Categorías: Opinión

El derecho de vivir

El malestar social en las ciudades no es un fenómeno reciente, tampoco lo son las explosiones de violencia. Hace casi dos siglos, Ralph Waldo Emerson, en un pasaje de sus famosos cuadernos, decía que “hay gran distancia entre pensar, expresar lo que se piensa y ponerlo en acción…Si los deseos de las calles inferiores, que tanto sufren en estas largas calles, se ejecutaran, no hay duda de que la ciudad toda se desharía en ruinas”. En el mismo sentido, Stefan Zweig, en su maravilloso libro “El  mundo de ayer”, recoge la opinión de su amigo Sigmund Freud de que la barbarie, el elemental instinto de destrucción, era inextirpable del alma humana. Los hechos parecen darle la razón al famoso psicólogo austriaco si nos atenemos a los episodios violentos que se han dado a lo largo de la historia reciente en EE.UU,-recuerden los disturbios del barrio de Watts (1965), Los Ángeles (1992 y 2005)- y en los últimos años en los barrios periféricos de Paris. En Ceuta llevamos años inmersos en un estado de conflictividad de media intensidad, pero de carácter permanente. Los ataques con piedras a los cuerpos de seguridad de Estado, y en general,  a todos los servicios públicos del tipo que sean; la quema de vehículo privados o el gamberrismo en el interior de los autobuses ocupan  casi a diario espacio en los medios de comunicación locales.
Las respuestas a las demandas de los barrios más desfavorecidos han costado ser reconocidas y siempre se han hecho de mala gana por parte de las autoridades. Los remedios, cuando han llegado han sido, en parte, resultado de diagnósticos falsos. De este modo, los temores sobre un agravamiento de la violencia urbana se han mantenido por haberse aceptado casi en general dichos métodos terroríficos con fenómenos consustanciales de nuestra civilización.
Mientras tanto, la amplia capa social de descontentos ha ido aumentado a un ritmo infernal de la mano de unos altos índices de natalidad y una afluencia de inmigrantes con graves deficiencias educativas, empobrecidas y con dificultades idiomáticas. Poco se ha hecho para limitar esta afluencia a proporciones que pudiera ser absorbida o asimilada en nuestra comunidad, además de poder proporcionarle trabajo, vivienda, etc...Estos problemas habrían sido difíciles de manejar aun si nuestra ciudad no se hubiera encontrado ya tremendamente atrasada en proveer con fondos propios los imprescindibles equipamientos educativos y sanitarios. Incluso si se hubiera dispuesto de los suficientes recursos económicos habría sido difícil evitar la creación de barrios congestionados y con graves condiciones de insalubridad.
Partiendo del incuestionable hecho de la consustancial relación de ciertas patologías con la vida urbana en general, poco se ha hecho en nuestra ciudad por combatir sus manifestaciones más horrendas: marginación social, violencia, drogadicción, deterioro físico y psíquico, etc…No obstante, no deja de ser cierto, tal y como dijo Lewis Mumford de manera insistente, que estos males no pueden “ser curados por remedios puramente locales y contemporizadores, ya que son síntomas de defectos muchos más profundos de nuestra civilización”. Las resistencias a aceptar este punto de vista han sido frontales al tacharlas de pesimistas, irrealistas o apocalípticas, críticas que han procedido en su mayoría de la clase política y de la amplia burocracia que ha surgido en torno a los servicios sociales que intentan lograr mejoras urbanas parciales, como si éstas fueran aceptables y factibles sin la respectiva evaluación crítica y la renovación total de las instituciones vigentes.
Por tanto, siguiendo las ideas de Lewis Mumford en su obra “Perspectivas Urbanas”, las causas fundamentales de las frecuentes erupciones de violencia no sólo hay que buscarlas en las sórdidas condiciones físicas de las ciudades, pues si bien las continuas demostraciones hostiles son explicables en parte como reacciones demasiado demoradas y ya incontenibles contra la pobreza, el hacinamiento, el desempleo, la discriminación social y la segregación cultural, las ciudades que han tomado medidas contra dichos males, no por esto resultan más inmunes a tal enfermedad que las que se han mantenido indiferentes e inertes. En consecuencia, aunque una de las grandes tareas de nuestro tiempo es esforzarnos de continuo para convertir a las ciudades en ambientes gratos y pletóricos de vida, eso no es la panacea total. Dichos esfuerzos harán resaltar la bondad de los bienes de la ciudad, pero no suprimirán sus íntimos males, ya que éstos no son controlados por ella ni tienen origen local. No es la ciudad sino todo el cuerpo político lo que requiere urgentemente nuestra atención. El espejismo de los anuncios de la “sociedad de consumo” puede perseguir y atormentar a las minorías deprimidas, a las que se ha negado la plena participación en el festín consumista. Pero resulta también que la realidad misma desanima a los jóvenes –mimadísimos, sobrealimentados y superexcitados- que se sienten perseguidos y molestos por su fácil lubricidad.
El fenómeno de la delincuencia juvenil, que se ha convertido en el núcleo de la preocupación de las autoridades y responsables de las fuerzas policiales, parece deberse a dos condiciones subyacentes: la existencia haragana, vacía y sin objetivos que llevan tales muchachos, y la total ausencia de dirección paternal y de disciplina comunitaria. Por ello, proteger a los jóvenes de los excesos de la holgazanería ha llegado a ser así tan importante como lo era antes protegerlos del exceso de trabajo.
La falta de trabajo que afecta de manera notable a ciertos sectores de la sociedad acarrea consecuencias más profundas y preocupantes que la mera dificultad de contar con medios económicos para cubrir los gastos familiares más elementales. El sociólogo Richard Sennett, habla de “la corrosión del carácter” que parece irremediable cuando el destino de muchos ceutíes es vivir de los subsidios públicos. La falta de perspectiva laboral se transmite de padres a hijos, alimentado una frustración colectiva que favorece el resentimiento por una parte y los prejuicios por la otra. Superar esta profunda brecha social depende de la voluntad de ambas partes: por un lado, hay que reclamar a los sectores menos favorecidos su activa cooperación responsable que les debe llevar a preocuparse por la educación y estudio de sus hijos, así como a ampliar su propia formación profesional. De igual modo, conviene reclamar a todos una paternidad responsable, sin que ello tenga que suponer la renuncia al instinto natural de la procreación y a la formación de una familia. Esto es una cosa y otra muy distinta es cargarse de hijos a una edad demasiado temprana sin tener asegurado un trabajo y una vivienda digna, esperando que la “divina providencia” se encargue de la alimentación y cuidados de estos niños. Del otro lado hay que reclamar solidaridad y empatía con las personas que se llevan la peor parte de un modelo económico completamente injusto, que empuja a cada vez más personas fuera del sistema. Todo, menos insultarlos llamándoles vagos y subvencionados. Desgraciadamente, este tipo de pensamiento está extendido entre las clases más pudientes de nuestra sociedad, los únicos que se consideran merecedores del derecho de vivir.

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