La (mal) denominada Educación Especial es el modo de hacer efectivo el principio de equidad que inspira nuestro sistema educativo. Cada alumno o alumna tiene derecho a que el proceso enseñanza aprendizaje que, obligatoriamente debe cursar, sea capaz de desarrollar al máximos todas sus potencialidades independientemente de sus características y circunstancias personales. Desde esta perspectiva, parece muy evidente que el sistema debería estar concebido, y diseñado, para que todo el alumnado, sin distinción de ninguna clase, fuera atendido en su propio centro con todas las garantías de alcanzar los objetivos pedagógicos que la norma establece como imprescindibles. Sin embargo, no es así.
En nuestro país se lleva a cabo un sistema arcaico (una especie de sucedáneo) que consiste en clasificar al alumnado y establecer categorías. Todos están escolarizados; pero unos reciben la educación “normal” y otros la “especial”. Esta es una cuestión relacionada directamente con grado de desarrollo de la sociedad. En un futuro (esperemos que próximo) estos conceptos desaparecerán (tienen que desaparecer). El alumnado acudirá al centro y disfrutará del proceso de aprendizaje más adecuado a sus necesidades de manera ordinaria. No habrá nadie “especial”. Mientras tanto, el objetivo es ir perfeccionando paulatinamente lo que tenemos intentando acercarlo a esta meta (que muchos siguen considerando utópicas). Pero, más allá de las dificultades administrativas, las vicisitudes políticas o los problemas presupuestarios, lo que no debería estar en discusión nunca es el objetivo de referencia (la plena equidad) que debe orientar todas las decisiones que se adopten al respecto. Y esto, desgraciadamente, no está ocurriendo.
Por su parte, el principio de inclusión (que consiste en esencia en que ningún alumno o alumna sufra una situación de aislamiento, salvo que sea estricta y rigurosamente indispensable) es el mecanismo que pretende mantener engarzado el sistema ordinario con el especial. Es la base del cuerpo normativo de aplicación. Y de obligado cumplimiento.
¿Por qué se produce la quiebra de este principio? La norma vigente (muy defectuosa y desfasada) enumera de forma grandilocuente objetivos y principios; pero no contempla los medios necesarios para llevarlos a la práctica. Como suele ser habitual en el ámbito educativo, conviven en amarga desazón la grandeza de las intenciones con la miseria de los instrumentos. En España el presupuesto siempre derrota a la pedagogía. Este es el primer problema. Se requiere un cambio legislativo profundo que sustituya la “compasión” por el “derecho”. Hay que erradicar del imaginario educativo esa idea nefanda que sobrevuela invisible: “bastante hacemos con…” La dimensión y la tipología de las plantillas de cada uno de los centros debe ser definida en función de las necesidades reales de la totalidad de su alumnado, no al revés como sucede ahora. Se “reparten” los recursos previamente asignados entre los alumnos hasta donde alcancen. Si eso es suficiente, bien, y si no, “mala suerte”. Este no puede ser el modelo educativo de la octava potencia económica del mundo
La segunda “gran revolución pedagógica” consiste en lograr que sea el conjunto del Claustro de cada centro el que se sienta directamente implicado en la tarea de educar a todos y cada uno de los alumnos. Con mayor ahínco en los casos más complicados. Es muy triste que todavía, con demasiada frecuencia, se siga estigmatizando a los alumnos con necesidades educativas especiales con la vitola de “niño de PT” (lo que implica una segregación psicológica y con ello, una abdicación implícita desplazando toda responsabilidad “al de PT y AL”). Esta deformación es, en la práctica, una vulneración del principio de inclusión. Pero las medidas de la administración para corregir esta disfuncionalidad son, sencillamente, ninguna. Es necesario emprender una acción formativa integral de amplio espectro (incluida la formación inicial de los docentes) que permita al conjunto del profesorado disponer de todos los instrumentos pedagógicos precisos para intervenir colectivamente en la educación de todo el alumnado.
"El principio de inclusión es el mecanismo que pretende mantener engarzado el sistema ordinario con el especial"
Si estos son los problemas más graves y de fondo que, con carácter general, afectan a la “Educación Especial” en nuestro país; lo que sucede en nuestra Ciudad es un capítulo aparte.
El alumnado de Educación Especial ha experimentado durante los últimos años un fuerte incremento que nadie ha sabido explicar con solvencia (inicialmente, de manera frívola e irresponsable, se culpaba a los orientadores de Ceuta que, al parecer, eran de “diagnóstico fácil”). Más allá del asombro y la gesticulación estéril, el Ministerio nunca tuvo excesivo interés en analizar en profundidad esta cuestión. Quizá por ello este aumento nunca vino acompañado de las dotaciones pertinentes. Eso sí, los responsables ministeriales se sentían molestos e indignados cuando esta indisimulable situación los obligaba a emplear más recursos (más dinero) de los que preveían y eso les “descuadraba” los presupuestos con el consiguiente enfado del Ministerio de Hacienda de turno (la calidad de la enseñanza nunca es una pieza a considerar en el tablero de las decisiones políticas). Los argumentos para justificar su tacañería culpable han sido (y siguen siendo) meramente cuantitativos y comparativos (en el tiempo, o en el espacio). Atrincherados en el socorrido “más que nunca” o “más que en Andalucía”, nunca han querido explicar si los recursos disponibles son o no suficientes para atender las necesidades reales del colectivo afectado. El único objetivo ha sido “salir del paso” año tras año.
Esta actitud del Ministerio, sostenida en el tiempo, se ha traducido en una irresponsable falta de planificación. No existe una estrategia definida que permita dotar al sistema de todos los medios precisos para cada curso. Es todo fruto de una disparatada e irritante improvisación sólo paliada por pequeños esfuerzos personales y aislados a los que en cualquier caso es justo hacer un reconocimiento público.
Así nos encontrábamos con un colectivo de alumnos y alumnas de educación especial en constante aumento y unas plantillas menguantes en términos relativos. Las plantillas de profesores reducidas al mínimo que marca la ley (aunque la misma la ley también dice que “se ampliarán en función de las necesidades”, esta parte de la ley siempre se omite). Y las plantillas de personal complementario se han quedado bajo mínimos (prácticamente desmanteladas). En estas condiciones, aplicar el principio de inclusión, como se obliga a hacer desde el curso pasado, equivale a colapsar el funcionamiento de los centros y atender de manera deficiente a los alumnos y alumnas. No se puede pretender que los profesores puedan hacer simultáneamente de cuidadores, asistentes educativos y especialistas, además de impartir sus materias al conjunto del grupo. En los casos de alumnos o alumnas que requieren una atención individualizada permanente, ya no se trata de un problema, es otro concepto. Todas las personas que, de un modo u otro, forman parte del mundo educativo deberían entender y asumir la importancia que tienen determinadas figuras para que la educación especial y con ello el sistema en su conjunto funcione. Hasta ahora la única respuesta del Ministerio, en la práctica, ha sido “echar mano” de los Planes de Empleo. Mano de obra barata y rotativa que, sin coste ni compromiso, permite subsanar los efectos de su desidia. Esta impresentable (e irregular) solución plantea un problema: los planes de empleo tienen un calendario propio que no coincide con el escolar. De manera que, durante el primer trimestre del curso, simplemente, no hay recursos (entre el mes de junio del curso pasado y el mes de septiembre del nuevo, hay una diferencia de más de cien efectivos en los centros).
Esta lamentable situación provocó una importante movilización durante el pasado curso, impulsada por la Plataforma en Defensa de la Educación Especial (integrada por asociaciones de padres y madres de alumnos, entidades del ámbito socioeducativo y algunos sindicatos). Durante un año se llevaron a cabo todo tipo de acciones para convencer al Ministerio de la necesidad de evitar lo que sucedió el fatídico primer trimestre del curso anterior. No ha habido manera. Exhibiendo una falta de sensibilidad impropia de quienes dicen ser el Gobierno más progresista de la historia reciente, han vuelto a dejar a los centros en la más absoluta indigencia de recursos. Solos ante una realidad muy dura imposible de gestionar correctamente. Son conscientes del sufrimiento que ello comporta para las familias y los profesores. No les ha importado lo más mínimo. Han tenido un año para tomar medidas. Cuentan con un presupuesto ingente (muy ampliado como consecuencia de las transferencias de fondos europeos). Y a pesar de todo ello, no han querido solucionar este problema. A veces, es muy difícil contener la indignación.
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