El 14 de abril de 1912 ha quedado grabado en la memoria colectiva como el día en que el mayor y más lujoso transatlántico de la época, se hundía en las negras y gélidas aguas del Atlántico Norte, a 625 kilómetros al sudeste de Terranova, en un punto situado en aguas internacionales. Esa noche, a pesar de su fama de insumergible, el Titanic se llevó con él la vida de 1514 personas de las 2223 que llevaba a bordo. El segundo buque de los tres de la clase Olympic, propiedad de la White Line Star, el Titanic, tenía todos los elementos para inspirar seguridad y confianza a viajeros y tripulación. Con 269 metros de eslora [136 más que el “Poeta López Anglada” de Balearia y 93 metros menos que el Symphonie of the seas, el transatlántico más grande hasta ahora botado], poseía una mecánica de vanguardia (29 calderas y 159 hornos) y una ingeniería naval innovadora. El barco, a cuyo timón se encontraba el experimentado capitán Edward Smith, estaba destinado a cubrir la línea Southampton-New York, con escala en Cherbourg y en la ciudad de Queenstown (hoy Cobh) en la República de Irlanda.
Su original doble quilla se deslizaba empujada por tres hélices y 16 compartimentos estancos que protegían al barco de cualquier posibilidad de naufragio. La sofisticación era tal que las ingenieras aseguraban que el Titanic podía seguir a flote con dos de los dieciséis compartimentos totalmente inundados, circunstancia que también debía verificarse si los cuatro primeros compartimentos se llenaban de agua.
Sin embargo, los daños superaron las previsiones. Un clásico. En torno a las 23:40, la tragedia. El barco más poderoso de la época acababa de chocar contra un iceberg, una masa de agua congelada que destrozó la parte de estribor del buque por debajo de la línea de flotación. Los icebergs tienen al descubierto tan sólo un 10% de su volumen total y, obviamente, la parte más letal es la que no se ve.
Desde el 20 de enero de 1914 (y, precisamente. a consecuencia del siniestro fin del Titanic) la Patrulla Internacional del Hielo de la Guardia Costera de los EE.UU. es la encargada de controlar la presencia de icebergs. Financiada por 13 países (España incluida), las integrantes de este organismo avisan del posicionamiento exacto de las moles de agua dulce congelada, si bien es cierto que la responsabilidad final recae siempre en la oficialidad del barco. En el Titanic, todo falló. No se tuvieron en cuenta los avisos de otros barcos que alertaban de icebergs en la zona de navegación del transatlántico inglés y no se aminoró la velocidad del buque a pesar del evidente peligro.
A bordo del famoso transatlántico de la White Star Line, el vigía sí avistó el témpano, avisando con tiempo a la superioridad, pero no se reaccionó a tiempo y cuando se intentó esquivar el gigantesco obstáculo, ya era tarde. Sobre el papel, que en el plano teórico todo lo soporta, nada podía fallar.
En la práctica, fue el apocalipsis. Y en esas estamos. Resulta dramática esa manía tan nuestra de no querer ver lo que se nos viene encima para acabar, invariablemente, dándonos de bruces con la violenta y implacable realidad. Ejemplos, no faltan. Además, frente a todo lo que conlleva peligro extremo, optamos de forma sistemática por quedarnos constantemente con la parte más amable que nos meten por los ojos, dejando siempre ad calendas graecas todo lo susceptible de arrojar un amargo diagnóstico.
Parafraseando la novela de Erich María Remarque, seguimos sin novedad en el frente de nuestra suicida inconsciencia. Sin embargo, tan sólo hace falta querer ver con los ojos que ven. La multiplicación en Europa de los movimientos ultranacionalistas, populistas e identitarios debería hacernos reflexionar más allá de sus grandes banderas y de sus gruesas consignas que no resisten un mínimo análisis de coherencia. Todo reside en querer preguntarse qué Estado sería el beneficiario de la desintegración o debilitación de la Unión Europea. Tras la pregunta, solas llegarán las claves del por qué de tanta insensatez inducida.
Con sólo un poco de sentido común, y un mínimo de razonamiento, podríamos perfectamente desechar los ruidos para quedarnos con las nueces. Deberíamos tener más que sabido que se nos enseña lo superfluo para que obviemos lo verdaderamente importante. De libro. Así, con solo mirar de reojo hacia el este, vía paraísos fiscales, podríamos hallar uno de los orígenes de las financiaciones ilegales de los partidos, con un dinero sucio manchado de miles de tráficos ilícitos y extremadamente lucrativos.
No deberíamos olvidar que, allende el Atlántico, tampoco les importaría la disolución de la Unión Europea para volver a la hegemonía mundial de dos grandes potencias dirigentes. ¿Conocen eso de “divide y vencerás”? Viejo como el mundo y tan eficaz siempre. A las pruebas y a los libros de historia de nuestras hijas me remito. Pero, a pesar de las sangrantes evidencias, preferimos pensar que, como en el Titanic, los diseños sobre el papel son perfectos y que nadie ni nada podría alterarlos. Mientras, la bestia totalitaria sigue creciendo. A marchas forzadas.
Nos convencen de que nuestro RH y ADN son más puros que los de la vecina, como si una mujer pudiese ser mejor que otra por el mero hecho del lugar donde nace, por el idioma que habla o por el credo que tenga (o no tenga). Imbecilidad en estado puro. Pero en estos tiempos difíciles de intermedio entre una crisis pasada y otra por venir, que será aún más complicada de solventar, preferimos escuchar que la culpa de todo la tienen las feministas, las librepensadoras o las que rescatan la vida de miles de personas como usted o yo.
Por ello, viendo el tsunami antisemita que nos invade y el paso de la oca que nos están imponiendo, no sería de extrañar que nos decantásemos, con asquerosa facilidad, por mirar hacia otra parte si retornase la plaga de las estrellas amarillas cosidas en las chaquetas. Un clásico. Obviamente, también nos impulsan a tener en nuestro punto de mira a las que luchan por un planeta libre de contaminación o a las que defienden, inasequibles al desaliento, los principios de Libertad, Igualdad y Fraternidad que alumbraron la Revolución Francesa.
Eso, sí, todo menos hacer el esfuerzo de preguntarnos quién saca tajada y suculentos beneficios de la sangre ajena. Estamos perfectamente domadas y nosotras solitas nos dirigirnos contra el chivo expiatorio que nos indiquen. De puta pena. Usted, como siempre, sabrá lo que más le conviene, pero si sólo quiere seguir viendo la parte de realidad que nos dejan percibir, el descomunal iceberg nos acabará enviando a todas a los abismos.
Las verdaderas causas de un naufragio social siempre se encuentran por debajo de nuestra línea de confort de pensamiento, otra cosa es que no queramos mojarnos para averiguar por dónde realmente hacemos agua porque nos conformamos con el pensamiento prefabricado que gratuitamente nos venden. Cuando eso ocurre, no hay que discurrir mucho para caer en la cuenta de que vivimos de rodillas. Brutal. No obstante, si a pesar de todas estas evidencias continuamos arrojando nuestra ira sobre las más vulnerables mientras nos hundimos, en lugar de apuntar a las verdaderas culpables de las desigualdades extremas, bueno sería recordar que en el Titanic no hubo botes salvavidas para todas. La dejo adivinar quiénes sí se salvaron. Nada más que añadir, Señoría.