El capítulo que se reproduce a continuación forma parte del número 8 de la "Revista Transfretana titulada Estrategias para el futuro de Ceuta", editada por el Instituto de Estudios Ceutíes y cuyos ejemplares están a disposición del público. Los artículos han sido escritos por especialistas en cada tema y en este caso se presenta el primero de los trabajos mencionados.
El Tratado del Atlántico Norte fue firmado el 4 de abril de 1949, entrando en vigor el 24 de agosto de ese mismo año, cuando fueron depositados los instrumentos de ratifi- cación de los Estados signatarios. Es un texto breve, con solo 14 artículos, cuya redacción refleja el carácter expeditivo, propio de la postguerra mundial, con el que se trataba de hacer frente a la amenaza soviética. Está escrito con un estilo sobrio y pragmático, y la opción por la defensa colectiva figura ya en los considerandos de la introducción, donde se dejó constancia de que las Partes resuelven «unir sus esfuerzos para la defensa colectiva y la conservación de la paz y la seguridad».
El artículo 4, que se ocupa del sistema de consultas aliado, está redactado con sobresaliente sencillez y generalidad: «Las Partes se consultarán cuando, a juicio de cualquiera de ellas, la integridad territorial, la independencia política o la seguridad de cualquiera de las Partes fuese amenazada». El artículo 5, bien conocido en las cancillerías de todo el mundo, enuncia con solemnidad el propósito último del Tratado: «Las Partes acuerdan que un ataque armado contra una o más de ellas [...] será considerado como un ataque dirigido contra todas ellas». Pocos textos han hecho tanto por la paz y estabilidad mundial como esta sencilla frase.
Sin embargo, y siguiendo el mismo procedimiento que se empleó con el Tratado de Lisboa, el artículo 5 dice mucho más de lo que ha quedado referenciado. En realidad, no se ha reproducido un inciso que se mostrará como capital para interpretar correcta- mente el compromiso adquirido por los signatarios, ya que limita sus efectos al ataque armado «que tenga lugar en Europa o en América del Norte», para añadir poco después que la ayuda que se prestará a la Parte o Partes atacadas se materializará «adoptando seguidamente, de forma individual y de acuerdo con las otras Partes, las medidas que juzgue necesarias, incluso el empleo de la fuerza armada».
El primer inciso, relativo al lugar en el que debe producirse el hecho que dé lugar a la apelación a la solidaridad aliada, deja fuera a Ceuta y Melilla del sistema de garantías atlántico. El segundo abre un catálogo de respuestas posibles que pueden concretarse de forma harto inconveniente para los derechos perturbados o la propia integridad territorial de quien sufra el ataque. La expresión «incluso al empleo de la fuerza armada» subraya el carácter excepcional que también para la propia Alianza tendría esa clase de respuesta.
El artículo 6 desgrana los requisitos que deberán satisfacer las agresiones para que puedan considerarse como ataque armado contra una o varias de las Partes a los efectos previstos en el Tratado, dando, por tanto, vía libre a la aplicación de los mecanismos de respuesta que se detallan en el artículo 5. Consta de dos párrafos, ambos dedicados al objeto material de la agresión. El primero fija los requisitos geográficos; así, se tendrá como un ataque armado el que se produzca:
-contra el territorio de cualquiera de las Partes en Europa o en América del Norte,
-contra los departamentos franceses de Argelia,
-contra el territorio de Turquía o-contra las islas bajo jurisdicción de cualquiera de las Partes en la zona del Atlántico Norte al norte del Trópico de Cáncer.
Antes de reproducir el segundo párrafo, que se ocupa de las fuerzas, barcos o aeronaves que puedan ser objeto de un ataque, conviene hacer algunas reflexiones al hilo de los anteriores criterios territoriales. Como ya se dijo, de la primera condición se deduce la exclusión de Ceuta y Melilla del sistema de garantías previsto en el Tratado de Washington. La segunda condición, relativa a los departamentos franceses de Argelia, quedó sin efecto el 16 de enero de 1963, cuando el Consejo del Atlántico Norte tomó nota de una comunicación del Gobierno francés según la cual esa cláusula decaía a partir del 3 de julio de 1962, fecha en la que el presidente de la República francesa reconoció formalmente el resultado del referéndum de autodeterminación celebrado el 1 de julio de 1962 y, por consiguiente, la independencia de Argelia. En cualquier caso, la inclusión de ese valioso precedente tiene la virtud de dejar en evidencia el escaso poder de con- vicción que exhibió la posición negociadora española, que no supo, no quiso o no pudo evitar la exclusión de las dos ciudades norteafricanas.
El territorio de Turquía fue introducido sin restricciones geográficas mediante el protocolo de adhesión hecho en Londres el 22 de octubre de 1951, lo que era obligado por la circunstancia de que solo un tres por ciento del espacio de soberanía turco, al oeste del Bósforo, está en el continente europeo. Era otro antecedente susceptible de haber sido esgrimido por la representación española cuando se negoció el ingreso en la Alianza Atlántica.
El último inciso de este primer párrafo tiene importantes consecuencias para Es- paña, ya que las garantías del Tratado deben considerarse extendidas a las islas Canarias:
«contra las islas bajo jurisdicción de cualquiera de las Partes en la zona del Atlántico Norte al norte del Trópico de Cáncer».
Así como el primer párrafo del artículo 6 trata de los requisitos territoriales, el segundo se ocupa de la extensión de las garantías a las fuerzas, buques o aeronaves de las Partes en función de su ubicación. Así, se considerará también un ataque armado contra alguna o algunas de las Partes, a los efectos previstos en el artículo 5, los que se produzcan:
-contra las fuerzas, buques y aeronaves de cualquiera de las Partes que se hallen en esos territorios,
-así como en cualquiera otra región de Europa en las que estuvieran estacio- nadas fuerzas de ocupación de alguna de las Partes en la fecha de entrada en vigor del Tratado,
-o que se encuentren en el mar Mediterráneo o en la región del Atlántico Norte al norte del Trópico de Cáncer.
El primer inciso es una consecuencia lógica de la finalidad del Tratado, que pre- tende no limitar sus garantías al territorio de cada una de las Partes signatarias, sino allá donde, en aplicación de la cooperación aliada, se encuentren las fuerzas desplegadas, eso sí siempre que eso suceda en los territorios especificados en el primer párrafo (Europa y América del Norte, departamentos franceses de Argelia, Turquía y las islas bajo juris- dicción de cualquiera de las Partes en la zona del Atlántico Norte al norte del Trópico de Cáncer). El segundo inciso era una cobertura obligada en los años en los que se redactó el Tratado de Washington, solo cuatro años después de que finalizase la II Guerra Mundial y cuando todavía se mantenían sobre Alemania las fuerzas de ocupación aliadas (EEUU, Reino Unido, Francia, Bélgica, Canadá y Países Bajos).
Del último inciso vuelven a deducirse importantes consecuencias para España, siendo la primera que confirma la posibilidad de que se acojan al sistema de cooperación previsto en el Tratado aquellas fuerzas, buques o aeronaves que se encuentren operando en el Mediterráneo, incluidas las islas o islotes del norte de África.
Pero dicho eso, conviene recordar que el artículo 6, primer inciso del primer pá- rrafo, comienza especificando que el ataque debe producirse «contra el territorio de cualquiera de las Partes en...», lo que hay que poner en relación con la forma en la que empieza el primer inciso del segundo párrafo, mismo artículo: «Contra las fuerzas, buques y aeronaves de cualquiera de las Partes que se hallen en esos territorios».
Debido a lo anterior, es relevante que la interpretación de lo que debe considerarse como «mar Mediterráneo» para las Partes, a los efectos de poder recurrir a los mecanismos de solidaridad aliada que se recogen en el Tratado de Washington, se haga a la luz de lo que la Convención de Ginebra sobre el Mar Territorial y la Zona Contigua, de 29 de abril de 1958, entiende como zona sobre la cual un Estado ejerce su soberanía de acuerdo con el derecho internacional, y que se describe como sigue:
Artículo 1. La soberanía de un Estado se extiende fuera de sus territorios y de sus aguas interiores, a una zona de mar adyacente a sus costas, designada con el nombre de mar territorial. Esta soberanía se ejerce de acuerdo con las dispo- siciones de estos artículos y las demás normas de derecho internacional.
Artículo 2. La soberanía del Estado ribereño se extiende al espacio aéreo situado sobre el mar territorial, así como al lecho y al subsuelo de ese mar.
El estatuto legal de esos espacios de soberanía se detalla en el artículo 2, «Régimen jurídico del mar territorial, del espacio aéreo situado sobre el mar territorial y de su lecho y subsuelo», de la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar, fechada el 10 de diciembre de 1982 en Montego Bay, lugar por el que también se conoce este acuerdo internacional:
1.La soberanía del Estado ribereño se extiende más allá de su territorio y de sus aguas interiores y, en el caso del Estado archipelágico, de sus aguas archipelági- cas, a la franja de mar adyacente designada con el nombre de mar territorial.
2.Esta soberanía se extiende al espacio aéreo sobre el mar territorial, así como al lecho y al subsuelo de ese mar.
3.La soberanía sobre el mar territorial se ejerce con arreglo a esta Convención y otras normas de derecho internacional.
En todo caso, los derechos del estado ribereño sobre las aguas territoriales de so- beranía no son absolutos, estando sometidos a lo que se conoce como derecho de paso inocente. Los elementos fundamentales de ese derecho aparecen recogidos en el artículo 24, «Deberes del Estado ribereño», de la propia Convención de Montego Bay: «El Estado ribereño no pondrá dificultades al paso inocente de buques extranjeros por el mar territorial salvo de conformidad con esta Convención».
De todo lo anterior se deduce que los buques y aeronaves de bandera transitando por el mar territorial o sobre su espacio aéreo, dirigiéndose a o procediendo de Ceuta y Melilla, islotes y peñones, incluidas las conexiones entre todos ellos, con independencia de los litigios o desacuerdos que pudiera haber sobre delimitación de aguas de soberanía, en caso de ser objeto de un ataque armado, podrán ser causa suficiente para apelar a los mecanismos de cooperación aliada que se reconocen en el Tratado de la Organización del Atlántico Norte, lo que deberá ser tenido muy en cuenta por todos los países ribereños, en especial por Marruecos.
Quedan excluidos de esas garantías las fuerzas, buques y aeronaves que operen en los límites territoriales de las dos ciudades españolas del norte de África, incluidas en esta excepción las aguas interiores tal y como están definidas en el artículo 3 de la convención de Ginebra antes citada:
La línea de base normal para medir la anchura del mar territorial es, a excepción de aquellos casos en que se disponga otra cosa en estos artículos, la línea de bajamar a lo largo de la costa, tal como aparece marcada en las cartas a gran escala reconocidas oficialmente por el Estado ribereño.
Como puede deducirse de lo expuesto, y para concluir este análisis, la contribución de las FFAA al sistema de seguridad y defensa es la que es, pero no la que podría ser si España y la sociedad española se dejasen interpelar por las cuestiones de defensa. Algunos territorios, además, se quedaron, injustificada e inexplicablemente fuera del subsistema complementario de seguridad multilateral, lo que afecta gravemente a la homogeneidad deseable en una función tan básica como es la defensa. Es inevitable tomar nota de que la forma en la que se negoció la adhesión al Tratado de Washington no solamente no satisfizo, con la recomendable generalidad, las necesidades defensivas de todo el territorio nacio- nal, sino que contribuyó a generar dudas sobre la solidez de las convicciones nacionales en relación con la españolidad de Ceuta y Melilla. Ítem más, no debe desdeñarse la idea de que quizá fuese esa la intención de quienes, en la Alianza Atlántica, defendieran su exclusión de los márgenes del Tratado. Tampoco debería extrañar que esta última pueda ser precisamente la interesada interpretación de Marruecos, lo que tendría el indeseable efecto de alimentar sus ambiciones anexionistas.
Las interpretaciones voluntaristas de los tratados internacionales nunca han sido buenas consejeras. Las declaraciones finales de las cumbres atlánticas están llenas de manifestaciones ampulosas y bienintencionadas promesas de apoyo mutuo y cooperación. Como se escribe en la declaración final de los jefes de Estado y de Gobierno reunidos en Gales, el 5 de septiembre de 2014: «We stand ready to act together and decisively to defend freedom and our shared values of individual liberty, human rights, democracy, and the rule of law»1. Pero la Alianza Atlántica distingue perfectamente entre«misiones artículo 5» y aquellas que no lo son. Fiar la seguridad de una parte del país a tan grandilocuentes declaraciones, más allá de los compromisos que indubitadamente se hayan contraído en la parte dispositiva de los tratados, es, en realidad, administrarse conscientemente placebo estratégico.
La política de defensa es una auténtica política de Estado, donde los intereses na- cionales deben ser y estar convenientemente explicitados para que puedan informar el resto de políticas. Las capacidades de los ejércitos, principales garantes de la defensa de la nación, tienen que estar insertadas en un adecuado marco de estabilidad y responder a lo que demanden los objetivos en que se concreten tales políticas.
Desde la primera línea de estas reflexiones se ha estado hablando de la defensa de Ceuta (y también de la de Melilla), al ser inseparable de la del resto de España. La principal conclusión de lo expuesto es que las capacidades que las Fuerzas Armadas puedan poner al servicio del noble objetivo de garantizar la integridad territorial de la nación son mejorables sin sacrificios económicos inasumibles para España, bastando con implementar políticas más maduras y responsables, como corresponde a la cuarta economía de la Unión Europea.
En el ámbito internacional o multilateral, las deficiencias de los tratados defensi- vos suscritos por España —más allá de una improbable enmienda o rectificación—solo pueden ser subsanadas mediante el retorno esperado de una leal cooperación española en la defensa común o colectiva y una diplomacia inteligente, infatigable en la defensa de los intereses nacionales y sostenida en el tiempo, todo lo que parece poner en duda el reconocimiento estadounidense de la soberanía marroquí del Sahara, el tradicional alineamiento francés con las tesis de Marruecos o el renovado interés que por esta región del Magreb ha empezado a mostrar el Reino Unido.
Las Fuerzas Armadas tienen todavía en sus recursos humanos —y en la esmerada formación que reciben— sus principales activos, pero carecen de un objetivo de capaci- dades convenientemente explicitado, así como del plan de inversiones a largo plazo que lo haga posible en un escenario globalmente inestable y de imperfecta mutualización de las responsabilidades de defensa.
La acción autonómica de Ceuta, incluida la parlamentaria en Madrid, está legitimada para interesarse por aquellos planes y previsiones —incluidos los de cada uno de los Ejércitos y de la Armada— que resulten esenciales para su seguridad. Y eso comprende lo que tenga que ver con el volumen de fuerzas estacionadas en la ciudad y la estructura de mando que adopten en beneficio de la acción conjunta2. Esas fuerzas constituyen, más allá de la habitual vacuidad que suele impregnar las declaraciones oficiales, el principal y definitivo exponente de la determinación nacional en mantener a toda costa la espa- ñolidad de esas tierras y la inviolabilidad de sus fronteras.
Pero no solo. Los estudios demoscópicos hechos por el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) han venido a revalidar algunas consideraciones hechas antes sobre la preocupante falta de implicación de los españoles en todo lo que tenga que ver con ladefensa de su país, cuyas profundas raíces ya se han analizado. De acuerdo con lo que se expone en el Estudio nº 3188 del CIS, La defensa nacional y las Fuerzas Armadas (XII). Distribuciones marginales, de septiembre de 2017, la mitad de los españoles consideran a la familia como lo único por lo que merece la pena arriesgar la vida. Huelga decir que, por supuesto, siempre que se trate de la familia del encuestado, y no de la de los demás3.
Requeridos los que sí parecían dispuestos a correr riesgos por algo más que la propia familia, para que manifestasen las razones que tendrían para hacerlo así, la de defender su patria, su nación o su país recibió una de las peores valoraciones, solo por delante de quienes lo harían por convicciones religiosas o políticas, y por detrás de conceptos tan etéreos como salvar la vida de otra persona, la paz o la libertad.
Siendo muy significativo lo anterior, y siempre según el Estudio citado, más im- portancia tiene el hecho de que solo un 17,1 % manifestase sin reservas su disposición a defender a España en el caso de que sufriese un ataque armado, sobre todo cuando se contrasta con el hecho de que un 39,9 %, por el contrario, confesaron su nula dis- posición a hacerlo por esa razón y en las mismas condiciones. Tampoco la suma de las respuestas «sí, con toda seguridad» y «probablemente sí», que fue de un 39 %, alivia la desazonadora impresión que se deduce de los resultados anteriores, ya que es inferior en todo caso a la suma de aquellos que optaron por las respuestas «no, con toda segu- ridad» y «probablemente no», que fue de un 54,9 %. Cabe añadir, para completar tan poco edificante escenario, que la tendencia representada por aquellos que sí se muestran dispuestos a defender a España en cualquier supuesto es decreciente, habiendo perdido un 10,1 % desde 1988.
Tiene que hacerse, pues, lo necesario para revertir ese perturbador estado de conciencia. Los españoles deben estar convencidos, más allá de toda duda, de que su presencia en el norte de África es un legado de quienes les precedieron que forma parte esencial de su identidad. Y que lo es con justo título.
Las dudas que eventualmente pueda haber solo son achacables a la falta de compro- miso, lo que parece ser hoy una de los rasgos más reconocibles en la actualidad. Han sido demasiados los años en los que todos, gobernantes y gobernados, dejaron que se extendiese impunemente esa metástasis de la conciencia que fue, paso a paso, colonizado elementos esenciales de la nacionalidad. Las autoridades autonómicas harían bien en recordar en y desde Madrid, cuantas veces sea necesario, que la banalización de compromisos básicos del pacto constitucional de 1978 no será jamás un expediente recomendable, sobre todo cuando se trate de resolver problemas que tengan que ver con la seguridad.
De paso, conviene hacer lo necesario para precaver a la opinión pública de caer en esa artificiosa asociación que recurrentemente se establece entre la situación de la ciudad y el último contencioso colonial que todavía pervive en la vieja Europa, el que representa Gibraltar. Es una relación solo posible desde la ignorancia o la mala fe, pero saberlo no resta efectividad al argumento si es hábilmente esgrimido.
Tales desafíos exigen respuestas adecuadas. La mejor defensa de los intereses de Ceuta, en todos los órdenes, pero sobre todo cuando se trata de políticas de Estado, solo podrá ejercerse si la ciudad se dota de la capacidad de interlocución con el Gobierno de España que le brinda la disposición transitoria quinta de la CE4.
En el caso de esas políticas celosamente estatales, la capacidad de interlocución puede mejorarse si se eliminan intermediarios, lo que, una vez más, recomienda el desar- rollo pleno de las disposiciones constitucionales.
Otro procedimiento posible tiene más aristas. Cuatro administraciones autonómicas son periféricas: Canarias, Baleares, Ceuta y Melilla. No son pocas; alguna incluso es más bien ultraperiférica. Entre todas reúnen una población de 3,5 millones de personas, un 7,4 % del total nacional, que residen en once islas y dos ciudades. Otras muchas islas, islotes o peñones que no cuentan con administración diferenciada han quedado fuera de esta descripción elemental.
El Estado de las autonomías ha hecho mucho por la adecuada visibilidad de los in- tereses periféricos, pero la organización compartimental del Gobierno de España sigue siendo decimonónica, lo que casa mal con la transversalidad que caracteriza hoy a las sociedades avanzadas.
Las circunstancias de todo tipo que concurren en estos territorios justifican regímenes fiscales singulares. Pero no solo eso; las políticas departamentales tienen impactos diferenciales en los territorios periféricos, y políticas sectoriales como la de transporte, la educativa, la sanitaria o la que tenga que ver con el aprovisionamiento de recursos de primera necesidad, por citar solo algunos ejemplos, necesitan generar respuestas y soluciones estatales que estén adaptadas a cada singularidad territorial.
Convendría que el Gobierno de la nación acusase esa poliédrica realidad, adoptando una estructura interna que responda mejor a la diversidad española. Algo así sería la buena prueba de que, en España, hay otras sensibilidades también merecedoras de re- conocimiento, más allá de las comunidades llamadas históricas. Un ministerio de ultramar con rango de vicepresidencia le proporcionaría al presidente del Gobierno la asistencia precisa para una adecuada coordinación de las políticas sectoriales en esos territorios, así como el asesoramiento experto que tenga que ver con aquellas cuestiones, normalmente relacionadas con el derecho internacional, necesitadas de una acusada continuidad5. Una modificación orgánica como la que se menciona sería definitiva para mejorar la interlocución de las autoridades autonómicas extrapeninsulares con el Gobierno central.
No debe olvidarse, por último, que los ejércitos funcionan como un seguro de automóviles: nadie puede desear cabalmente que un accidente ayude a justificar los desembolsos realizados cada año; pero si el accidente finalmente no pudiera evitarse, el propietario del automóvil solo podrá esperar las compensaciones que correspondan al tipo de seguro contratado.
Los gastos incurridos en proporcionar seguridad pertenecen a este mismo grupo de inversiones, cuya rentabilidad se optimiza cuando las FFAA se mantienen ociosas en lo que se refiere a la principal razón que justifica su existencia: hacer eficientemente la guerra. Esto y no otra cosa es el resultado esperado de la disuasión. Cuando los ejércitos tienen éxito en mantener a la nación alejada de los conflictos, los Gobiernos dispondrán de recursos muy especializados cuya benéfica actividad puede orientarse a exportar seguridad y estabilidad, como se recoge en el preámbulo de la Constitución, defender donde sea preciso los intereses nacionales o, coyunturalmente y sin olvidar su especialización, subsanar otras carencias que tengan impacto directo en el bienestar de los españoles, como se ha hecho evidente, más allá de toda duda, durante la crisis pandémica del covid.
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1. «Estamos preparados para actuar juntos y decisivamente para defender la libertad y nuestros valores compartidos de libertad individual, derechos humanos, democracia y el imperio de la ley».
2. Las Comandancias Generales de Ceuta y Melilla han pasado a depender del Mando de Canarias recientemente
3 Esta encuesta es resultado de la colaboración entre el Instituto Español de Estudios Estratégicos (IEEE), del Minis- terio de Defensa, y el Centro de Investigaciones Sociológicas. Se realiza bienalmente desde 1997, aunque en la fecha en la que se hizo la consulta en el portal del CIS la de 2017 todavía era la última disponible. El ámbito de la encuesta es nacional, siendo el universo la población española de ambos sexos que cuente con 16 años o más.
4. Siempre que se sea capaz de resistir a la tentación de clonar las instituciones del Estado, error en el que han incurrido otras CCAA y que tendría un coste inasumible para la ciudad. Aquí, la acción política tiene que cambiar el paradigma, basado con demasiada frecuencia en el clientelismo, por otro en el que el aumento de competencias tenga una respuesta basada fundamentalmente en la honestidad individual y el incremento de la dedicación personal al servicio de la comunidad. Si no se estuviese dispuesto a asumir este compromiso, mejor dejar las cosas como están.
5. Habrá una oportunidad cuando se corrija la megacefalia del actual Ejecutivo. Entonces será posible sin incremento del gasto crear un ministerio que no necesita más recursos que los estrictamente necesarios para ejercer una efectiva coordinación de las políticas estatales. Los Gabinetes de Francia y el Reino Unido han introducido también criterios territoriales en su composición.