Me acuerdo de un día que disfrute dándole una buena lección a un espabilado. Me habían informado que Juanito todos los primeros de mes le visitaban, cosa que a mí por ejemplo no lo hacían, y le traían cositas del pueblo, como leche, que aquí la veíamos a cuenta gotas, chacina que daríamos nuestra vida por ella, y muchas cosas más. Así que montamos guardia y cuando vino el pedido lo interceptamos. Pero el “colega” salió corriendo a darle a la “mui” a la cocina y tuvimos que improvisar. Los frascos de leche y las latas de conservas las enterramos en el jardín para evitar problemas y lo demás lo dejamos abandonado. Como era natural más tarde se le dio un pequeño rapapolvo al chivato, pero con almohada que no hace nada. Pero con una advertencia muy clara y seria: “Que se callara y no dijera nada del incidente que había tenido”.
Y es que la vida es muy dura. Aunque menos vista desde este prisma. Tuve que soportar muchos sueños de mi padre donde se me presentaba y me decía: “José, eres muy cruel. Comprendo que es la supervivencia tuya, pero debes de ser más tolerante. Ya hemos tenido suficiente con la Guerra Civil para que tú continúes una guerra particular. Ayuda a tu prójimo. Es lo que dice la Biblia. Yo se que estas ayudando en la misa. Por qué no abres los oídos y aplicas lo que dice tu amigo el cura”. Eran como siempre unas palabras muy sabias. Pero él no veía que en la vida hay que ser muy sinvergüenza para evitar, por un lado, que te pisoteen y, por otro, gracias a tus argucias no pasar hambre.
Me acuerdo con estas palabras la célebre frase de una película que decía la protagonista: “A Dios pongo por testigo que a partir de ahora nunca más pasaré hambre”. Y esto es lo que yo practicaba. No pasar hambre a toda costa. Sabía que siempre estaba allí conmigo. Lo presentía. Muchas veces cuando algo iba mal y le pedía que me ayudara, era cuando todo parecía que salía bien con mucha facilidad. Él no estaba vivo, pero sé que nunca me abandonó. Estuve muchos años sin ver a los míos, por eso tuve a un padre que le consultaba todo. Era el cura que le ayudaba en misa. Él era muy bueno, conocía mis trastadas y siempre con una sonrisa en la boca que decía que ¿cuándo iba a cambiar? Pero se dio cuenta que yo no pegaba a los compañeros, sólo les ponía en orden.
Recién cumplidos los 17 años hice el examen para la finalización del bachiller con muy buena nota, por cierto, me recompenso con un puesto de trabajo exterior. Eso equivalía a no pisar más este lugar que fue mi residencia durante seis años. Yo estaba contentísimo. Iba a ser camarero. Yo demostré que era el mejor. Como sabía tomar notas y tener muy buena retentiva, tanto en espacio como en el tiempo, pues llevaba el negocio a las mil maravillas. Mi empresario estaba muy contento conmigo. Al principio me dejó vivir dentro del local. Con el consiguiente trabajo extra de tener que tener el establecimiento como los chorros del oro. Pero eso era lo que hacía en el internado: trabajar y trabajar.
Para mí eso no era nada. Y seguía entonces subiendo mi cotización. Pero cuando cumplí los 18 años y tenía que hacer el servicio militar me vino el cura y me aconsejó que me examinara para entrar de Guardia Civil. Que con mis estudios y ser hijo de huérfano del cuerpo lo tenía mucho más fácil. Antonio, mi patrón, comprendió que me había perdido y me dijo que no fuera tonto y que aprovechará los designios de la providencia que le había traído ese cura amigo de los dos. Me trajo unos libros que los devoré por las noches mientras que estaba cerrado el bar y llegó el examen que lo hice en la Casa Cuartel de donde tenía mi nueva residencia.
Me pusieron unas preguntas relativamente fáciles, por lo menos a mí me lo parecieron, y a los pocos días vino un Guardia Civil a hablar primero con el dueño y luego conmigo, había aprobado y tenía que presentarme en Úbeda, Jaén, el día 7 de septiembre. Tenía que llevar una serie de cosas que me compró mi patrón y para allá fui. Yo estaba muy contento. Ya no tendría que depender de nadie. Ya tenía un sueldo. Ahora era cuando yo podía ser un poco feliz. El día antes de entrar en la Academia de Guardias de la Guardia Civil de Úbeda, que ya he dicho que es un pueblecito que pertenece a Jaén, mi padre se me presentó y me dijo: “Hijo, ya has conseguido algo bueno para ti. Ahora no vayas a meter la pata. Se bueno dentro del Cuartel y una cosa te pido, da honor a tu apellido... Yo fui un digno representante de él dentro de la Guardia Civil y tú no debes de quedarte atrás muchacho”.
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