Opinión

El día que murió mi padre

No podemos ser culpables eternos de lo sucedido. Es más, si no se puede cambiar, para qué martirizarnos. El día que murió mi padre no me imaginé que sería el último de su vida. Estaba cansado y no quería salir. Llamé a urgencias porque decía no sentirse bien, pero ellos no encontraron nada preocupante, así que nos fuimos a desayunar juntos como tantas otras veces. Comimos y charlamos, compramos para la semana y sus pies acompañaron a los míos en esa danza de dar pasos lentos, uno tras otro, Columela arriba.

Llegamos a su casa y el tiempo se detuvo hasta que lo vi tendido ya sin vida.

Todo pareció suceder sin guion establecido. Un pliegue del tiempo y ya no estaba allí, porque nada permanece en este jodido Planeta. Es curioso que, aunque hayan pasado los meses, permanece su esencia, no en su casa, ni en sus cosas, sino en la maraña de recuerdos que me devienen de su olor, el guiño de sus ojos o el malhumor que acomodaba con una ancianidad que le amargaba por las limitaciones cada vez más presentes.

Era hombre difícil a la par que sencillo, al que nadie vio las tripas, ni cómo lloraba sin quejarse al ver deshacerse a mi madre a través de la pantalla de mi móvil durante la asquerosa pandemia.  Cuando hablen de los que nos precedieron en los libros de Historia, no explicarán lo mucho que sufrieron, ni de cómo ella peleó incluso con la vida para escaparse en la madrugada de una habitación con las ventanas amordazadas. Nadie sabe cómo escarnecen los recuerdos de un cuerpo en postura fetal que ya no boquea vida, derrotado en la última batalla contra el despotismo de condenar a la existencia a enfermos terminales que no pueden defenderse porque el Alzheimer les tapa la boca y la voluntad al mismo tiempo.

Mi madre no hubiera querido morir así.  Nunca lo quiso. Pero estamos en un país de mantilla y rosario que ni vela por los vivos, ni deja que mueran los muertos. Mi madre sufrió la condena de vivir en penitencia, lastrada, enmudecida, rota y dependiente.  No se lo deseo a nadie.  Sí a mis peores enemigos.

No habrá justicia de los dioses para estos humanos que se creen hijos de ellos y que por implorar con vehemencia clemencia, piensan que cambiarán su destino, cuando sólo la casualidad impera en este bingo biológico y temporal.

No podemos ser culpables por siempre, ni siquiera por ser poseedores de valiosos recuerdos. Tampoco liberarnos del dolor de lo acontecido, porque la muerte nos es cercana solo con paladear vida.

El día que murió mi padre desayunamos tostadas con mermelada y mantequilla. No recuerdo de qué sabor, pero sí que fue José del Toro abajo en un barecito chico y que disfrutamos juntos. Luego viendo que casi tenía que llevarlo como a un crío, apoyado en mi espalda, dijo que ya solo era una carga en mi vida. No podía estar más equivocado. Nunca disfruté tanto con él, excepto cuando me llevaba en el asiento de atrás de su Vespa de cachas anchas, de copiloto, aun con los pechos núbiles y la cara repleta de espinillas.

De mi madre, los recuerdos se entremezclan  más allá de la última mirada a su cuerpo plegado a las sábanas y mi hijo susurrando a mi lado que no la destapase aunque necesitaba desesperadamente abrazarla, para revenir en nuestra caravana cocinando escalerilla arriba y abajo, con la risa de fondo de Charo, la mujer de Pepe Dorado y el ladrido de Pinocho, el perro que se nos murió hace cientos de años.

Nadie podrá culparnos por querer a tumba abierta. Menos aún por perpetuar la memoria de los nuestros.

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