En cualquier sitio que se esté y cualquiera que sea esa colectividad, ésta tiene como deber ineludible ocuparse de aquella persona que sufre. Por una u otra causa, pues hay infinidad de motivos que llenan de sufrimiento a cualquier persona. No hay persona alguna que no llegue a sufrir, por más o menos tiempo, la dentellada del dolor, tanto físico como moral. Si ahora mismo se piensa, aunque sea brevemente, en esa cuestión, el resultado inmediato es que uno mismo sufrirá. No creo que haya nadie, por muy duro que sea su carácter, que no sienta que su alma se llena de dolor, aunque sólo sea por poco tiempo. Otras cosas u ocupaciones fijarán su atención, pero más o menos tarde volverá a apoderarse de esa persona esa huella, más o menos profunda, que dejó en su alma el darse cuenta de que alguien sufría.
Los medios de difusión de noticias nos dan cuenta, a diario, de las muchas calamidades que, en el mundo, se suceden unas a otras. Algunas de ellas verdaderamente gigantescas pero, en cualquier caso, nuestra atención se suele fijar en un detalle humano. Alguna vez será la contemplación de una persona ante su casa totalmente destruida y su familia sepultada entre los escombros. Otra será la imagen de una pequeña criatura que llora, desconsolada, en la soledad más ingrata. Esas imágenes, u otras por el estilo - pues hay muchísimas - nos llevan a unirnos, como mejor sepamos hacer, al sufrimiento de esas personas que, en la casi generalidad de los casos, no conocemos y ni siquiera habíamos visto antes. Es responsabilidad de todos acudir, de alguna forma, a remediar esos sufrimientos, que los hemos hecho nuestros.
Hay que ser muy insensible para que no quede en el alma alguna huella de dolor por esas personas que, por medio de esas imágenes, hemos visto sufrir la desgracia humana a la que se han visto sometidos de forma imprevista y brutal. El ser humano no es una piedra; tiene sentimientos y estos le ayudan a pensar en las dificultades de los demás; a veces será como un ráfaga que llega y se marcha con rapidez pero que, de alguna forma, hace revivir, aunque sea muy brevemente, el deseo de la caridad, del amor hacia el que sufre por algún motivo.
Son muchas las personas que, movidas por esas ráfagas de buenos sentimientos, deciden dedicar parte de su vida - de forma personal o colectiva - a atender a los que sufren. Su ejemplo goza de la admiración de todo el mundo y su labor es enormemente laudable.
Desgraciadamente hay muchas personas que sufren por otras causas, muchas de las cuales no son motivo de atención para los medios de difusión pero que, sin embargo, son conocidos esos sufrimientos por algunas que otras personas. En el camino de la vida personal cada persona encuentra la cara del sufrimiento real en muchas otras personas, o tal vez una sólo, porque las circunstancias de su vida no le han dado otra oportunidad.
La entrega a ellas, cada una con su particularidad, hace que la vida interior de unas y otras tenga una gran delicadeza, la de dar amor a quienes sufren. La dureza de la vida demanda dar de lado a la frivolidad, que tanto abunda hoy día, y sentir firmemente el amor por toda esa gente que sufre. No se la puede dejar sola en su dolor; hay que vivirlo con ella y con verdadero amor.
Hay que asumir esa responsabilidad colectiva, de la sociedad, en el dolor de quienes lo padecen. Nadie está libre de padecer por alguna causa, de sufrir el dolor del abandono, de la incomprensión, del aislamiento o de cualquiera otra causa moral o espiritual.
A todas esas personas hay que proporcionarles la paz del amor. Hay que lograr una sociedad más feliz y caritativa.