Opinión

El debate del PGOU

La Confederación de Empresarios ha iniciado una ofensiva para lograr que se apruebe cuanto antes el PGOU. El argumento que sustenta tal iniciativa es la “parálisis” que sufre la Ciudad en el ámbito inmobiliario, que arrastra al conjunto de la economía, empobreciéndola y perjudicando aun más (si cabe) el empleo. La coincidencia en su diagnóstico con el Colegio de Arquitectos (entidad experta en la materia y muy bien documentada), y el contacto mantenido con los paridos de la oposición, han abierto un tímido debate que es, en sí mismo, interesante.
Una cuestión previa. El PGOU, por lo que representa, puede ser todo o nada. Un documento de esta naturaleza, gestado desde un consenso social sobre el modelo de Ciudad de futuro, basado en compromisos ciertos de inversión y en objetivos comunes de desarrollo urbanístico y socioeconómico, es una sólida plataforma sobre la que impulsar el futuro. Pero un Plan General secuestrado por “los técnicos” (casi nunca ingenuos ni neutrales) que bajo una maraña de indescifrables conceptos y planos, que lo hacen todo incomprensible, se convierte en un manual para promotores y arquitectos que resuelve problemas puntuales (con más o menos acierto, con más o menos favores, con más o menos “pelotazos”), pero que carece de la indispensable dimensión social que le da sentido. Y este es el primer problema, gran problema, que tiene el PGOU aprobado inicialmente por el PP. No se ha explicado. Nadie conoce realmente lo que se pretende ni cómo hacerlo. De hecho, los propios concejales que lo votaron (por disciplina de partido), ni siquiera han leído lo aspectos más elementales. El déficit de pedagogía es escandaloso. No se ha querido hacer partícipe a la sociedad de esta decisión (más allá del cumplimiento de los plazos obligatorios de exposición pública y unas jornadas para personas ya interesadas). El debate del PGOU no puede limitase a una reyerta de técnicos (redactores contra promotores). Es preciso recalcar que el urbanismo, si se quiere, es muy fácil traducirlo a un lenguaje asequible que permita a todos los ciudadanos formarse una opinión. Si se quiere también es muy sencillo convertirlo en un galimatías. De momento ha sucedido esto último.
Otra característica muy llamativa de este tortuoso proceso es la vacilación con la que está actuando el Gobierno. Los constantes cambios de criterio, súbitos  y zigzagueantes, denotan un evidente desconcierto (acelerón, frenazo, cambio de redactores,  nuevo acelerón…). Lo que subyace en el fondo es una polémica no resuelta sobre la “verdadera utilidad del PGOU”. En una posición están quienes piensan que es mejor tener un Plan nuevo (sea el que sea) aunque sea “malo” que seguir como estamos. Frente a esta postura están los que piensan que “sin capacidad de inversión” el PGOU es un “cuento de hadas” que no conduce a nada y que, sin embargo, genera polémicas y crispaciones innecesarias. Unos piensan que las ventajas de la actualización de las normas y la “clarificación” del vigente documento (muchas de las modificaciones aprobadas en estos veinticinco años ni siquiera han sido debidamente registrados) es suficiente para aprobar el plan de inmediato. Otros, sin embargo, creen que para ese viaje “no hacen falta tantas alforjas”. En función de la correlación de fuerzas de estas dos líneas argumentales en el seno del gobierno se van tomando decisiones (cada vez que se nombra un nuevo Consejero de Fomento, se lo toma como un reto personal y se produce un nuevo arreón que se enfría con el paso del tiempo y la aceptación de la cruda realidad). Tampoco ayudan mucho los partido de la oposición (con su honrosa excepción)  que esporádicamente (cuando se acuerdan, o se les agotan las ideas para salir en los medios) critican al Gobierno porque no aprueba e PGOU, pero cuando se sometió al pleno de la asamblea fueron absolutamente incapaces de expresar una opinión que merezca tal consideración (se agarraron a un informe del interventor para cubrir el expediente). Quiere todo esto decir que, cada uno por un motivo diferente, hasta ahora nadie se ha tomado esto muy en serio.
Pero descendamos al auténtico problema político que dificulta (casi imposibilita) que Ceuta pueda ejercer la soberanía sobre su desarrollo urbanístico que la Constitución reconoce a todos los municipios. La extraña (y a veces extravagante) situación política de Ceuta, “en terreno de nadie” tiene una consecuencia directa demoledora. Las leyes no contemplan la singular realidad de Ceuta, por lo que su aplicación se convierte en un castigo y en muchas ocasiones en un absurdo. Nadie se ocupa de levantar la mano en las cortes y reclamar la adopción de medidas correctoras que permitan cumplir la ley desde la racionalidad (respetando el espíritu) atendiendo a las peculiares características Ceuta. De este modo, la  redacción del PGOU conlleva la asunción de hasta trece informes vinculantes de otras tantas instancias “supramunicipales”, basadas en leyes sectoriales que hay que cumplir obligatoriamente. Desde la Ley de Costas, a la Ley de Carreteras, pasando por la protección del espacio aeronáutico, hasta la Ley de Defensa o la Ley de Puertos. Y así, hasta trece. La suma de todas estas prescripciones es un imposible. Habría que demoler toda Ceuta. No hay margen para la planificación. Y aquí viene la gran pregunta: ¿Merece la pena aprobar un nuevo PGOU que no resuelve el problema de las propiedades de Defensa (40% del suelo), ni la zona portuaria, ni el Príncipe Alfonso y que obliga a que los edificios del centro no superen las tres plantas de altura (por ejemplo), y así un largo etcétera?
La aprobación de un nuevo PGOU para Ceuta, fruto de un debate social, apoyado por unanimidad (si es posible), incluyendo compromisos claros y firmes (con su correspondiente financiación)  sería una decisión política de gran trascendencia. Y para ello sería necesario poner en marcha una negociación política con el Estado que solventara la “tela de araña jurídica” en la que nos tienen atrapados; y a partir de ahí, diseñar la Ciudad del futuro (que en realidad se trata de adoptar no más de docena de decisiones políticas).  Aprobar un documento en precario, por el prurito de decir “ya tenemos un nuevo PGOU”, es un grave error, porque supone perpetuar todos los déficits acumulados hasta ahora, dándoles carta de naturaleza, y renunciado, de hecho, a resolver nuestros graves problemas urbanísticos estructurales. El “como sea” nunca dio resultado.
La Confederación de Empresarios, y el resto de agentes sociales y económicos, hacen bien en tomarse interés por este asunto y presionar para que  avance. Pero en la dirección correcta y con argumentos rigurosos. La Ciudad está paralizada. Es cierto, pero esto no es imputable a la obsolescencia del PGOU. El vigente, a pesar de los años transcurridos, se encuentra en una fase incipiente de su desarrollo. Existe un muy amplio margen para la promoción inmobiliaria en las condiciones actuales. Lo que no existe es demanda ni pulso inversor. Pero ese es otro debate.

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