Había empezado a sospecharlo, pero hasta el pasado domingo no tuve la plena certeza de que el tal Aureliano sufría, al igual que el doctor Henry Jekyll, lo que comúnmente se llama desdoble de personalidad, y en psiquiatría trastorno disociativo de identidad.
Si no fuera así, no podría explicarse que Aureliano se significase, en sus columnas de los domingos, como una persona, al menos, correcta, aunque de escritura plana, opaca, de las que aburren hasta las ovejas y una vez leídas se olvidan sin remordimiento alguno, y sin comprometerse a dar su opinión sobre los hechos más espinosos, que son muchos, que suceden en Ceuta. De sus escritos se desprende la impresión de que el tal Aureliano es un tipo incoloro, insípido, gris, acaso, aburrido, sin atributos destacables, tal vez, un tanto cauto y escurridizo en la crítica por aquello de no querer que el personal a su alrededor conozca las entretelas de sus perversas inclinaciones políticas. Por no asustar, vamos. Y, sin embargo, el personaje en el que se convierte, el gato negro, cuando deja sus comentarios al pie de los artículos en el digital de este periódico, quizá sea, sin que él tenga demasiada conciencia de ello, como Edward Hyde, un personaje diabólico. Lo que no me consta es si Aureliano se transforma en el gato negro mediante la ingesta de un brebaje, como lo hacía el Dr. Jekyll en Hyde. Lo que me intriga es por qué se transforma en un gato negro. Si nos atenemos a la simbología ya vamos entendiendo algo, pues fundamentalmente se habla del gato negro como símbolo de las tinieblas, de la oscuridad y de la muerte. El motivo de esa transformación tan sólo él lo sabe. Asimismo, puede que, como en el caso de la célebre novela de Stevenson, la naturaleza malvada de su personalidad, el gato negro, predomine y pueda con el lado menos malvado de la dualidad, el tal Aureliano.
El gato negro, la naturaleza maléfica de Aureliano, se ha ido haciendo cada vez más fuerte. En efecto, Aureliano ya no es capaz de dominar su otra mitad identitaria. Parece que la ha dejado por imposible y el gato negro hace y deshace a voluntad, entrando así en una espiral de difícil salida. El gato negro parece que no tiene otra fijación que sentarme en el banquillo de los acusados previa aplicación de su bienamado artículo 510 del CP. No argumenta, bueno, sí, sus argumentos son el insulto, la injuria y las amenazas. Está empeñado, el malvado gato negro, en hacer creer a sus palmeros que yo odio al extranjero y al diferente. Que soy un racista y un xenófobo redomado. Que mi identificación con el fascismo y el nazismo es proverbial. Y que siento una añoranza incurable por el franquismo. Y que mi libro de cabecera es Mein Kampf. Me compara con personalidades tan estimulantes como Pol Pot, Hitler, Jim Jong-un, y otros personajes tan agradables como los citados. Asimismo, me llama cobarde, lo cual es grave. Tal vez no sepa el gato negro que aquí, en la Ceuta de mis años mozos, de mi adolescencia, si llamabas a uno cobarde, maricón o hijo de puta te jugabas la nariz. Pero, claro, en esta época de poszapaterismo, de ultrafeminismo y de desvirilización de los hombres, que te digan cobarde, hijo de puta o maricón ya no merece ni una advertencia. Pero de todas formas que no olvide “el gato negro” que yo vengo de lejos, vengo de atrás. Soy de antaño, no de hogaño. Pues eso.
Este gato negro es un lacayo de los multiculturalistas y de los proinmigracionistas. Ha perdido el sentido de la realidad, y, como buen totalitario, no le gusta que otros hagan uso de su libertad de expresión. El color político del gato negro habría que situarlo en el comunismo puro y duro. Él sí que añora aquellos tiempos de la URSS en la que cuando alguno sacaba los pies del plato y se convertía en un disidente lo pasaban por el psiquiátrico, adonde él me quiere enviar, o lo enviaban a picar hielo a Siberia. Se ve que sus raíces comunistas-estalinistas le salen por los poros sin poder evitarlo. La izquierda que vino del comunismo conserva su raíz totalitaria. Sus obsesiones con los que, según él, odian al extranjero le han convertido el cerebro en una charca insana. Ve racistas y xenófobos por doquier. Para el gato negro, el adversario ideológico es un ser odioso y miserable, sin dignidad y consideración. Tan sólo merece ser sentado en el banquillo sin contemplaciones y que se le aplique, también sin contemplaciones, el 510 del CP. Tal vez el gato negro obvie que para que un delito se considere motivado por la xenofobia tiene que existir el animus de discriminar, lesionar o matar a alguien por motivos de raza, procedencia o condición. Pero, claro, la charca malsana que tiene el gato negro por cerebro le impide razonar, discurrir. Yo no odio a nadie, no tengo tiempo para eso. Pero esta inmigración ilegal es indefendible e inasumible desde cualquier punto de vista. Y peligrosa.
Como decía al comienzo, he descubierto, en el digital de El Faro, al pie de mi artículo del domingo –Correr riesgos por opinar– que Aureliano y el gato negro son la misma persona, ¡la misma persona!, pues aparece su careto al lado de su comentario. Y su comentario es del mismo jaez que los que aparecían con la firma del gato negro. “Lo vergonzoso, que este periódico siga publicando tus libelos…”, escribe Aureliano-gato negro. ¿Ven? No admite más libertad de expresión que la suya y la de los totalitarios como él. Como buen lacayo de la exURSS no conoce aquella máxima de todo demócrata: “No me gusta lo que dices ni escribes, pero tienes derecho a decirlo y a escribirlo”. A tu falta de atributos se une tu falta de valor para escribir en tu columna dominguera esos insultos, descalificaciones y amenazas. ¿Quién es el cobarde aquí, Aureliano?