Cuentan los historiadores que tras uno de los discursos de Stalin en uno de los congresos del Partido Comunista, los asistentes rompieron a aplaudir con fuerza y devoto fervor al "padrecito".
Los minutos se sucedían y nadie se atrevía de dejar de agradecer al sangriento dictador su maravilloso, y nunca suficientemente venerado, sacrificio por la madre Patria.
Tras media hora de fuertes aplausos ininterrumpidos, uno de los asistentes decidió bajar las brazos, probablemente físicamente cansado. Poco después y sonrisa de serpiente en ristra, Stalin ordenó a los presentes cesar con sus sinceros agradecimientos indicándoles que debían sentarse, dando inicio a las deliberaciones del proceso congresual.
Esa misma noche, esa primera persona que había dejado de aplaudir tras las palabras de Stalin desapareció para siempre. El sangriento mensaje psicópata del georgiano -uno más- se había entendido alto y claro en el mismísimo corazón del régimen: no se toleraba la más mínima disidencia hacia el líder supremo. Ni aquello era nuevo, ni ahora es viejo.
El Poder, y por ende las que lo ejercen, es así. A ese mismo Poder no le gustan las desavenencias ni la carencia de reverencias, como tampoco se cansa de halagos, lisonjas y alabanzas... De lo contrario no sería Poder, obviamente.
Otra de las características de las amantes del aplauso sin fin es su manifiesta aversión por las malas noticias y su profundo malestar a la hora de recibir alguna crítica. Instaladas en su trono (aunque sea fruto del voto democrático) siempre prefieren huir de las feas realidades para refugiarse en las mullidas verdades acomodadas por sus círculos cercanos; en definitiva, se suele mentir para alimentar el ego de la reina de la colmena y asegurarse una parte de la miel.
Si se intuye que lo que está a la vista no va a gustarle a la líder, se recurre a la siempre tan socorrida estratagema de la cortina de humo.
Algunas veces es el miedo a morir (en el caso de las dictaduras) y otras el pavor a caer en desgracia (en el resto de los casos) y dejar de ser una de las elegidas que ocupan una pequeña parcela (pero parcela al fin y al cabo) de privilegios lo que fuerza a los cortesanos a ver lo blanco, negro... o a hacerlo ver, según toque.
Pero, como casi todo en la vida, las incondicionalmente aplaudidas por las interesadas aduladoras acaban siendo, tarde o temprano, barridas por la historia. A las pruebas me remito.
Así, las tres máximas básicas de las que mandan siempre son las mismas: la realidad, si es incómoda, debe ser obviada; no se tolera la disensión y, finalmente, no se perdona que alguien destaque por encima del máximo depredador. Incumplir una de las tres máximas se paga con la muerte: la política o la física, según los casos.
Además, y como mandan los cánones, las aplaudidoras son a la vez vigiladoras. Lejos de ser dignas de lástima (todo lo contrario) suelen indicar quién es la primera que deja de aplaudir para intentar ganar favores y así poder subir escalones en la valoración de la amada lideresa.
Sin embargo, las aludidas aplaudidoras también tienen la extraña capacidad de mutar en milisegundos para ser, si se tercia, interminables aduladoras de la nueva dueña del trono, o incluso del trono de enfrente... Ejemplos no faltan.
En definitiva, como decía mi abuela, de lo que se trata es de seguir "comiendo de la olla grande".
Dicho lo cual, en la mayoría de los casos esa armada de asesoras –a veces sin utilidad alguna- y de políticas profesionales, o mejor dicho, de profesionales de la política, que instantáneamente se transforman en exquisitos estómagos agradecidos. Ninguna está dispuesta a perder, bajo a ningún concepto, ni poder ni lentejas. Hasta ahí podríamos llegar.
Y si creen que en este H2SO4 se exagera, observen cualquier acto político de los que ahora abundan (a los que por cierto casi sólo asisten las entregadas a la causa) y comprobarán cómo, desgraciadamente, el aplauso sigue siendo norma obligada y de vigilado cumplimiento. Si es que se quiere sobrevivir en el duro ejercicio de seguir siendo un insignificantemente diminuto satélite del Poder, tocar las palmas y jalear al jefe de la tribu es el principio de base para conseguirlo.
Obviamente, siempre queda la postura de decir la verdad pura y dura, pero Verdad y Poder suelen ser malos compañeros de viaje, y si no pregúntenle a las muchas repudiadas de todos los partidos por decir lo que pensaban. Ni que esto fuese una Democracia, ¿verdad? Pues eso.
Lo dicho, la que sea capaz de aplaudir sin fin tiene su futuro siempre asegurado. El resto queda entre ella y su conciencia, aunque si ha llegado al punto de querer aplaudir hasta sangrar para lograr escalar un escaloncito, pocos problemas le va a terminar generando esa situación.
El aplauso político, mucho más que el reconocimiento a una labor: un interesado y peligroso ejercicio de vasallaje de ida y vuelta.