En noviembre, parte de este país lo dedica a honrar a sus difuntos, mientras que la otra, nada pequeña, aunque escandalosamente silenciosa, se muere por las esquinas haciendo de zombies en las madrugadas, a la búsqueda de lo que puedan encontrar en los múltiples contenedores, y así evitar la vergüenza de ser vistos en las interminables filas que se forman en los comedores sociales. ¡Qué asquito de país! Y qué asquito de quienes se llenan la boca de mentir una y otra vez, haciéndonos creer que ya se percibe la luz al fondo del túnel, cuando no es sino una ficticia aurora que conduce al acantilado.
Se nos fue el ritmo de vivir. El desmadre en el que estamos envueltos confunde y como en la vieja yenca, los pasos hacia atrás, muy para atrás, nos llevan a aquella España de pícaros, truhanes y hampones (los corruptos de hoy), también a los hidalguillos, los que se jactaban en público de cometer pecados de gula cuando en realidad lo que hacían era rechupar los huesos de pollo depositados en las basuras de los mesones.
Vuelven, como cada año por noviembre, las vírgenes a ser vestidas con negros paños de plañideras y los cementerios a llenarse de compungidos portadores de dalias y crisantemos, no tan frescos como los que exponían en cubos de cinc en el Puente de la Almina o los escalones de la marquesina de la Plaza de los Reyes. Tampoco veremos la tropa de mariquitas, encaladores de lujo, blanqueando los nichos y dejándolos requetelimpios, como aquel que no terminada de satisfacer a una viuda desconsolada que alternaba llanto y reproches porque no le parecía suficientemente blanco. Cansado el artista, allá en el último peldaño de la escalera, decidió poner fin a tanto tiquismiqui, fingiendo una caída fortuita del cubo, que vino a inscrustarse, mira por dónde, en la cabeza de la doliente. Un auténtico gag cinematográfico. Yo lo vi.
Pero, como esta España nuestra es tan pintoresca, los colectivos culturales de los ayuntamientos (incluido el ceutí) también recurre a la representación del Tenorio. Otra vez el texto de Zorrilla, la obra que se sabían los españoles de memoria, incluidos los analfabetos. Fue digno de ver cómo los espectadores la iban repitiendo a la vez que los actores y cuando estos introducían “morcillas”, es decir, olvidaban el texto, el respetable no esperaba un segundo para el pitido más estentóreo. A este respecto, recuerdo que en una ocasión, en el Lope de Vega sevillano, la doña Inés iba dando cada vez más muestras de desmemoriada (a pesar del traspunte) y cuando la gota colmó el vaso, un espontáneo, no aguantando más, le gritó: “Pava, más que pava… métete en la celda y no salgas ni pa mear”. La pava Inés no era otra que la guapa María Mahor, pava también.
El Tenorio, al margen de ser un texto donde los versos ripiosos se multiplican hasta el infinito, es un drama de montaje complejo, difícil. Si no que se lo pregunten a mi amigo Íñigo, que este año se atrevió a llevarlo al Auditorio del Revellín y donde ha podido comprobar que, pese a estar firmado por Siza, el portugués no hizo un espacio escénico que respondiera a las exigencias de ciertos montajes. A Siza quizás debieron advertirle: “no se parta el coco… si esto es para chirigotas, finales de curso de las paulovas caballas y algún que otro acto de interculturalidad”. Tremendo fallo, pues hoy, hasta el teatrito de cualquier pueblo dispone de los recursos técnicos como si fuera a utilizarlos La Fura dels Baus en esas increíbles suspensiones en el vacío a que nos tienen acostumbrados. Algo así, en el vacío, imaginó Zorrilla, el final de la obra, cuando la pavisosa Inesita logra rescatar a su enamorado de los infiernos, llevándoselo hasta los cielos, donde ella lo redimiría ante el padre Eterno. Zorrilla era de Valladolid y se le obligaba a un desenlace católicamente ortodoxo, por muy putero que hubiese sido don Juan.
Más Sevilla, que es tan teatrera (por eso su Semana Santa supera la misma teatralidad barroca), ha llevado para este noviembre, la puesta en escena de algunos fragmentos del Tenorio en el mismísimo Cementerio de San Fernando. Allí vivirán los momentos más lúgubres, como la famosa cena, y el público podrá acompañar por entre las tumbas, al calavera sevillano, prototipo del héroe romántico, es decir, medio dios, medio demonio.
Algo parecido debiera hacer mi estimado amigo Íñigo, pero en Santa Catalina. Ya sabemos que todos aquellos alrededores están repletos de referencias fantasmales en la tradición urbana ceutí. El clima ya lo tenemos. Bastaría que el día fuese de auténtico otoño, gris casi negro; de oscuro levante, donde los rugidos del viento ensordeciera el aire, confundiéndose con los gritos que algunos oyen, de tantos y tantos ahogados por aquellas aguas. El éxito está asegurado. Y para desempeñar los roles principales, severos castings entre los miembros de la Asamblea, teatreros de postín. Para la insulsa novicia, ya le sugeriré a Íñigo un nombre. El papel le va que ni pintado. Y para Brígida, alcahuetas las hay por docenas, pues siempre fue como hoy el padel, deporte muy seguido en este pueblo. En cuanto a Mejías y el mismo don Juan, no será difícil la elección, pues son muchos los que viven estos personajes en la vida real.
¡Ánimo, Íñigo! Te apoyo y te admiro por esa dedicación que tienes a un arte, como es el de Talia, aunque aquí sólo te lo reconozcamos unos pocos. No importa. Este pueblo se viene catetizando a marchas rápidas. Qué le vamos a hacer.