Opinión

El síndrome de Apollo XI

El 20 de julio de 1969 quedó fijado en la Historia como el día en que un astronauta dio un salto gigante para la Humanidad. Tras miles de años soñando y fantaseando con el planeta de Selene, el ser humano caminó sobre la luna, trayéndose de vuelta más de 20 kilos de roca lunar y dejando la zona del “Mar de la tranquilidad” repleta de dispositivos de medición. La misión del Apollo XI -de la estadounidense NASA- había sido un completo éxito.

¿Ovación generalizada? Obviamente, no. Las dirigentes del otro lado del “telón de acero” se vieron forzadas a felicitar a los tripulantes de la nave norteamericana, aunque restringieron la información. Un clásico.

Pero hubo más. En medio de una eufórica corriente, ciertamente humanista y fraternal, en la que parecía que mediante las pisadas de Neil Armstrong, todas íbamos a ser hermanas, unas cuantas empezaron a difundir una información de aspecto científico y barniz de solidez: el ser humano jamás había pisado la luna, todo había sido un burdo montaje. Al terraplanismo, tan aludido por el Maestro Tellaetxe (@josetellaetxe), se le unió entonces la teoría de la conspiración tendente a evidenciar que el Apollo XI nunca había despegado de Cabo Cañaveral.

Elaboradas disquisiciones empezaron a correr como la pólvora, invadieron los estudios de radio y los platós de televisión, llenaron kilómetros de columnas en prensa y acumularon una ingente cantidad de terabytes en los foros cibernéticos; todas ellas basadas en confesiones secretas del tipo: “si te lo contase, te tendría que matar después”, o en pseudoevidencias irrefutables. El misterio de la bandera americana ondeando en un lugar donde no hay viento, la imposibilidad de atravesar con vida el cinturón radioactivo de Van Allen o las fotos de alta resolución que, sin flash, jamás se podrían haber tomado, son algunas de las palmarias evidencias que se esgrimen para probar la cósmica superchería.

Y luego están la variante. Las hay que niegan el éxito de las misiones Apollo argumentando que, en realidad, todo este montaje estaba diseñado para encubrir la existencia, desde los años 50, de una base secreta en la cara oculta de la luna, implantada en principio por la Alemania comunista de la época. ¿Cuál era el objetivo real y 100% comprobado? Montar otra base en Marte para las élites de la Tierra… Pedazo de tormentón mental, diría cualquier sapientísimo que se preciara de serlo.

Lo realmente preocupante es que se calcula que un 20% de la población mundial está convencida de la veracidad de estos argumentos, y otro porcentaje nada desdeñable no lo tiene claro.

Para demostrar cómo se pueden llegar a retorcer las realidades, el director francotunecino William Karel, especialista en documentales históricos, se arremangó y rodó “Operación Luna” (disponible en You Tube).

En Francia, el mencionado documental se emitió por la cadena francoalemana Arte, el 1 de abril de 2004, precisamente el día los santos inocentes en las Galias. Mezclando falsas verdades con mentiras a medias y torciendo declaraciones de personas relevantes, Karel elaboró un relato capaz de envolver a cualquiera. En los 50 minutos de película desfilaban la mujer de Stanley Kubrick, el ex presidente Bush padre, el ex secretario de estado estadounidenses Henry Kissinger o Vernon Walters, ex director adjunto de la CIA y ex embajador americano en la ONU… Una joya de realización y montaje.

El autor de “Operación viento de primavera: la redada del velódromo de invierno” (detención y deportación en 1942 de miles de judíos en París) tiene como estandarte las palabras de Truffaut cuando aseguraba que “un documental es mil veces más mentiroso y manipulador que una ficción en la que las cartas están boca arriba desde el principio”. Y en esas estamos.

Lo realmente lamentable y preocupante no es que unas cuantas abducidas mentales se traguen que la tierra sea tan lisa como una hoja de papel, que Hitler viva en Paraguay, que Elvis esté en las Bahamas o que Houston nunca mandara a nadie a nuestro satélite. Lo aterrador es comprobar cómo, de forma consciente o inconsciente, siempre seguimos servilmente la senda que las domadoras nos indican. Y sin cuestionar nunca nada. Sin rechistar. No aprendemos.

Basta con que nos convenzan de que una realidad no existe y ya nos encontramos prestas a comulgar con ruedas de molino dando por bueno lo esperpéntico si, a cambio, nada ni nadie viene a perturbar nuestro anestesiado raciocinio. Evidentemente, al contrario también funciona perfectamente y aceptamos de una forma preocupantemente disciplinada que una mentira es la verdad absoluta. Un clásico.

Siempre prestas a no cuestionarnos nada, porque así nos lo han inculcado, nos zampamos con avidez las cómodas mentiras al tiempo que desechamos violentamente las incómodas verdades. Resulta evidente que somos adictas a las anteojeras, a la fácil seducción. Dicho de otra forma: la digestión intelectual no es precisamente lo nuestro. De puta pena.

En esa misma línea argumental, acabamos interiorizando que la pobreza es para quien no quiere trabajar, que las mujeres se buscan muchas veces los problemas, que el machismo tampoco es para tanto, que las ayudas sociales siempre acaban en las derrochadoras manos de las inmigrantes, que la gestión privada es más eficaz que la pública, que se exagera brutalmente la contaminación del planeta, que las que rezan a un Dios diferente (o las que no rezan) siempre son las malas, que la educación se reduce al complemento directo y la regla de tres, que “esa gente” del sur ya está acostumbrada a las hambrunas y guerras o que la explotación infantil es un invento de las ONGD que quieren vivir de las subvenciones.

Evidentemente, también defendemos con uñas y dientes que nada se puede cambiar porque “las cosas siempre ha sido, son y serán así”, que la filosofía es para quienes viven en las estrellas, que el complot judeomasónico siempre está presente y dirige el mundo o que vivimos en Democracia y nadie podrá invertir el sistema de libertades, por muchos mensajes gruesos e intolerantes que se lancen o por muy populistas, identitarias y absurdas que sean sus reflexiones. Parafraseando al poeta y cantautor Serge Utgé-Royo, si nos creemos todos estos “profundos pensamientos” es que, definitivamente vivimos arrodilladas. Desolador.

Usted, como siempre, sabrá lo que más le conviene, pero más nos valdría a todas empezar a pensar en desterrar el “Síndrome del Apollo XI” en lo poco que nos queda de pensamiento crítico y ver las cosas como son, en lugar de quedarnos con intoxicaciones de todo tipo. De lo contrario, acabaremos creyendo que las dictadoras eran buenas y malas eran las que la rodeaban. Nauseabundo.

En el más que posible caso de que persista en seguir creyendo que tras la Finisterrae está la nada, no se extrañe si el ruido de sus propias cadenas la despierta brutalmente en mitad del barracón de un campo de concentración. Historia en estado puro.

Nada más que añadir, Señoría.

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