Opinión

Dos décadas de una guerra baldía que alcanza la operación retorno al paraíso talibán (y II)

Actualmente, miembros de las fuerzas militares de la República Islámica de Pakistán a un lado, y al otro, milicianos talibanes, escasamente sin distancia física entre ambos, la bandera verde y blanca paquistaní comparte protagonismo con la enseña blanca que, a los ojos del mundo, desenmascara al Gobierno de facto por el Emirato Islámico de Afganistán, contrastando un antes y un después de una superficie intervenida por los islamistas, ahora blindados con kaláshnikovs y armas sofisticadas que en su día donaron los norteamericanos al desvanecido Ejército afgano.
Y es que, desde que se produjese la invasión estadounidense obligándoles a abandonar la capital y regresar al abrigo eterno de las montañas, jamás han reculado en su afán de luchar contra la presencia extranjera y las milicias afganas.
Pero, por encima de todo, la tendencia talibán del siglo XXI incorpora rostros del Emirato Islámico que rigieron la nación entre 1996 y 2001, respectivamente, con otras generaciones prestas a modernizarlo, regateando desde un posicionamiento de fuerza, gracias a sus progresos en el campo de batalla.
La función de mulá Omar la ejerce Hebatulá Ajundzada, un cabecilla carismático con un trazo más religioso que militar, convertido en el estandarte del movimiento en el Sur de Afganistán.
Sobraría mencionar en estas líneas, que, en los últimos tiempos, Hebatulá, es el hacedor de la amplia mayoría de las fatuas o edictos religiosos esparcidas por los insurgentes.
De ahí, que no sean pocos los investigadores que contemplen su nombramiento acordado por unanimidad en la shura o consejo, para apuntalar y fortalecer la unidad del movimiento y de la que derivan las directrices y criterios de la guerra santa en tierra afgana.
Con estas premisas iniciales que delatan el entorno fluctuante que se vive en Afganistán, siguiendo la estela del texto que le antecede, tal vez, en algún instante los talibanes podrían sacar a la luz un proyecto de consenso, pero su ferocidad es imposible de eludir: las fuerzas de combate prosiguen interviniendo con irracionalidad extrema hacia la población civil, valiéndose de barbaries como ejecuciones extrajudiciales o torturas.
Por ello, la susceptibilidad generada entre la urbe es insuperable.
Si hiciéramos una breve radiografía de los talibanes, esta nos rotularía a afganos decepcionados, porque ya no son una corriente etnonacionalista pastún cómo lo eran en la década de los noventa.
Ahora y en una misma espiral envenenada y con auras resentidas, concurren tayikos, uzbekos, turcomanos e incluso, hazaras. Conjeturando una diferenciación de lo que fueron con anterioridad a la cadena de atentados del 11-S.
Hoy, el andamiaje de poder en individuos turbulentos es profundamente caprichoso: mientras el guía de la formación es el encargado de promulgar los preceptos fundamentalistas, semblantes prominentes se aventuran por un cierto desbloqueo y una solución negociada.
Pese a lo constatado, en estos trechos se confirma un avance de los talibanes, robusteciendo sus enfoques y volviendo a someter amplias zonas del país. Sobre todo, en las franjas colindantes a los límites fronterizos con Pakistán. A la par, que se aprovisionan con la plantación y el negocio de opio.

“Ante los desquites y amenazas fusionado a la rebeldía evidente de pánico ensombrecida con la conmoción, no queda otra, que hacer un acto de fe para imaginar que mucho han cambiado las rémoras en el jeroglífico de Oriente Medio”

En atención a la opinión de diversos analistas e historiadores, estos hacen alusión que los talibanes ensancharon su área de dominio prácticamente al 72%, persistiendo a las puertas de la capital e infiltrándose a su libre albedrío. De cualquier manera y manteniendo esta inclinación, en 2019, se aceptaba que eran más poderosos que en 2001, respaldándose los supuestos de quienes sostuvieron que los dieciocho años de estancia americana, no obtuvieron beneficio alguno.
Este incierto ascenso de los talibanes se contrapone con los esfuerzos de Estados Unidos por regularizar las circunstancias habidas en Afganistán, sobre todo, en lo que incumbe al año 2009: su inversión billonaria no mostró el deterioro de los frentes talibanes y una contracción en los signos de la violencia.
En esta misma vertiente, entre 2008 y 2011, la ‘Misión de Asistencia de Naciones Unidas’ en Afganistán, por sus siglas, ‘UNAMA’, las víctimas civiles se agigantaron considerablemente, siendo muchísimo más significativa la desproporción en los años 2007 y 2008, con un incremento del 40%.
Parte de la frustración en el calado del restablecimiento de la paz, correspondió a los estragos que atribuyó la ‘Guerra de Irak’ (20-III-2003/15-XII-2011) y la imperturbabilidad de la sociedad afgana ante el invasor extranjero, quien era ignorante de la marcha social de la nación, polarizada en diversas etnias, clanes y religiones.
De sospechar, que este desequilibrio en todas sus facetas no entreveía la finalización de la conflagración, y ya en 2014, la ‘Fuerza Internacional de Asistencia y Seguridad’ para Afganistán, por sus siglas, ‘ISAF’, daba por consumado su papel. De este modo, la ‘Operación Libertad Duradera’ se convirtió en la única misión militar extranjera con autoridad para aplicar la fuerza conveniente. Subsiguientemente, la OTAN, juntamente con el Gobierno de Afganistán, instauraba una misión multinacional no bélica bautizada con el lema de ‘Apoyo Decidido’, encomendada a “asistir, entrenar y asesorar” a las ‘Fuerzas de Seguridad’ de la República Islámica de Afganistán.
En definitiva, la coordinación rubricada en 2020, no era más que una tentativa de Estados Unidos por anticipar el coletazo terminal de la misión, cuyo propósito se logró pocos meses más tarde de emprenderse en 2001: despojar a los talibanes de la supremacía convencional e imponerse a Al Qaeda.
Las causas infalibles detrás de su permanencia durante poco más o menos, dos décadas de guerra improductiva, singularmente pueden conjeturarse para apropiarse de algún control en Oriente Medio, que sin dilación, reprodujo en la República de Iraq; o la de sacar rédito a las bases de minerales afganas, porque el argumento oficial sugiere el imperecedero encaje de vigilante y custodio unilateral de la seguridad internacional y autoproclamado líder del contraterrorismo.
Asimismo, en un callejón sin salida que se vaticinaba interminable, la firma de un pacto entre Estados Unidos y los talibanes el 29/II/2020, parecía que desenredaría una maraña tortuosa.
A pesar de todo, su cariz detenido y pausado invita a ser, cuanto menos, sensato en el deseo de extraer algunas conclusiones satisfactorias que nos reporte a la última etapa de la violencia. Más aún, cuando en el momento de dar cuerpo a esta disertación, las conversaciones intraafganas perduran en un escenario donde el terror y el fanatismo no dan su brazo a torcer.
Pero, realmente, ¿existe alguna tesis que arroje un mínimo indicio en lo que representa objetivamente el Acuerdo entre Estados Unidos y los talibanes? Antes de introducirme de lleno en la praxis del compromiso, hay que hacer un alto en su naturaleza jurídica internacional.
Adelantándome a lo que a posteriori justificaré, no es de sorprender el patrocinio de las decisiones entre los Estados con grupos armados o sus vínculos jurídicos, o la falta de ellos, si es una materia que pudiese provocar alguna impugnación, al no ser todas las partes involucradas sujetos estatales de Derecho Internacional.
Inicialmente, los talibanes quedaban detallados administrativamente como ‘Emirato Islámico de Afganistán’ o ‘Primer Emirato Islámico de Afganistán’, no es así el caso de Estados Unidos, al no catalogarlo como Estado y, a su vez, lo reconoce como los fundamentalistas talibanes; una larga nomenclatura que incurre en su índole jurídica como sujeto no estatal de Derecho Internacional.
En su alcance, no más más lejos de otorgarle una efectiva subjetividad internacional dentro de un conflicto armado, resultaría más que discutible la probabilidad de ratificarse su ‘ius ad tractatum’.
En otras palabras, la capacidad para acoger Tratados Internacionales, que a priori, únicamente ostentan los Estados, aunque pueden disfrutar de ella otros sujetos de Derecho Internacional, como movimientos de liberación nacional, organizaciones internacionales, grupos beligerantes, etc.
A este tenor, ha de quedar encaminado hacia la coyuntura que el ‘Acuerdo de Doha’ se rigiese por el régimen determinado en la ‘Convención de Viena’ sobre el ‘Derecho de los Tratados’, abreviado, CVDT, suscrito el 23/V/1969 y entrando en vigor el 27/I/1980.
Luego, un Tratado Internacional ha de concebirse como una alianza impresa entre dos o más sujetos de Derecho Internacional, dispuesto a promover consecuencias jurídicas entre las partes y presidido por el ordenamiento jurídico internacional.
Así, recuérdese, que el Artículo 1 de la CVDT es adaptable exclusivamente a los acuerdos decididos entre Estados, como sujetos estatales de Derecho Internacional. Si bien, el Artículo 3 literalmente especifica que “el hecho de que la presente Convención no se aplique ni a los acuerdos internacionales celebrados entre Estados y otros sujetos de Derecho Internacional, o entre esos otros sujetos de Derecho Internacional, ni a los acuerdos internacionales no celebrados por escrito, no afecta al valor jurídico de tales acuerdos”.
Conjuntamente, en el entramado de conflicto armado, el Artículo 3 común a los Convenios de Ginebra de 1949, resuelve, valga la redundancia, que en el marco de los conflictos de tipo no internacional, “las Partes en conflicto harán lo posible por poner en vigor, mediante acuerdos especiales, la totalidad o parte de las otras disposiciones del presente Convenio”.
Sabedor que los Convenios de Ginebra han guardado reticencias y silencio al respecto, nos atinamos ante dos perspectivas: primero, mostrar conformidad en su vinculación meramente interna, y segundo, razonarlo como un acuerdo que alumbra exigencias internacionales, aunque apartados del régimen de la CVDT.
En efecto, tal y como remarcan las fuentes consultadas, el Consejo de Seguridad es uno de los órganos que más se ha manifestado en lo que corresponde a la magnitud de estos acuerdos, insistiendo en el lugar valioso ocupado para el desenlace de los conflictos. Incluso, el Consejo de Seguridad ha aprobado vías coercitivas para afianzar la observancia de los acuerdos de paz, tomando como ejemplos las vicisitudes de Liberia o Sierra Leona.
Por ende y en otros contextos excepcionales, se ha mencionado el menester de atender los deberes emanados de un acuerdo, desacreditando su quebrantamiento o encargando la urgencia de supervisarlo. Porque, allende a discutir su creíble correlación internacional, su transgresión denota la puesta en riesgo de la paz y la seguridad internacionales.
O lo que es lo mismo, la zozobra resultada del cumplimiento de estos acuerdos por parte del Consejo de Seguridad, se asienta más en la dirección fáctica, que en el desacato de una teórica obligación instrumental.
Indiscutiblemente, suponer este tipo de acuerdos sin más, que legales en el régimen interno, acarrearía como resultante inapelable con ocasión de violación, la privación de responsabilidad internacional.
Una visión similar ha mantenido la Corte Constitucional de Colombia. El Artículo 3 común reseña “que las partes en conflicto podrán realizar acuerdos especiales con el fin de vigorizar la aplicación de las normas humanitarias. Tales acuerdos no son, en sentido estricto, tratados, puesto que no se establecen entre sujetos de derecho internacional público, sino entre las partes enfrentadas en un conflicto interno, esto es, entre sujetos de Derecho Internacional Humanitario”.
Examinado todo lo anterior y estimando que lo desgranado merece un desarrollo más completo, se saldría del asunto central de este artículo, pero todo hace indicar que los acuerdos entre Estados y organizaciones como los talibanes, en una mezcla de fundamentalismo islámico y costumbres pastunes, con subjetividad internacional reducida a estadios de conflicto armado interno, no tienen concedida, según el Derecho Internacional, el porte de suscitar empeño a las partes en caso de inobservancia.
Al evaluar el Acuerdo acordado el 29/II/2020, el Consejo de Seguridad a solicitado a los Estados Unidos, el reconocimiento y apoyo del contenido a través de la Resolución 2513.
Con este talante y como en otras tantas encrucijadas, estará pendiente el acatamiento de los mandatos, al ser una situación que entra en sus atribuciones delegadas por la Carta de Naciones Unidas.
El compromiso logrado en Doha frecuentemente barajado como un “Acuerdo de paz” entre Estados Unidos y los talibanes, consta en el Anexo de la Carta remitida a la Presidencia del Consejo de Seguridad por la Representante Permanente de los Estados Unidos de América ante las Naciones Unidas y datada el 6/III/2020: ‘Acuerdo para la Paz en el Afganistán’ entre el ‘Emirato Islámico de Afganistán’, no siendo identificado por los estadounidenses como Estado. Pero, en previsión de las reglas de juego circundantes, es indispensable perfilar tres requerimientos que seguidamente sintetizaré.
Primero, los talibanes vuelven a erigirse en un oyente útil para Estados Unidos: el rumbo de este territorio ha sufrido distintas oscilaciones, en tanto han permutado sus alicientes en la región. En su arranque, el Acuerdo entre Estados Unidos y los talibanes el 29/II/2020 era bienvenido para esforzarse en pacificar el país años después del repliegue ruso; inmediatamente del 11-S, fracturados por su coalición con Al Qaeda y en este momento nuevamente acogidos como participantes en pie.
Con lo cual, ha de descifrarse que Estados Unidos valora su adiós definitivo, como el paso para abordar un proceso de cambio para la paz, más allá de cómo deriven los debates intraafganos. Otro tema que subyace es la realidad en la que queda el Gobierno y los recortes encubiertos en las libertades conquistadas por la comunidad afgana en los últimos años, al sentirse intimidada por la posición hegemónica con la que cuentan los talibanes y ocupar el último reducto de resistencia en Panshir.
Segundo, los talibanes habrán de llevar a rajatabla sus pesos pesados en aquellos departamentos que están en sus manos, contabilizando que no son un grupo homogéneo, sino que una porción importante de su influjo se ha disgregado por Afganistán. Hasta el punto, de toparse entre sus filas con alguna obstinación.
Siendo objetivo consigo mismo, resulta una ensoñación presumir que los talibanes pugnarán por sacudirse y frenar que los yihadistas se muevan a sus anchas como pez en el agua. Y, tercero, el susodicho acuerdo se estabiliza en una base imprescindible de ‘alto al fuego’ vulnerado desde sus inicios.
Compaginando los indicadores de primer orden, más las variables dependientes, intervinientes, independientes e identificativas, se desprende lo deleznable de las obligaciones implicadas, sobre todo, las que atañen a los talibanes; o más bien, lo simulado que sería admitir que éstos imposibilitarían que ni Al Qaeda, otros grupos o afiliados, maniobren recelosamente o que no lleven a término cualquier práctica de reclutamiento, adiestramiento o recaudación de fondos.
El Informe del Consejo de Seguridad correspondiente al mes de diciembre de 2020, que enmarca las pormenorizaciones abruptas de Afganistán, aclara de manera meridiana el trazado imperante: “En un contexto de aumento de la violencia, continuaron los esfuerzos para impulsar una reducción de esta”.
Y es que, la etapa de incertidumbre era algo tan admitido por las partes signatarias del Acuerdo, que nada se anticipó acerca de la asunción de responsabilidades, como la embocadura a la justicia, la verdad o el resarcimiento de las víctimas del terrorismo o, si quiera, el respeto de los derechos humanos.
A resultas de lo expuesto, desgastados desde el aire por los drones estadounidenses y enfrentados en tierra a las fuerzas de seguridad y al cada vez más activo Estado Islámico, las mujeres y las minorías religiosas son las más desfavorecidas en el tablero afgano.

“Tomando el pulso de Afganistán, toca el corazón ver familias despedazadas y perdidas a expensas de antiguos dirigentes talibanes que acomodan la dupla de máxima jerarquía del nuevo Ejecutivo”

Queda claro, que Estados Unidos juzga su labor en Afganistán como acabada. Eso sí, el resultado de su intervención, deja un retrato absorbido por el horror de la consternación, subyugado al tráfico de drogas floreciente y a un santuario en las zonas tribales autónomas de Pakistán.
El mañana se revelará por sí mismo, aclarando si en el entresijo de superioridad que han quedado los talibanes, supeditará el devenir de las conversaciones afganas y, en general, su acontecer. El éxodo de las tropas norteamericanas podría ser concebido como el fin de una intromisión difícil de defender, como la de dejar en la cuneta a un Gobierno quebradizo en su enemistad contra un enemigo que apisona los tímidos progresos conseguidos a base de sudor y sangre.
Y, cómo no, se mantiene en ascuas el temple que sostendrá la Administración del presidente Joe Biden (1942-78 años), dilucidando la investigación de la Corte Penal Internacional sobre los permisibles crímenes ejecutados en Afganistán, donde es más que admisible, la complicidad de nacionales americanos.
Tomando el pulso de Afganistán, toca el corazón ver familias despedazadas y perdidas a expensas de antiguos dirigentes talibanes que acomodan la dupla de máxima jerarquía del nuevo Ejecutivo. Sobre la mesa hay que traer a la memoria, enjuiciar y enfrentar los crímenes del pasado; o, si acaso, omitir y pensar solamente en el futuro desechando lo retrospectivo.
Para ser más preciso en lo fundamentado, el Consejo de Seguridad estudió y distinguió apropiada la Resolución de 15/IX/2020: “apoyar los esfuerzos del Gobierno de Afganistán para cumplir sus compromisos de mejorar la gobernanza y el estado de derecho, incluida la justicia de transición como componente esencial del proceso de paz en curso”.
Lo que habría de dar por sentado, es que el impedimento de interpelar los abusos del ayer, intuirá el mantenimiento de un paradero arbitrario y espinoso de probar a ras gubernamental y del lado norteamericano. Y más todavía, si desde la Corte Penal Internacional avanzan en una averiguación que no es del agrado de Estados Unidos.
Finalmente, ante los desquites y amenazas fusionado a la rebeldía evidente de pánico ensombrecida con la conmoción, no queda otra, que hacer un acto de fe para imaginar que mucho han cambiado las rémoras en el jeroglífico de Oriente Medio, con la vista en el Emirato Islámico de Afganistán, hoy por hoy, condenado a caer empicado en el marasmo de una guerra civil.

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