La gestión del servicio de limpieza pública viaria y recogida domiciliaria de basuras, se ha convertido en uno de los “asuntos estrella” de la presente legislatura. Tras cinco largos años de intrincadas vicisitudes, hemos llegado a un punto en el que nadie entiende nada. Resulta imposible ofrecer una explicación coherente de una relación más parecida a un matrimonio que a un contrato administrativo. Se han dicho tantas mentiras, se han mezclado tantos intereses (dispares e incluso contradictorios), se han cometido tantos errores, se ha implicado a tantas personas, se ha cambiado tanto de opinión, se ha hecho todo tan mal, que ahora no hay forma humana de desenredar un lío monumental, que encuentra una muy difícil solución (acaso imposible) con las herramientas administrativa que proporciona la ley. La alternativa, que no es otra que dirimir responsabilidades y cantidades en los juzgados, se presume también larga, complicada e incierta. Lo único que parece indiscutible es que el nivel de prestación de estos servicios esenciales está muy por debajo del que exige la ciudadanía; y que el Gobierno es incapaz de satisfacer esa clamorosa demanda.
El origen de este “callejón sin salida” está en el “amiguismo”. Se conoce con este término coloquial una práctica (muy habitual en nuestro país y en nuestra Ciudad) que consiste en sustituir los procedimientos que contempla la legislación vigente para gestionar los servicios públicos, por unas peculiares relaciones personales entre gobernante y empresario, fundamentadas en la confianza mutua, que convierten deseos en hechos sin más trámite ni control. Esto puede hacerse buscando un enriquecimiento ilícito (corrupción en estado puro); pero no necesariamente. También es una manera de suplir la ausencia de planificación, corregir criterios erróneos, enmendar prioridades equivocadas, captar votos, o alimentar vanidades (siempre tan importante y gratificante para un ser humano) Pongamos un ejemplo. Un gobernante en visita rutinaria a una barriada se encuentra una familia que vive en dificultades porque su acceso a la vía pública con un hijo discapacitado le resulta tremendamente complicado y necesita un pequeño camino con una barandilla. El político, ufano y resuelto, activa de inmediato su móvil, marca el número del amigo, cursa una orden precisa y taxativa, y ese mismo día aparecen los operarios de la empresa en cuestión dispuestos a acometer las obras encomendadas. Es lo más parecido a los milagros que se cuentan en los textos religiosos, y le imprime a su autor un halo de deidad que lo hace sentirse plenamente dichoso de su condición de servidor público. El “amiguismo” es infinitamente más rápido y eficaz que la ley de contratos y la de haciendas locales juntas.
El problema se produce cuando llega la hora de traducir el milagro a un expediente administrativo, y entones deben entrar en juego, ineludiblemente, elementos tales como la consignación presupuestaria, el principio de la libre concurrencia y demás mecanismos que imponen las normas en un estado democrático. La única forma de hacerlo es, o bien contando con la complicidad de los funcionarios públicos concernidos; o mediante fraudulentos intercambios entre elementos de contratos diferentes (por el objeto, la naturaleza o el tiempo), aunque suscritos por el mismo contratista, hasta conseguir la “suma cero”. Porque la buen intención de una actuación no puede esgrimirse como eximente del cumplimiento de la ley.
Esto es exactamente lo que ha sucedido en el contrato de limpieza. Durante los primeros cincuenta y dos meses, el expediente refleja una trayectoria inmaculada (salvo una pequeña sanción impuesta por la presión ejercida por Caballas). Según los documentos obrantes en él, el Pliego de Condiciones se cumplía de manera rigurosa y escrupulosa. Mientras tanto, en el plano invisible de la amistad, se desarrollaba una frenética actividad destinada a corregir las flagrantes deficiencias del servicio en un infinito torbellino de ideas, ocurrencias, sugerencias, propuestas, acuerdos, ensayos… Siempre supeditados al superior criterio de la máxima autoridad. E invariablemente fallidos.
Hace aproximadamente un año, y por razones no desveladas, la relación de amistad se quebró. Y de repente, de un mes para otro, lo que era una empresa modelo, eficiente donde las hubiera, se convirtió en un perfecto desastre que incumple sistemática y voluntariamente sus obligaciones (desde entonces se detraen entre cien y doscientos mil euros de cada certificación mensual por servicios contratados y no ejecutados), lo que desemboca en un inevitable contencioso ante los tribunales. Pero ahora resulta imposible reconstruir todo el expediente dando forma administrativa a un cúmulo de decisiones (y son muchas) que durante más de cuatro años se han ido adoptando al margen de los procedimientos regulares. Todas las partes implicadas (empleados públicos, Gobierno y empresa) son partícipes de un problema sin solución. Y sin responsables.
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