En el Día del Cooperante hablamos con unos colaboradores muy especiales, esos que rebasan la barrera de los 60 y complementan el descanso de la jubilación con la ayuda a los demás
Nadie diría que Manuela Troca tiene 85 años. Y es que su vitalidad bebe de un manantial muy particular. Una fuente de vida llamada voluntariado descubierta, según estudios recientes, por uno de cada tres jubilados españoles. Eso sí, hay que puntualizar que la cooperación de este tercio de los jubilados es, en general, esporádica y de modo puntual. Sin embargo entre la generalidad encontramos más de una excepción, al menos en nuestra ciudad. Basta con llamar a las puertas del Centro Social del Mayor de Villajovita. Encontramos a Carmen Cobo, María Muñoz, Manuela Troca, Antonia Jiménez, Juan José Galán, Manuel Burgos y Ana Murcia alrededor de una mesa llena de alimentos. Pasta, arroz, aceite, azúcar, leche... Y al fondo una caja de cartón dentro de la cual acaban de empezar a colocar los paquetes.
“Estamos clasificando lo que hemos traído hoy para la campaña de recogida de alimentos de Cruz Roja, porque hay mucha gente que lo necesita”, explica María, “ayer ya se llevaron cuatro cajas grandes”. Su cometido en esta campaña, como otras veces, va más allá de la mera ayuda material. Al menos así conciben ellas las labores que, voluntariamente, se autoasignan. “Hoy, por ejemplo, he traído comida que me han dado un par de vecinas”, explica Carmen como ejemplo de que también ejercen el siempre eficaz boca a boca que tan buenos resultados suele dar cuando se trata de ayudar. Por eso ellas no se cansan de difundir, en sus entornos cercanos, mensajes de ayuda para que la cadena de la colaboración cuente cada día con más eslabones.
La labor de personas mayores como ellos, que rebasan en todos los casos la barrera de los 70 años, empieza a ser además fundamental en el contexto de crisis económica. Porque son mayores, sí, pero también productivos aunque a ellos lo que menos les importe es el número de agradecimientos que puedan recibir a cambio. “Yo las cosas solo las hago para el de ahí arriba”, exclama Carmen cuando se le pregunta si siente que su esfuerzo es reconocido, “para subir peldaño a peldaño”. En definitiva, si reciben a cambio sonrisas o halagos son bienvenidos pero si no es así no pasa nada, lo importante es la satisfacción personal. La seguridad de que han hecho lo correcto.
“Si no estamos enfermas venimos todos los días, sobre las 10.00 o 10.30”, informa Carmen, “las que tenemos que hacer la comida nos vamos sobre las 13.00, otras se quedan hasta las 14.00 o más”. Las actividades son de lo más variadas. Como voluntarias de Cruz Roja participan en cuantas campañas pone en marcha la institución humanitaria. “Por ejemplo hemos estando vendiendo el cupón del Oro”, dice Manuela. En otras ocasiones ayudan a las vecinas, amigas y usuarios conocidos en las labores del día a día. “La simple compañía a la gente que cae enferma hace mucho bien”, explica Manuela. Ella sabe bien de lo que habla. Una caída la ha tenido bajo mínimos durante seis meses. “Estaba con mi hija en Granada y, de no poder hacer nada, me moría de la pena así que le dije llévame para Ceuta que ahí empiezo a hacer mi vida de siempre, mis colaboraciones y mis actividades y ya veras que pronto me recupero”, cuenta realmente emocionada, “a mí estar activa, ayudar, me da vida”. Entre risas, sus compañeras bromean: “¡Qué dices! Si tú no sales nunca de casa Manuela... por la mañana aquí, por las tardes en la playa...”.
Las visitas a la residencia de Nazareth, por ejemplo, o las colaboraciones en labores de acompañamiento con Cruz Roja están entre sus prioridades. “A todo lo que nos llaman acudimos”, asegura Carmen. Todos coinciden en que colaborar de manera activa es una cuestión interior, que “sale de dentro”. El descenso en las obligaciones familiares suele ser la principal razón que las lanzó, hace ya varios años, al voluntariado. “Mientras tenía a mi marido no tenía mucho tiempo, pero al quedarme viuda puedo hacer más cosas por los demás, ¿para qué me voy a quedar en casa todo el día sentada en el sofá?”, reflexiona María.
Todas (y todos) ofrecen sus manos amigas que se brindan a ayudar, a acompañar, a escuchar, a charlar... Un día a día, el de estos voluntarios con rostros añejos pero infinitamente amables, que conduce a la esperanza de que la ayuda mutua entre unos y otros puede ser la clave por la que empezar la recuperación.
UN MATRIMONIO CON MUCHA INQUIETUD
Juan José Galán y Ana Murcia no solo llevan casi 50 años casados, sino que además van de la mano a la hora de colaborar y ayudar siempre que pueden a sus vecinos. Además de cooperar con el resto de compañeros del Centro del Mayor ubicado en la barriada de Villajovita, donde ambos residen, Pepe y Ana utilizan cada uno sus mejores destrezas para ayudar a los demás. En el caso de él, la pintura. Ella, por su parte, no se separa de la lana y las agujas con las que permanentemente cose jerseys o ropita para bebés que luego regala a diferentes instituciones como las Adoratrices, Cruz Roja o el CETI. “Aprendí a hacer ropa cuando me casé, y ahora que ya no puedo hacerla para mis hijos, como me gusta tanto y me aburro viendo la tele sin hacer nada sigo haciéndola y, para que alguien la aproveche, la regalo porque siempre hay gente que la necesita”, explica Ana. Ella ha sido la responsable de que su marido sea ahora uno de los voluntarios más activos del Centro de Mayor. Es el primero a la hora de ir a visitar a ancianos enfermos y, en lo que respecta a su dominio del pincel, siempre está dispuesto a ayudar a los compañeros para que mejoren su técnica. Ana y Pepe, un ejemplo de que las buenas prácticas también se pueden desarrollar en familia.
“Cuando vivía en Londres iba cinco días en semana por los hospitales”
Tras 50 años residiendo en Londres trabajando para el servicio de Correos de la capital inglesa, Manuel Burgos no falta ni un solo día a su cita con el Centro del Mayor. Allí, de manera improvisada, se ha convertido prácticamente en el responsable del jardín cuyas plantas alegran el ánimo de los usuarios que visitan sus instalaciones. “Disfruto mucho con las plantas, hoy no les he echado agua porque aunque dicen que el agua es la vida a veces las estropea, así que hoy solamente ha tocado moverles la tierra”, explica. Pero las plantas no son su única preocupación, aunque sabe de la alegría que genera en sus compañeros ver las plantas tan bien cuidadas. También toma parte en cuantas actividades o propuestas les realizan en el Centro del Mayor. “A veces subimos a Nazareth para cantar a los ancianos, a mí me gusta mucho ir porque tengo una hermana allí alojada”, explica y bromea a continuación con la simpatía que le caracteriza, “vamos a cantarles para cuando nos toque que otros nos canten a nosotros”.
Cuenta Manuel que su inquietud por colaborar no es algo del presente, sino que nació hace ya décadas, durante su estancia en tierras inglesas. “Es algo que sale de mí, que forma parte de la conciencia, pues ya en Londres me iba cinco días por semana a los hospitales y ponía inyecciones en la ‘barriguita’, que era lo único que sabía, además de cantar y alegrar un poco el ambiente, que en los hospitales suele estar muy decaído como es natural”, cuenta. Y es que el buen humor de Manuel, que se muestra muy activo a pesar de que ya rebasa los 77, es contagioso. Una alegría que, estamos seguro, también trasmite a las plantas a juzgar por el verdor que estas presentan. Su próximo reto es sacar adelante un naranjo y una madreselva que enfermaron un poco durante una de sus ausencias.
“No cambio mi colaboración en la cocina de Cruz Blanca por nada”
“¿Con qué me quedo? Con la alegría en la cara de las abuelas, porque se les ilumina el rostro nada más que me ven entrar por la puerta”. Isabel Mancera lleva, como otras muchas mujeres anónimas, muchos años colaborando voluntariamente con Cruz Blanca. En su caso ya van 16. “Justo el martes pasado me cambiaron de cometido, porque me he tirado 16 años haciendo todos los martes por la tarde tortilla de patata”, explica. Resulta que la organización ha variado los menús para los internos, así que ahora Isabel tendrá que demostrar sus habilidades en la cocina, de las que nadie duda, con otras especialidades. “Algún día seguro que vuelve a tocar tortilla, porque a los abuelos les gusta con locura, o al menos eso me dicen siempre”, explica la voluntaria.
Tiene 66 años pero no se cansa de subir cada martes por la tarde al Príncipe. “Es una inquietud que tuve de siempre y, aunque tardé en animarme, ahora no cambio mi colaboración con Cruz Blanca por nada del mundo”, confiesa Mancera. Su marido, hijos, amigos y vecinos ya saben que los martes por la tarde no pueden fijar compromisos si quieren contar con su presencia. Se ha autoimpuesto su cooperación en la cocina de Cruz Blanca como una obligación. “Incluso cuando pido cita en el médico intento que no me caiga martes por la tarde”, cuenta. A ella este voluntariado le ha enganchado por completo. Se siente plena, realizada, útil, querida y un sinfín de emociones se agolpan en su corazón con cada sonrisa o muestra de cariño que le brindan los abuelos.
Y es que su labor, como la de otras tantas compañeras que uno o dos días por semana suben al Príncipe para planchar, cocinar o realizar otras labores que precisa la institución, va mucho más allá de los fogones. “También les canto, les cuento chistes, les echo piropos...”, enumera. Da alegría y también la recibe porque “cuando estoy en casa me duele todo, y en cuanto entro por esa puerta se me quitan todos los males y solo pienso en el bien que estamos haciendo a los abuelos”. Muchas veces, incluso, les toca hacer de consejeras y amigas. Las ancianas les trasladan sus preocupaciones y las voluntarias tratan de consolarlas y buscar soluciones. Un ejemplo de que su cometido no solo está en pelar patatas. “¿El récord? Cuando estaban aquí los inmigrantes llegábamos a hacer 400 tortillas en una tarde, ¿qué te parece?”.