por horas sin término...
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